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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Disimular la preocupación constante, un arte prioritario de los padres

Por hacer lo imposible para proteger a los hijos, los padres no enferman, no lloran ni tienen miedo porque los niños son esponjas que captarán la emoción más compleja y, sin entenderla, cargarán con una frustración y pena que no les pertenece

Preocupación hijos
Los padres no podemos tener nunca más miedo que los hijos, idealmente no debemos tener ningún miedo.Halfpoint Images (Getty Images)
Ana Vidal Egea

Los padres no podemos morir nunca. Ese es un acuerdo tácito que firmamos con nuestro subconsciente y al que nos comprometemos con mente y corazón desde el momento en que nos convertimos en padres. Los coches, motos, barcos, bicis, aviones y demás medios de transporte que utilizamos para desplazarnos no pueden jamás estrellarse. No podemos tampoco enfermar gravemente, de hecho no podemos enfermar de nada que nos postre en una cama ni tan siquiera un día. No podemos sufrir ictus ni paradas cardíacas. También se descartan los accidentes que nos inmovilicen o nos limiten de algún modo (caídas, quemaduras, atropellos, choques). A los padres no nos pueden secuestrar, no podemos desaparecer ni perder el trabajo. No nos pueden robar ni desahuciar.

Los padres no podemos tener nunca más miedo que los hijos; idealmente no debemos tener ningún miedo. No podemos temblar. No podemos sufrir mareos, estados alterados de conciencia, confusión; ni dejarnos arrasar por ninguna pena que dure mucho tiempo. No podemos caer en ninguno de los siete pecados capitales, tampoco podemos olvidar, ni mentir, ni llegar tarde. A los padres no nos pueden dar crisis de ansiedad, ataques de pánico o similares. Tampoco podemos sufrir de ciática, dolor de muelas o espalda, migrañas o cualquier desavenencia que repercuta directamente y mal en nuestro carácter, ensombreciendo también el tono de nuestras conversaciones.

No podemos, bajo ningún concepto, desmayarnos. Podemos llorar de alegría siempre que queramos, pero hemos de racionalizar el llanto por tristeza y llorar solo un poco cuando esté muy justificado. No podemos estar a merced de los excesos o adicciones de ningún tipo. Ni mucho menos dejarnos llevar por el comienzo de una crisis existencial. No podemos derrochar nuestra energía, que es valiosa y limitada.

Los padres no podemos insultar, tampoco gritar ni discutir de una forma que no sea suave y constructiva. Debemos contar con recursos para canalizar tanto el estrés como el dolor para que, llegado el momento, la situación no nos desborde. Debemos evitar como sea aquellos comportamientos viciados como la queja, el victimismo, la manipulación inconsciente. Para prevenir el contagio, disimular la preocupación constante se convierte en un arte prioritario, especialmente cuando los hijos son menores de edad. Aquellos padres que puedan ocultar, que hagan del ocultamiento su mejor maestría.

Los padres no podemos tampoco enfermar gravemente, de hecho no podemos enfermar de nada que nos postre en una cama ni tan siquiera un día.
Los padres no podemos tampoco enfermar gravemente, de hecho no podemos enfermar de nada que nos postre en una cama ni tan siquiera un día.NoSystem images (Getty Images)

Los niños son esponjas que captarán la emoción más existencial y compleja y, sin entenderla, cargarán con una frustración y una pena que no les pertenece tratando de mitigar la emoción de los padres, de curarnos, de salvarnos. Y así empezará su herida. Para cumplir con la responsabilidad de hacer lo imposible por protegerlos, las clases de actuación ayudan y también los bailes de máscaras.

Los padres no podemos dejarnos abatir por la incertidumbre ni por la desesperación a causa de la guerra, los resultados electorales, el cataclismo medioambiental, la negligencia, el conflicto racial o las millones de injusticias que ocurren a diario y que la sociedad normaliza. Tenemos que impermeabilizar el corazón como si nos pusiéramos un chaleco antibalas cada vez que despertamos. Tampoco nos puede mermar la traición, la mezquindad, la humillación, la mediocridad, el rechazo o la falta de generosidad en las relaciones interpersonales. De nosotros ha de emanar una luz incombustible, un amor sólido, incondicional y fortísimo, que pueda con todo siempre y que nos convierte en mástil, en roca, en abrazo, en madre o padre. En el refugio atemporal que, al margen de lo que pase en el mundo, hace que la vida merezca la pena.

Los padres no podemos morir nunca.

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Sobre la firma

Ana Vidal Egea
Periodista, escritora y doctora en literatura comparada. Colabora con EL PAÍS desde 2017. Ganadora del Premio Nacional Carmen de Burgos de divulgación feminista y finalista del premio Adonais de poesía. Tiene publicados tres poemarios. Dirige el podcast 'Hablemos de la muerte'. Su último libro es 'Cómo acompañar a morir' (La esfera de los libros).
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