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Por qué los niños tienen que aprender a gestionar la culpa o la vergüenza

Las emociones autoconscientes son fundamentales en las relaciones sociales. Cuando aparecen, los padres deben acompañarlas, legitimarlas, ponerles nombre y enseñar a sus hijos a manejarlas

Las emociones son el primer espejo donde se reflejan los comportamientos de los niños.
Las emociones son el primer espejo donde se reflejan los comportamientos de los niños.Nils Hendrik Muller (Getty Images/Image Source)

Quién no ha garabateado en la pared de alguna habitación, golpeado alguna de las figuritas colocadas sobre la mesa del salón mientras jugaba con el balón o empujado a un amigo en un momento de enfado cuando era niño, para negar posteriormente a sus padres su participación en cualquiera de esas acciones al ser preguntado al respecto. La forma en que se asume la responsabilidad ante cualquiera de estos actos durante la infancia depende de emociones como la culpabilidad o la vergüenza, que están asociadas a nuestro desarrollo como personas y nos ayudan en nuestras relaciones sociales. Son las emociones autoconscientes: “Emociones plenamente sociales y relacionadas con el sentido del yo. A través de ellas tomamos conciencia de que lo que hacemos tiene un reflejo en los demás y genera una reacción en ellos”, comenta el psicólogo Miguel Marino Rey, del Centro de Psicología Ínsula.

Esas emociones no aparecen de forma innata, al igual que sucede con otras como la tristeza, el enfado o la alegría. Muchos autores las denominan emociones secundarias o derivadas de transformaciones de otras emociones más básicas. “Un niño menor de dos años no identifica emociones por sí mismo ni es capaz de diferenciar unas de otras”, explica Elena Pérez Llorente, psicóloga clínica en el Hospital Universitario Infantil Niño Jesús. “Las emociones autoconscientes serían aquellas que aparecen cuando los padres empiezan a enseñar a sus hijos que hay otros niños y adultos con los que hay que convivir”, prosigue, “y que el niño no está solo y no puede hacer todo lo que quiera”.

Estas emociones son fundamentales para el desarrollo del carácter porque tienen un papel esencial en la capacidad para vivir en sociedad. “Son el primer espejo donde se reflejan los comportamientos de los niños y, según se gestionen el desarrollo de la culpa, la vergüenza o el orgullo, dispondrán al menor de poseer ciertas habilidades para manejarlas”, añade Marino.

El pasado mes de julio, un equipo del Instituto de Investigación sobre Desarrollo y Educación Infantil de la Universidad de Ámsterdam publicó el artículo Socialización parental de la culpa y la vergüenza en la primera infancia [Parental socialization of guilt and shame in early childhood, en inglés]. En él se afirma: “Durante la primera infancia, los padres desempeñan un papel crucial en la socialización de las emociones autoconscientes de los niños”. La investigación, publicada en la revista Nature, también recoge que aquellos progenitores que utilizaron un lenguaje y un comportamiento más cercano y afectuoso con sus hijos facilitaron que estos afrontasen y comprendieran más fácilmente que trasgredieron una norma social y/o causaron daño a otra persona, lo que los lleva a intentar reparar la relación ayudando a la persona perjudicada.

En la gestión y regulación de la culpa o la vergüenza el papel de los padres es determinante. “Estas emociones generan una gran activación en los pequeños y los padres cumplen una función primordial a la hora de ayudarles a generar estrategias para una correcta regulación, aportando seguridad en el vínculo”, sostiene Marino. Para que los niños consigan hacer una adecuada gestión de este tipo de emociones, los progenitores deben permitir a sus hijos sentirlas y no extinguirlas viviéndolas como emociones negativas que no pueden aparecer: “Por eso, es fundamental que los progenitores puedan acompañarlas cuando aparecen, reconocerlas, ponerles nombre, legitimarlas y enseñar a manejarlas”, afirma Pérez Llorente.

Una manera de afrontar su aparición en los hijos es educando a través de la palabra. Así aprenden la manera en que los padres expresan, resuelven y manejan estas emociones autoconscientes. “Alrededor de los dos años, los niños adquieren cierta autonomía, empiezan a interactuar más con sus iguales e identifican que hay otros diferenciados de ellos, que no todos son iguales. Empiezan a interiorizar más las normas, momento en que las relaciones no se circunscriben exclusivamente al terreno de lo familiar y de lo íntimo, y aparece más el espacio público coincidiendo con el control de esfínteres”, continúa la psicóloga.

Las emociones autoconscientes son necesarias, delimitan al niño y sirven para crear lazo social, siempre y cuando no haya un exceso que podría llevar a una dificultad para las relaciones interpersonales. Si esto ocurre, no se puede hacer una buena vinculación. “Tanto en la culpa como en la vergüenza, si hay un exceso, serán niños que no toleren nada negativo que se les señale y tendrán dificultad en la tolerancia a la frustración y los límites”, incide Pérez Llorente. Según aclara la psicóloga, se trata de emociones que se dan en la medida en que los niños se van relacionando con otros niños y van entrando en el escenario social, y añade que son necesarias para poder integrarse y adaptarse a la vida social: “Es decir, tienen un componente adaptativo, por lo que tanto si se dan en exceso o en defecto pueden afectar a la capacidad adaptativa del menor”.

Por lo tanto, alcanzar el equilibrio entre la culpa (que nos lleva a comportamientos prosociales, dirigidos a los demás) y la vergüenza (al retraimiento y la evitación de contacto social), según Marino, ayuda al proceso reflexivo sobre uno mismo y los demás y mejora la capacidad para adaptarse a diferentes estilos de personas.

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