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Tribuna
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Conmemoremos los bicentenarios sin omisiones ni exclusiones

Ganó un relato histórico conservador, especialmente a lo largo del siglo XX, no solo por la metodología utilizada, sino también por el mensaje emitido que privilegió una visión militarista y guerrera

El 'Retablo de la Independencia', de Juan O'Gorman, en el Museo Nacional de Historia, en Ciudad de México.
El 'Retablo de la Independencia', de Juan O'Gorman, en el Museo Nacional de Historia, en Ciudad de México.EFE

Mucha pólvora, bayonetas caladas, casacas de corte napoleónico, oficiales de gesto adusto y grave, algún cura, pocos civiles, caballos caracoleando al son de tambores y cornetas llamando a arrebato, es en gran parte la imagen que legaron los relatos y las crónicas de la historia de las independencias coetáneas con estas. Tras el triunfo de los Estados naciones desde los años 30 del 1800, se empezó a fabricar en la memoria de la nación. Las plazas de armas se renombraron en honor de los héroes, incluso sus nombres llegaron a ciudades, regiones, estados y países; pinturas románticas inmortalizaron esa imagen, monolitos conmemorativos se alzaron en céntricos emplazamientos y una proliferación de esculturas a caballo o sin él convirtieron la crónica nacional en una Historia de Bronce. Esta simbología se elevó en iconos de la nación y el proceso de estatalización de la identidad nacional fue acelerado, sin tregua, sin concesiones, pues había que unificar 300 años de diversidad colonial. A ello contribuyó la fusión de la categoría nacional con la de patriota. La Iglesia y el Ejército actuaron como mecanismos institucionales de la nacionalización. Las fiestas patrias asentaron en una población, diversa social, étnica y racial, unos orígenes comunes, una historia patria que les uniera en los derechos de nacimiento. Aunque nada se dijo de la igualdad social, ni siquiera de los derechos políticos. El liberalismo triunfante se olvidó, a menudo, de la democracia. Hubo que conquistarla, como lamentablemente se sabe. Hablamos de América Latina, aunque también podríamos estar aludiendo a los Estados nacionales europeos.

Pero también ganó un relato histórico conservador, especialmente a lo largo del siglo XX, no solo por la metodología utilizada, sino también por el mensaje emitido que privilegió una visión militarista y guerrera, de heroísmo y sacrificios por la “patria”, que atribuía el caos y el desorden a la “inestabilidad” de los gobiernos nacionales parlamentarios y constitucionales, producto de las divisiones políticas, de la importación de ideas extranjeras -especialmente francesas y anglosajonas- ajenas y poco comprensibles por la población. Lectura histórica que vino a confluir y reforzar, desde distinta óptica, la tesis de las “revoluciones atlánticas” de Robert Palmer y Jacques Godechot que explicaban que todas las revoluciones del siglo XIX -incluidas las independencias- eran una mímesis de la independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa.

Para el caso español, a ello contribuyó con especial aliento, una historia nacionalcatólica y falangista que rescató como valores tradicionales los gestados durante el antiguo régimen y como “extranjeros” los liberales -irreligiosos y afrancesados-, amén de la tesis de la masonería como instrumento conspirador de fuerzas ocultas. Solo hace falta repasar, en este caso, los manuales de bachiller de historia de España desde 1939 hasta 1977. Doctrina que, más o menos sorprendentemente, llega hasta hoy como evidencian ciertas declaraciones que producen sonrojo de algunos políticos españoles.

Por diversas vías de interpretación histórica se estableció, en buena parte de la segunda mitad del siglo XX, una división impostada del siglo XIX. La guerra, las pasiones desatadas, el desorden y la inestabilidad y también el atraso, la desigualdad, la injusticia social eran inherentes al mundo hispano per se, mientras que el establecimiento de sociedades más estructuradas, con tradiciones parlamentarias y constitucionales, pensadores ilustres, etcétera, correspondían a otros mundos “occidentales”. Aparte de Max Weber, que hizo bien su trabajo identificando el protestantismo con el origen del capitalismo, las ciencias sociales latinoamericanas post segunda guerra mundial -especialmente la Teoría de la Dependencia- y su análisis presentista de la historia, también contribuyeron a una visión de un Ochocientos latinoamericano deprimente. La construcción de “modelos” revolucionarios como el inglés -industrial- y el francés -político y social- en el que se miraron muchas de las interpretaciones de las historias nacionales, también la española, devolvió una imagen de “fracasos”. No obstante, abstraerse a una visión presentista del Ochocientos latinoamericano en que el escenario de Guerra… ¿Fría? en América Latina desde los años cincuenta, entre dictaduras y revoluciones -la cubana, la nicaragüense-, fue notablemente difícil. Tanto que condicionó y sesgó la visión del siglo XIX.

Todo este cóctel historiográfico empezó a cuestionarse desde fines de los sesenta y con resultados muy visibles desde los noventa del siglo XX. La profesionalización de la historia, el aumento de estudiantes y centros universitarios, el crecimiento de programas de doctorado en historia en las universidades latinoamericanas, la mejora sustancial del acceso a las fuentes, entre otros factores, hizo que este pesado legado histórico nacionalista, y también dependiente de las ciencias sociales, empezara a quebrarse.

Y llegó 2021. Estamos en la “segunda ola” bicentenaria de las independencias latinoamericanas con el protagonismo de Perú, México y Centroamérica más Panamá y a un año del bicentenario de la independencia de Brasil. A diferencia de 2009-2011, en donde se conmemoró el bicentenario de las independencias de buena parte de los países latinoamericanos, en esta ocasión no hay una “carrera” de los distintos gobiernos por demostrar qué países fueron los primeros. Tampoco existe -que sepamos- un dilema político, con sustrato económico, del Gobierno español por clarificar, tras 200 años, su posicionamiento diplomático en los bicentenarios -el lema gubernamental español en aquel entonces fue “acompañar”-. Aunque es digno de mención el apoyo de Acción Cultural Española a la colección Sílex Ultramar y sus volúmenes correspondientes a los distintos bicentenarios.

No ha sido, y no es, tarea fácil escribir o reescribir la historia de las independencias. Al cometido, muchas veces ingrato e incómodo, de desnacionalizar el pasado, lo es también el desligarse del presente, no solo por cuestiones de análisis histórico, sino por compromiso político y social. Un presente latinoamericano que sigue condicionando, y mucho, su pasado. Y, además, se le suma el uso político de la historia que se alborota cuando llegan estas conmemoraciones. Más en el caso de los Bicentenarios. No hay casi conmemoración que desde el poder se intente adecuarla a sus intereses de turno, reacomodando acontecimientos o reinterpretaciones del pasado no solo desde un presentismo antagónico con un análisis histórico riguroso -tiempo y espacio, como menos- sino también con una serie de contrafactuales imperativos que desde una visión lineal de la historia hacen responsables o deudores a sociedades actuales. O, todo lo contrario. Como ejemplo sirva el Bicentenario del Trienio Liberal que está pasando casi inadvertido, si no fuera por la iniciativa de algunas universidades, ayuntamientos y la Secretaría de Estado de Memoria Democrática.

Con todo se constata, desde hace más de una década, un gran avance de los estudios sobre los procesos de independencia americanos. Y ello debido a varios factores. En primer lugar, hay una conjunción intergeneracional de valiosos historiadores e historiadoras latinoamericanos y latinoamericanistas que, con denodados esfuerzos y muchas veces en condiciones adversas, están prácticamente reescribiendo una historia desde parámetros analíticos y críticos, desnacionalizada, que aborda desde los campos sociales-económicos hasta los ideológicos y políticos. En segundo lugar, es constatable la presencia de muchos y buenos estudios regionales que al tiempo que ponen en cuestión el centralismo interpretativo que ha presidido las historias nacionales, ofrecen un panorama más rico y diverso del proceso histórico. En tercer lugar, la aparición y consolidación en la agenda de investigación de estudios sobre sectores sociales populares, étnicos y raciales, omitidos y opacados durante mucho tiempo. Con su protagonismo, con su discurso paralelo o alternativo al que acabó triunfando, se pone en cuestión la exclusividad de seguir dibujando un mapa de causalidades y protagonistas blancos, bien coloniales bien metropolitanos. Y, en cuarto lugar, la presencia de notables estudios que se ocupan de la historia de la mujer, tanto en el ámbito privado como en el público, sus actividades, su relevancia, destacando tanto las investigaciones biográficas como colectivas.

Todo ello no es una casualidad. En las últimas décadas ha habido una intensa renovación, a la vez que fortalecimiento, de la historiografía latinoamericana y latinoamericanista en general, y en particular sobre esta temática. También para el caso español. Y uno de los ejemplos se puede constatar en la última década, al menos, en la propia Asociación Española de Americanistas y el impulso al que ha contribuido su junta directiva.

Dejemos pues las celebraciones al libre albedrío, particular u oficial, pero sigamos conmemorando, es decir, analizando e interpretando las independencias americanas, sin omisiones ni exclusiones. Pero desde una Historia científica, con un método propio, que deje de juzgar el pasado y que nos traslade sus resultados a partir de la indagación de las fuentes primarias y apoyándose en las secundarias, de uno de los procesos históricos más importantes de la Historia Contemporánea Universal de la primera mitad del Ochocientos.

Manuel Chust es historiador de la Universidad Jaume I de Castellón (España) y miembro corresponsal internacional de la Academia Mexicana de la Historia.

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