“Déjame aquí, que ya voy solo hasta la puerta”. ¿Todos los hijos se avergüenzan de sus padres?
Los síntomas del paso del amor a la indiferencia o a la lejanía son pequeños, pero progresivos y constantes. Pero ese rechazo familiar se irá cuando pasen las distintas fases de la adolescencia o en momentos más pragmáticos
“Déjame aquí, que ya voy solo hasta la puerta” es una frase comodín que le puedes decir a un taxista para ahorrarte 50 céntimos en un semáforo tonto. Pero también es lo que te acabará soltando tu hijo cuando os acerquéis al colegio. Sí, ese mismo niño que hasta hace nada se te abrazaba como una sanguijuela en la puerta del centro escolar porque no podía separarse de ti en ningún momento. Hay muchos vídeos melancólicos en Instagram avisando de lo rápido que pasa el tiempo y de la fugacidad con la que tu bebé se convertirá en adolescente, pero hay pocos vídeos que recuerden a los padres lo poco que falta para que esa personita se avergüence de ti.
Por supuesto, me estoy refiriendo a esa vergüenza propia de la edad cuando quieren ser mayores antes de tiempo, buscando más independencia y una identidad propia. O sea, una vergüenza familiar típica, llevadera y generalizada. No hablo, por tanto, de situaciones traumáticas basadas, por ejemplo, en pobreza extrema, adicciones, maltratos y otros comportamientos peligrosos o aberrantes.
Los síntomas de este paso del amor a la indiferencia o a la lejanía son pequeños, pero progresivos y constantes. Primero serán expresiones faciales, más o menos graciosas, reaccionando a tus comentarios, esas frases que objetivamente son brillantes y chispeantes. Esas mismas caras de asco se repetirán cada vez que intentes hacer una foto familiar, para que quede constancia durante toda la eternidad de la gran incomodidad que le supone a tu preadolescente posar medio minuto con la familia que lo quiere. Luego vendrán gritos frustrados de “papaaaaaaá” o “mamaaaaaá” cuando les digas algo a sus amigos que están jugando en tu propia casa. Quizás los amigos te encuentren fascinante a ti y todo lo que comentas, pero para tus descendientes será como si te estuvieras rebozando heces por la cara. Y, por último, llegarán los movimientos ninja para hacerte la cobra y apartarse de ti cuando le quieras abrazar, besar o, simplemente, darle la mano en público.
Ahora padece el virus de la vergüenza ajena y solo puede curarlo la distancia social, como en la pandemia. En momentos así, intentarás razonar con tu hijo, argumentando razones sensatas por las que debería estar orgulloso de ti y proclamarlo a los cuatro vientos… pero no te escuchará (y, a veces, incluso se tapará los oídos para que veas que realmente no quiere escucharte). Tampoco servirá de nada recordarle que hace relativamente poco era él el que montaba numeritos en público, gritando, pataleando y llorando en la calle o en medio del supermercado. Y que, pese a todo, tú le abrazabas y estabas a su lado, aunque todos los desconocidos y hasta la cajera te taladraran con la mirada.
¿Son nuestros hijos ingratos por comportarse así, después de todo lo que hacemos por ellos? Cada familia sabe la respuesta correcta. Lo cierto es que a ti te duele, pero seguro que tú también te portaste así de pequeño o de joven. ¿Acaso cuando alguien que no conocía a tus padres te preguntó “¿quiénes son esos de allí?” no se te escapó un “unos conocidos” o simplemente el gran comodín cuando no quieres explicar demasiado: “unos”? Es el ciclo de la vida…
Y esto pasa con los padres caóticos, mal vestidos y llenos de pequeños dramas, sí, pero también con los guapos, simpáticos y elegantes. Todo niño se acostumbra a cualquier situación y posteriormente quiere separarse de ella, simplemente porque es la suya y no la de otros.
En el cole de mi hija le llaman cringe (según la RAE, podría traducirse por vergüenza ajena o grima). Cringe suena al Grinch que se carga la Navidad y, a su vez, se carga el buen rollo familiar. Como tarde o temprano lo sufren casi todos los críos, te queda el consuelo de que mientras tu hijo te mira con los ojos en blanco, si les preguntaras a sus compañeros de clase casi todos te preferirían a ti antes que a sus propios padres, que les provocan su correspondiente ración de cringe.
Visto con perspectiva, estos rechazos familiares son etapas que suelen superarse con el tiempo. Eso sí, hay una gran distancia entre la vergüenza ajena y la desgana vital de la preadolescencia y adolescencia y la rabia y el odio de según qué chavales a según qué padres, que son casos graves que necesitan apoyo de expertos. La primera situación, que es la que nos afecta o afectará a la mayoría, es más o menos llevadera, pero siempre marcando unos límites y sin tolerar faltas de respeto. Con humor y empatía, podemos ponernos en el lugar de nuestros hijos y a la vez ayudarles a reflexionar sobre cómo nos sentimos nosotros cuando se apartan física o verbalmente de nosotros. Hay que conseguir un entendimiento mutuo para seguir funcionando como familia. Y sí, también podemos poner de nuestra parte y rebajar un poco lo que más les moleste, porque, en el fondo, quizá muy en el fondo, sabemos que algunos comportamientos, si los hiciera otra persona, también nos darían vergüencita.
Al final, la vergüenza viene, pero se irá cuando pasen las distintas fases de la adolescencia, o quizá en momentos más pragmáticos, como cuando necesiten un coche o pagar un máster. O simplemente llegará un día en que los críos vean lo complicada que es la vida adulta y piensen: “Pues mis padres no estaban tan mal”… Mientras ese momento llega, mucha paciencia.
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