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Crianza
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Si un bebé molesta con su llanto en un avión, o uno se calla u ofrece ayuda a sus padres

La biología de los más pequeños es inteligente y sumamente eficaz: llora para que el adulto que haya cerca reaccione y le ayude. Y en un vuelo esa suele ser su respuesta al desagradable taponamiento de los oídos

Bebe avion
Los bebés y los niños tienen que estar protegidos por la ley, es decir, nadie puede cuestionar que se suban a un avión.Karl Tapales (Getty Images)

“Si el bebé grita, pues yo también grito”. Esta frase fue pronunciada por un hombre que, en pleno vuelo, sacó a pasear toda su ira, falta de educación y empatía y cuya escena fue grabada por otro pasajero, subida a TikTok y que se ha convertido en viral —la publicación cuenta con más de 8.000 comentarios—. Nada nuevo bajo el sol. Lo de los adultos que protestan por el llanto de un niño.

Tengo tres hijos de 12, 10 y 5 años. El pequeño, además, es autista, lo que significa que obedece entre poco y muy poco, aunque a veces tengo suerte. Cuando he viajado con los tres en un avión, que han sido unas cuantas veces, he advertido a mis vecinos de delante, de detrás, de los lados y proximidades de la circunstancia de mi hijo menor. Siempre he obtenido así la comprensión por adelantado, aunque, en honor a la verdad, el de cinco nunca ha llorado en un trayecto. Ha ido pintando o mirando por la ventanilla, metido en su mundo y disfrutando. Otro cantar han sido las de 12 y 10, cuando siendo más pequeñas (ahora se portan bien) tuve que lidiar con más de una pelea entre ambas porque “yo quiero sentarme en la ventanilla” o “yo quiero estar al lado de mamá”. En fin, todas esas cosas que le pasan a todos los niños del mundo. Si estás leyendo esto y tienes hijos, sabrás de qué hablo.

Vaya por delante que a mí me molestan mucho los niños maleducados, los que se pasan, por ejemplo, en un viaje de tren todo el trayecto corriendo de vagón en vagón, gritando e importunando al resto. Me molestan, más que ellos, sus padres que no ponen coto a ese comportamiento. Pero me estoy refiriendo, como es lógico, a niños con capacidad para entender qué está bien y qué no.

Ahora bien, un bebé es una cosa bien distinta. Todos (o casi todos) sufrimos el desagradable taponamiento de los oídos cuando el avión comienza a subir. Los adultos tenemos maneras de aliviar esto como pueden ser unos caramelos, beber agua o —lo que no se debe hacer pero que hacemos (yo al menos)— la consabida acción de taponarte la nariz y soplar con la boca cerrada estirando bien los carrillos. El caso es que tenemos recursos. Un bebé, no. Porque no habla. Y como no habla, pues llora. Así de sencillo. Y sí, su llanto es molestísimo. Y lo es precisamente porque la biología lo ha diseñado así de manera inteligente y sumamente eficaz: molesta para que el adulto que haya cerca reaccione y solucione el problema que le pueda estar pasando a la criatura.

Si me pongo a pensar en la lista de cosas que me molestan no tengo más que enumerarlas. En general, me cae fatal la gente que habla a gritos, sobre todo cuando te arruina tu momento de paz leyendo el periódico un domingo al sol mientras te tomas el aperitivo. También me molestan aquellos que al hablar te tocan el brazo como si así fueras a escuchar mejor. O quienes no respetan tu espacio personal y te invaden. O los que te interrumpen o te cuentan su vida con pelos y señales después de que les preguntes: “¿Qué tal todo?”. Pero como en esta vida conviene mejor no decir todo lo que uno cree, básicamente para no ir por la vida enfadándote todo el rato, pues me callo. Y me callo y me enervo y termino cabreada. Pero callada. Justo lo que este pasajero no hizo porque es un maleducado. Tampoco hay que darle más vueltas.

Pero ya que estamos con este tema podemos hablar de la niñofobia que hay en la sociedad. Es muchísimo mejor tolerado un perro que un bebé. En cualquier ámbito, además. Y a mí me molesta bastante más un can que ladra que un niño que llora. Y, sobre todo, me deja muy sorprendida que la sociedad haya animalizado a los humanos y humanizado a las mascotas. Porque tener una mascota hoy en día es síntoma de ser lo más y lo mejor mientras que tener, por ejemplo, tres hijos, como servidora (y que tampoco son tantos), se mira con recelo. Todavía si esas personas me ayudaran a pagar los colegios de las criaturas compraría sus miradas, pero como no es el caso…

Me considero una gran defensora de la libertad de un empresario y no me escandaliza que haya establecimientos donde esté vetada la presencia de la infancia. ¿Hoteles sin niños? ¿Y por qué no? Hay que asumir que a algunas personas no les gustan. No pasa nada. Yo, si puedo elegir, escojo un hotel sin mascotas. Y si alguien me tacha de intolerante por ello tampoco es que me importe mucho. Pero un avión suele ser una elección por obligación. Y ahí los bebés y los niños tienen que estar protegidos por la ley, es decir, nadie puede cuestionar que se suban a uno.

Si te toca un niño maleducado, mala suerte. Como mucho podrás advertirle al padre o madre, de manera educada, que haga lo posible por controlar que no dé mucho la vara, pero no ponerte en modo “pues me enfado y no respiro” y gritar más que el niño. ¿Y en el caso del bebé? Ahí no hay discusión posible. Si eres una persona empática te puedes levantar y darle palabras de ánimo a esos padres que seguro que lo están pasando peor que tú y ofrecerles ayuda si es posible y la aceptan. Y, sobre todo, mantener el pico cerrado porque un bebé no es una persona que llore por fastidiar como tampoco lo es un anciano que ha perdido sus facultades cognitivas y puede ponerse a gritar. Al fin y al cabo todos hemos sido bebés y algún día seremos ancianos, que también es otra parte de la población que suele molestar a algunos y esto, como con la infancia, habría que hacérselo mirar.

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