La incógnita del voto árabe: una comunidad diversa, compleja y decepcionada con Biden y Harris
El apoyo a Israel de la Casa Blanca provoca una previsible fuga de votos en Míchigan, un Estado que ha votado tradicionalmente demócrata y que resulta determinante para el resultado final en noviembre
Con una kufiya sobre los hombros, la abogada Sahar Faraj lanza llamaradas de rabia por los ojos. Nacida y criada en Míchigan, se identifica solo como palestina y arremete visceralmente contra las elecciones del 5 de noviembre. La entrevista se desarrolla en Dearborn, epicentro de la comunidad árabe de EE UU, en vísperas del primer aniversario de la guerra de Gaza. “La voz de la comunidad árabe es un grito de dolor, de gente que solo desea ayudar a sus familias allí. Así que sí, es cierto que se celebran elecciones, pero más importante es que se está produciendo un genocidio. No podemos hablar de otra cosa que de nuestros familiares asesinados gracias a la ayuda militar [a Israel] que pagamos con nuestros impuestos, y eso es tremendamente doloroso”.
Faraj, fundadora del movimiento Collective Return, por el regreso de los refugiados palestinos, promueve activamente la campaña Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) contra Israel en los comercios locales —”pedimos a los dueños que retiren los productos sionistas de sus estantes”— y, sobre todo, rehúsa revelar su intención de voto. “Tengo la ciudadanía, nací aquí. Pero soy palestina. Tal vez muchos de mis conciudadanos voten a [Donald] Trump, otros más a Kamala [Harris], como varias amigas mías, además convencidas, y el resto a nadie, o a un tercer candidato, pero yo lo que haré el 5 de noviembre será seguir organizando a mi comunidad, con protestas, manifestaciones… Es más importante poner fin al genocidio que votar”.
Por primera vez en un ciclo electoral, la comunidad árabe estadounidense —medio millón de personas en Míchigan, entre 3,5 y 4 millones en el país, según fuentes oficiosas— tiene voz, además de voto. Aunque está muy lejos de ser un bloque uniforme —hay cristianos, musulmanes, refugiados recientes de Irak o Yemen y familias arraigadas hace generaciones; ricos y pobres—, las guerras de Gaza y Líbano la han catapultado a los titulares por el impacto que su voto pueda tener en el resultado nacional en noviembre. La comunidad dejó constancia de su malestar en las primarias demócratas, con un sonoro voto de castigo a Joe Biden por su apoyo a Israel: los 100.000 votos de la iniciativa Uncommitted (No comprometidos), que se multiplicaron luego en otros Estados. Aunque ya no como movimiento organizado —se ha dejado libertad de voto a sus seguidores—, una décima parte de aquel resultado bastaría para torpedear las expectativas de victoria de Kamala Harris en noviembre.
La empresaria, abogada y activista Soujoud Hamade, de origen libanés, despliega la sempiterna hospitalidad árabe en un precioso café, uno de los negocios de una comunidad cada vez más pujante que exporta sus éxitos al resto del país: la eclosión de cafés yemeníes en Nueva York es un ejemplo. “Dearborn ha sido históricamente demócrata, pero parece como si la Administración no reconociera que este es un Estado vital, con unos 200.000 votantes [árabes] registrados, o puede que lo sepan, pero intentan sortearlo porque saben que han perdido nuestro voto… Por eso ves a Harris presumir del apoyo del republicano Dick Cheney, que fue vicepresidente de Bush y participó en una guerra. ¿Cuándo se han convertido los demócratas en el partido de la guerra? Los demócratas de Dearborn no queremos eso”, explica Hamade, que atribuye a la presión e influencia de los lobbies proisraelíes la condición de “rehén” de la Casa Blanca.
Matthew Jaber Stiffler dirige el Centro para las Narrativas Árabes del Museo Nacional Árabo-estadounidense, en Dearborn. Por su carácter de organización sin ánimo de lucro, se disculpa por no poder abordar cuestiones electorales, pero precisamente por eso aporta la voz más templada al debate. “Cuando hablamos de la comunidad árabe americana de Dearborn o del área metropolitana de Detroit, que son similares, lo hacemos de una comunidad que tiene más de un siglo de antigüedad, y que está en continuo crecimiento. Es muy diversa por orígenes geográficos (Líbano, Palestina, Yemen, Siria, Irak, Sudán, Egipto) y religiosos. Hay familias que llegaron hace cinco generaciones y gente que llegó la semana pasada. Por su diversidad, es muy difícil de resumir, pero podríamos decir que no todos son musulmanes, no todos son inmigrantes y que todos han llegado por razones diferentes”. Los primeros, allá por los años veinte del siglo pasado —aunque Jaber Stiffler retrotrae su presencia a 1890, “cuando Dearborn aún no existía”—, fueron libaneses atraídos por los trabajos de la pionera industria del motor, con Ford a la cabeza. Muchos de los que llegaron después lo hicieron huyendo de la guerra.
El principal elemento que aglutina esa diversidad es la causa palestina, de ahí la petición de responsabilidades a la Administración de Biden por su apoyo a Israel. “Siempre que hay guerra o bombardeos en sus países de origen, ya sea Yemen, Irak o Líbano, como ahora, tienden a unirse y olvidan sus diferencias políticas, regionales o religiosas. Esto se ve en el caso de Gaza: el actual movimiento por Palestina, a nivel local y nacional, es el más sostenido en la historia de EE UU”.
Sentado en la biblioteca del museo, un nostálgico y divulgativo recorrido por la gran diáspora árabe, Jaber Stiffler recuerda el germen de los Uncommitted. “Las primarias demócratas han sido el catalizador de un movimiento que se remonta a la campaña de Bernie Sanders en 2016, cuando muchos árabes empezaron a postularse para cargos locales, estatales y federales”, explica. Esa progresión fue empoderando a la comunidad. “Puede que no sean un bloque homogéneo de votantes, pero son muy conscientes de que son los suficientes para tener un impacto”.
Resulta imposible asumir, en una comunidad tan amplia, que todos voten de la misma manera, y esa será otra de las incógnitas en noviembre. Jaber Stiffler cifra en medio millón su número en Míchigan, “y alrededor de cuatro millones en todo el país, aunque el censo rebaja las cifras, así que oficialmente te dirán que en Míchigan hay unos 300.000 y en todo EE UU, entre 2,5 y tres millones”. Los 200.000 registrados para votar en Míchigan permiten infinitos cálculos en un Estado que en 2016 se decidió por 10.000 papeletas, las que sacó de ventaja Trump a Hillary Clinton.
Los electores se debaten pues entre múltiples opciones: apoyar a Harris, aun con la nariz tapada, para evitar la reelección de Donald Trump, de quien muchos recuerdan el veto que impuso a ciudadanos de varios países musulmanes en 2017, tras llegar a la Casa Blanca. O apoyar al republicano, una opción factible entre los cristianos, como los caldeos iraquíes o los coptos egipcios. “No estoy de acuerdo con el aborto, tampoco con muchas cosas relacionadas con el género, son demasiado modernas y revolucionarias a mi juicio y creo que pueden ser muy perjudiciales para los menores que no tienen formada una opinión sobre el sexo, por eso voy a votar a Trump, y también porque tiene la mente empresarial precisa para gestionar la economía. Durante su mandato no hubo inflación”, cuenta el cristiano Jamul, que llegó de Egipto hace 15 años, en el parking en el que trabaja de supervisor en Detroit.
La opción del tercer partido, el Verde, liderado por Jill Stein, es para muchos un voto perdido —o una ayuda extra para Trump—, pero para otros encierra el estímulo necesario para un cambio político. “Mucha gente dirá que es un voto desperdiciado, pero los cambios no se producen de la noche a la mañana. Nuestro país necesita una reforma política, votar al menor de dos males ya no nos basta, porque ambos partidos son establishment y están supeditados a los grupos de presión y los intereses corporativos”, subraya Hamade.
Sentado en la terraza de otro café —cómo no— yemení, Hassan Jaber, veterano activista y compañero de viaje de los Uncommitted, abunda en la complejidad demográfica de la comunidad. “En realidad, es un grupo extraño. La segunda generación tiene un nivel muy alto de educación, pero económicamente, frente al resto de la población estadounidense, que puede inscribirse en la clase media, los árabes representan los dos polos: o rentas muy altas o muy bajas. A eso se añade su origen y la fecha en que llegaron: los nuevos refugiados e inmigrantes están en el nivel más bajo, y reaccionan de manera más virulenta políticamente hablando. Los asentados tienen una postura más moderada”.
Ante un par de tazas de té con cardamomo y una bandeja de dulces, Soujoud Hamade, que además de empresaria y abogada y activista es miembro de varias juntas de gobierno de asociaciones locales y estatales, no se cansa de pedir explicaciones al que, en su fuero interno, aún considera su partido. “Cuando los demócratas dicen que votar a Stein es un voto para Trump, parten de una premisa perversa: creer que tienen derecho a nuestro voto, cuando en realidad tienen que ganárselo. Reconozcan que han fallado a sus electores, a su base de votantes, en lugar de culparles, y háganlo mejor. No nos culpen por desperdiciar nuestro voto”, dice un tanto airada, algo casi imposible en su carácter.
En corrillos, charlas de café y conciliábulos diversos —infinidad de comentarios al albur, de estudiantes tocadas con ligeros velos de colores que proyectan las dudas que oyen en casa; o un grupo de amigas a la espera de un Uber tras salir de marcha—, todas las opciones parecen posibles. “A nosotros nos ha costado el saludo de algunos vecinos, pero tenemos en el jardín dos carteles de la campaña Harris-Walz”, dice con un guiño Fatma Suheir, de origen libanés, mientras vigila el juego de sus dos hijos en una de las escasas plazas de Dearborn, todo un desiderátum urbanístico. “Votar al racista de Trump sería un suicidio, nos ha declarado sus enemigos, quiere deportar a 20 millones de personas… ¡Es un supremacista!”, añade Suheir. De todos los testimonios recabados, son curiosamente las mujeres, casi una docena, quienes se muestran dispuestas a votar a Harris.
“El movimiento Uncommitted se forjó en la izquierda del Partido Demócrata”, recuerda Jaber, “con el objetivo de tener voz en el partido que sienten, o sentían, como propio e impulsar un giro progresista no solo en lo relativo a Israel, sino en el resto de políticas, sobre todo las sociales. Pero tras la convención nacional demócrata, cuando se le negó la palabra a una palestina que solo quería exponer el sufrimiento de su pueblo, y a un doctor que pretendía contar lo que vio en Gaza, se rompieron todos los puentes”.
Hamade, que coincide con Jaber en la palanca de cambio que representan los Uncommited, confirma la falta de diálogo con la campaña demócrata, al recordar la reciente visita a la ciudad de unos emisarios de Harris. “Nos oyeron, pero no nos escucharon, porque llevaban orejeras”. Amigos suyos que trabajan en la Administración le han dicho que la decisión de no hablar con los Uncommitted es “de la propia Kamala”. “Eso es una bofetada en plena cara, una bofetada a los 100.000 votantes que en las primarias les dieron un toque de atención”. Jaber confirma los intentos de establecer comunicación con la campaña demócrata, en vano. Tal vez por eso a Harris se la ve tan incómoda, en mítines o debates televisados, cuando sale a relucir la cuestión de la guerra de Gaza, en la que sigue a pies juntillas la política de Biden: con una mano pide un alto el fuego y con la otra suministra armas a Israel. En una ocasión mandó callar, visiblemente contrariada, a quien la interpelaba desde el público; otras veces, como en su encuentro con votantes indecisos de Pensilvania el miércoles, ha salido simplemente por la tangente.
Harris cuenta con el apoyo de Emgage, el principal grupo de presión de los musulmanes de EE UU, que promueve una campaña titulada “Un millón de votos musulmanes” (para los demócratas, se entiende). Su CEO, Wa’el Alzayat, explica por correo electrónico las razones del apoyo. “Ha sido un año muy doloroso para todos nosotros, pero nuestro voto es una herramienta fundamental para garantizar una sociedad plural y equitativa. Al votar, también abogamos por la paz y la justicia para los palestinos y por la defensa de nuestra libertad religiosa. Votando impulsamos cambios significativos en las cuestiones que reflejan nuestros valores y aspiraciones”, afirma, aunque elude pronunciarse sobre si uno de esos valores es por ejemplo la consecución de un alto el fuego. El candidato demócrata a la vicepresidencia, Tim Walz, ha agradecido públicamente el respaldo del grupo, mientras la campaña demócrata mantiene abiertos los canales de comunicación.
Independientemente de cuál sea el veredicto de las urnas, el movimiento de los Uncommitted no está muerto, advierte Jaber, sino en pausa. “Cómo pasar de denunciar las guerras de Gaza y el Líbano a un movimiento por la paz más estratégico y sostenible, verde, social, más amplio y transversal, esa es la cuestión. Ahora cunde la decepción y la sensación de pérdida y no tenemos muy claro cuál es el siguiente paso, solo que será hacia delante, hacia algo más sostenible en el tiempo y el espacio. Una especie de contrapeso a ese giro al centro, e incluso a la derecha, que vimos en Chicago”, donde se celebró la convención demócrata. El laboratorio, quizá, de una nueva forma de hacer política, además de la consagración definitiva de los árabes estadounidenses como un actor político de primer orden.
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