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La convulsa semana que enfrentó aún más los destinos de Trump y Biden

El atentado fallido contra el republicano y la grave crisis demócrata sobre la candidatura del presidente agitan la campaña mientras el exmandatario se corona triunfalmente en Milwaukee

El republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden, candidatos a la reelección en noviembre.
El republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden, candidatos a la reelección en noviembre.
María Antonia Sánchez-Vallejo

Donald Trump y Joe Biden, con sus respectivas circunstancias —un intento de atentado y una agonía política en directo—, han hecho saltar por los aires esta semana toda certidumbre. Como las dos caras de una moneda echada al aire, el martirio y posterior apoteosis del republicano y el para algunos apresurado entierro del demócrata ―tras sugerir que se echaría a un lado si hubiera una razón médica― se han contraprogramado en un reto de audiencia: cuanto más clamorosa era la explosión emocional trumpista, más honda la caída del segundo, una implosión política que, para muchos demócratas, puede llevarse por delante a su partido si el presidente insiste, como ha vuelto a decir este viernes, en seguir en la carrera hacia la Casa Blanca.

Tras el intento de asesinato de Trump en un mitin en Butler (Pensilvania), nada parece hacer sombra a su baraka, la misma fortuna que en los últimos meses le ha ido permitiendo vadear, con la ayuda del Tribunal Supremo, sus muchos frentes judiciales pese a la condena penal por el caso Stormy Daniels. Como señaló el jueves en la jornada final de la convención republicana el polémico presentador Tucker Carlson, el intento de magnicidio “transformó” a Trump, confiriéndole un aura semidivina que ha desatado una corriente electrizante de apoyo.

En las antípodas del héroe, más que nunca carne mortal, y decrépita, está la aparente incapacidad de Biden como candidato a la reelección tras su desastroso papel en el debate con Trump del 27 de junio, que se incrementó esta semana cuando, tras haber asegurado que solo el Todopoderoso podría apartarle de la carrera, dejó abierta la puerta a un abandono por razones médicas y, horas después, se anunció que tenía covid. La escenificación de la retirada —se aisló en su casa de Delaware, a diferencia de contagios previos, que pasó en la Casa Blanca— parecía pautada al milímetro, después de que líderes relevantes del partido, como Barack Obama y Nancy Pelosi, insistieran en que se hiciese a un lado.

La expresidenta de la Cámara de Representantes dijo en privado a Biden (de 81 años) que las encuestas muestran que no puede derrotar a Trump (de 78) y que podría arruinar las posibilidades de los demócratas de ganar la Cámara en noviembre si sigue buscando un segundo mandato, según cuatro fuentes informadas de la llamada. Algunos medios, como el portal Axios, pusieron fecha incluso al anuncio oficial de la renuncia, este fin de semana. Pelosi preferiría un proceso de nominación abierto del sustituto de Biden, en vez de la sucesión automática de Kamala Harris.

Así que esta campaña, a cuatro meses de las elecciones, ha trocado los habituales fuegos de artificio de proclamas y promesas por el vértigo de una montaña rusa. O cuando menos por las sacudidas de una pista de coches de choque en la que las noticias se suceden a trompicones. La diferencia abismal que separa a los dos candidatos solo pareció acortarse tras el atentado fallido, cuando ambos llamaron a la unidad y la moderación. Pero cada uno las interpretaba a su manera, y no precisamente como una invitación a la concordia o el consenso nacional. Trump, en clave interna: su llamamiento a la unidad era en realidad una apelación a la obediencia de los suyos, a que todos, incluidos sus rivales en las primarias Nikki Haley y Ron DeSantis, le rindieran pleitesía: no hay nada que complazca más a Trump que la pública alabanza, como demuestra el hecho de que la palabra más repetida en los discursos de los oradores fuera su apellido. Lo de rebajar la crispación fue un regate en el área, para luego disparar más y mejor con su retórica belicosa. A Biden, la contrición y moderación le duraron poco, y pese a mostrarse arrepentido por haber dicho en campaña, pocos días antes del tiroteo, que había que poner a Trump “en la diana” —los republicanos acusaron a los demócratas de instigar el ataque con esa frase—, arremetió enseguida contra su contrincante de forma desafiante: lamentaba haber utilizado la palabra diana, dijo, pero no el sentido de la frase.

La carrera presidencial está en un momento crucial. Trump coronado, invicto incluso pese a la condena de Nueva York, superviviente de milagro, mártir súbito y sin rivales. El monarca absoluto de lo que fuera el GOP (Grand Old Party, el Partido Republicano) y hoy es el movimiento MAGA (siglas de Make America Great Again), sin réprobos ni heterodoxos, solo fieles. El presidente Biden, dando una de cal y otra de arena, mostrándose obstinado y a la par vulnerable, exactamente lo contrario de la exhibición de fuerza ―y de testosterona― que el jueves, en la jornada final de la convención republicana en Milwaukee, dieron tres oradores del ámbito del boxeo y la lucha libre, para glosar a Trump. Ni el mejor guionista habría puesto más de relieve la fortaleza del republicano frente al cansado Biden, pese a que les separan solo tres años.

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El demócrata ha tratado de demostrar su idoneidad multiplicando los mítines y las entrevistas. El alarde, sin embargo, no ha tranquilizado a los demócratas, sino al contrario. “Cualquiera que piense que esto se ha acabado se equivoca”, dijo un demócrata de la Cámara de Representantes, amparado en el anonimato, sobre su candidatura. “Está siendo receptivo. No tan desafiante como en público. Ha pasado de decir: ‘Kamala no puede ganar’, a ‘¿Crees que Kamala puede ganar?”, explicó. “Todavía no está claro dónde va a aterrizar, pero parece que está escuchando”. La amenaza de bloquear fondos por parte de importantes donantes pesa también como una losa sobre el partido, sobre todo si hay que ejecutar un plan B.

La encarnizada guerra entre republicanos y demócratas —o mejor dicho, de los demócratas contra los republicanos, además de entre sí mismos— no da señales de tregua. La campaña de Trump ha paralizado este miércoles la decisión sobre el habitual debate entre los candidatos a la vicepresidencia y alega imparcialidad con “quien elija Kamala Harris”, dando por supuesto que Biden tirará la toalla y la vicepresidenta le sustituirá automáticamente. “No sabemos quién será el candidato demócrata a la vicepresidencia”, dijo Brian Hughes, asesor principal de la campaña, por eso “no podemos fijar una fecha antes de su convención”, que empieza el 19 de agosto en Chicago. Una forma de lo más socarrona de poner más palos en las ruedas a Biden, eligiendo a su sucesora: porque la apuesta de los republicanos es Harris, y no quieren ni oír hablar de la posibilidad de que Michelle Obama, muy remisa a dar el paso, pudiera presentarse.

Mientras Trump lo tiene todo atado y bien atado —nada salió mal en la convención, y nada, salvo imponderables como el atentado fallido, tendría por qué inquietarle hasta noviembre—, Biden está en tiempo de descuento. Aliados suyos han presionado discretamente al Comité Nacional Demócrata para que acelerara el proceso de nominación virtual del candidato, con la esperanza de votar la próxima semana y cerrar definitivamente el debate antes de la convención de Chicago. Otros, como el influyente senador Chuck Schumer y el líder de la minoría en la Cámara, Hakeem Jeffries, ganaron tiempo convenciendo al comité de que no adelantara los plazos. La votación no comenzará antes del 1 de agosto.

Aislamiento del demócrata

Biden se aisló en su casa de la playa de Delaware a la vuelta de su viaje a Las Vegas el miércoles por la noche, tras acortar su visita por haber dado positivo en coronavirus. Las críticas demócratas a su candidatura parecían haber quedado en segundo plano tras el intento de asesinato de Trump y la apertura triunfal de la convención republicana el lunes. Pero, además del imprevisto médico, la aparente tregua de los demócratas, dada la inminencia de su convención, no era más que un punto de inflexión: o el partido logra convencerle de que se haga a un lado o empieza a unirse en torno a él, decididamente y sin fisuras. Taponar las vías de agua es cuestión de vida o muerte. Biden insiste en privado en que tiene más posibilidades de vencer a Trump que Harris, pero pocos le compran el mensaje. El senador Jon Tester le instó a abandonar. El representante Jamie Raskin le envió una carta este mes comparándolo con un cansado bateador. El presentador Joe Scarborough, un aliado de Biden que presenta Morning Joe, sugirió que sus asesores deberían empujarle a abandonar. En total, 35 demócratas del Congreso han enseñado la puerta de salida a un Biden cada vez más resentido por el desaire (peor incluso que el sufrido en 2016 cuando las élites del partido prefirieron a Hillary Clinton para disputar la presidencia). Entre los pocos apoyos que recibe, destaca el de la progresista Alexandria Ocasio-Cortez, que ha advertido del “enorme peligro” que corre el partido si da de lado a Biden.

El mismo día de la coronación de Trump, el jueves, la atención se dividía entre el circo populista de Milwaukee, con la maquinaria republicana a todo gas hacia la Casa Blanca, y la agitación del partido demócrata. Empezaba a parecer probable que Biden no sea la persona que jure el cargo el 20 de enero de 2025. Eso significaría que dos presidentes consecutivos —Trump en 2020 y Biden en 2024— verían sus intentos de reelección frustrados, aunque por distinto motivo. La última vez que sucedió algo semejante fue hace más de 40 años, con Gerald Ford y Jimmy Carter, durante los caóticos años del Watergate y las crisis del petróleo.

La política en EE UU fue más estable durante el último medio siglo de lo que había sido durante la mayor parte de la historia del país. Los presidentes en ejercicio lograban a menudo ser reelegidos, y las ideologías de los dos partidos no diferían mucho en el fondo. Hasta la irrupción de las fake news y los hechos alternativos y la posverdad, la alfombra roja que la alt right tendió y mulló en el camino de Trump a la Casa Blanca en 2016. Y también en 2024, a juzgar por los bulos y las medias verdades de su programa electoral.

Pero los acontecimientos de la última semana han demostrado que ya nada es como antes. No solo porque demócratas de muy alto rango se hayan rebelado, también por la metamorfosis radical, el giro copernicano, del Partido Republicano, hoy un movimiento populista, antibelicista y xenófobo que a Ronald Reagan le costaría reconocer. El candidato republicano a presidente es un delincuente convicto, el instigador de una insurrección, el asalto al Capitolio del 6 de enero, para subvertir el resultado de unas elecciones, y, desde el sábado 13 de julio, también el superviviente de un atentado, unas credenciales peregrinas pero que Trump se jacta de presentar: así lo dijo en el largo y farragoso discurso de aceptación de su candidatura, el jueves en Milwaukee. “Me sentí muy seguro porque tenía a Dios de mi lado”, dijo sobre el atentado entre vítores de los asistentes, algunos de ellos a lágrima viva. Con ese compañero de tándem, ¿qué puede salirle mal?

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