Y la señora Manoli triunfó en el sorteo más atípico
La Lotería de Navidad se celebra sin público por primera vez en su historia
En Madrid siempre hay gente con fe. Juan Manuel López, de 39 años, se ha disfrazado de obispo y está a las seis de la mañana delante del Teatro Real. Sobre sus pantalones vaqueros se ha colocado un traje rojo, impoluto, con guirnaldas doradas y hasta con una mitra cristiana a juego. “Hay que venir preparados. Me gusta repartir suerte”. López, por lo que sea, de repente tose. Y este año cuando alguien tose se produce el silencio: pequeñas situaciones incómodas. “Estoy bien, estoy bien”. La Iglesia a veces ofrece explicaciones sin pedirlas. No hay que olvidar que la nueva cepa del Reino Unido tal vez puede haber salido de un confesionario.
― Padre, usted también ofrece…
― Por supuesto. Las tengo aquí para cuando me entra hambre.
El público del sorteo de la Lotería de Navidad es muy especial. Familias, grupos de amigos, jóvenes, adultos, mayores, niños. Todos madrugan por lograr un sitio en la primera fila del Teatro Real. Este año pandémico no ha venido nadie. Bueno, dos personas. El obispo López y Manoli, una señora de 83 años que se ha disfrazado del bombo de la lotería. La fe y la suerte van de la mano siempre. “Conozco a Juan de hace años”, cuenta Manoli con unas gafas ya empañadas por la mascarilla. Que se haya encontrado la vacuna y no se hayan diseñado unas mascarillas especiales para la gente que usa gafas… tiene narices, pero eso es otra historia. “Yo soy Manoli, pero más bien, la otra Manolita”, observa, como puede.
El gentío, encarnado en ellos dos, confiaba en que le dejaran entrar a última hora, que se produjera el milagro, como cuando allá por 2019 te hacías amigo del segurata de un pub a las cuatro de la mañana. Qué tiempos. Un agente de seguridad del Teatro Real, robusto y con el rostro muy serio, lo confirmaba minutos después. “No, no van a entrar. No va a entrar nadie”. Así se custodia la suerte en España. “No nos dejan, pero ya vendrá la prensa cuando nos toque”, ríe ajeno el obispo López.
Es un día triste en el patio de butacas. Solo ha venido la prensa. Ni siquiera Raphael, que hoy tenía el día libre después de tocar ante 7.000 personas. Un tamborilero de los suyos entre tabla y tabla o cada 10 o 12 miiiiiiil euros no hubiera estado de más, las cosas como son. Pero no. Al final han venido una treintena de periodistas. Radios, televisiones y periódicos. Este martes, los ruidos, sin gente y con los asientos rojos de la platea vacíos, han cobrado más fuerza que nunca. Suenan portazos, el crujir de la madera, los cuchicheos, los movimientos de los trípodes, las caídas de auriculares… La otra cara del sorteo que siempre está, pero que nunca se oye por el bullicio del público. Hoy ha sido una mañana sosa, para qué engañarse.
De repente, un señor menudo con auriculares negros camina por el escenario. Es el hombre encargado de probar los micrófonos del Gordo, por donde hablarán después los 20 niños de San Ildefonso. “Probando. Un, dos, tres, cuatro. Vale, voy a por el tres. Bueno, me voy al dos”. La gente, sin gente, se aburre. “Voy ahora al de presidencia. Un, dos, tres, cuatro”. Hay que tener cuidado cuando se prueba. Llegar hasta cinco siempre tiene sus riesgos. Tras él, un hombre y dos mujeres pasan la aspiradora por la moqueta beige a todo trapo a ritmo de Rod Stewart. Todo listo. Llegan los premios.
Las bolas las custodia un ejército de 20 personas, para que luego digan los antivacunas que esto está amañado. En directo, al moverse, suenan como a una breve tormenta de granizo. A unos 30 metros de los bombos dialogan Carlos, de 24 años, María, de 19, Citri, de 52, y Raúl, de 55; los sanitarios que han venido por si pasa algo. Se han apuntado voluntarios. Han madrugado a las cuatro de la mañana.
— ¿Alguna intervención?
— Sí, una tirita. Un hombre que se ha cortado en la cara al afeitarse.
Al sorteo hay que venir impoluto, ya lo saben los obispos. Arriba, en la segunda planta, los palcos han sido conquistados por las radios. Un par de azafatas comentan lo que sucede en el escenario en una de sus puertas:
— Lo de soltar las bolas lo tiene que vigilar un notario.
— Sí, lo vigilan todo.
— ¿A ti te ha tocado alguna vez?
— No nos ha tocado nunca, pero siempre nos toca algo.
Aquí se produce un silencio. Esta frase la escucha Campofrío y te hace un anuncio. “Al Gordo, me refiero”, explica luego. Son Mercedes Álamo, de 27 años, y Vera Cerezo, de 24. Una veterana y una novata del sorteo. “Cuando se cayó la bola el año pasado tuvimos mucho lío, la gente se pensaba que había tongo”. La conversación sigue:
— Es difícil un tongo aquí…
― Buenooo, eso es imposible. A mí me encantaría meter la mano entre todas las bolas.
― ¿Quién presenta esto?
― No se presenta. Van hablando.
El sorteo más atípico ha transcurrido como siempre: con los famosos miiiil euros y con los décimos que nunca compras. Sin ruido, sin trasiegos, sin prisas, sin cafés, sin churros. Y sin apenas aplausos entre los pinchos morunos de bolas. El revuelo lo trajo el Gordo, pero el ambiente estaba fuera. A Manoli, la señora de 83 años que no habían dejado entrar y que se había disfrazado de bombo, le habían tocado 6.000 euros. “¡Y a mi hija!”, sonríe entre las cámaras. Ya lo dijo el obispo López. “No nos dejan entrar dentro, pero ya vendrá la prensa cuando nos toque”.
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