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Bélgica, ¿un narcoestado en el corazón de Europa?

La advertencia de una jueza sobre el peligro de que el país caiga en las garras de los traficantes ha vuelto a desatar las alarmas sobre el poder de las redes mafiosas

Bélgica narcoestado
Silvia Ayuso

Políticos amenazados, jueces intimidados, tiroteos y explosiones en plena calle, toneladas de cocaína incautadas... El escenario no sale de la última temporada de Narcos ni es un lejano país dominado por los carteles. Es Bélgica, un Estado en el corazón de Europa y sede de las principales instituciones de la UE.

La carta abierta de una jueza de instrucción, que el pasado lunes advertía de que Bélgica corre el riesgo de convertirse en un narcoestado, ha reabierto un debate recurrente en los últimos años en un país pequeño pero geográficamente ideal para las mafias: el puerto de Amberes, un complejo entramado de canales de un tamaño equivalente a 20.000 campos de fútbol, es una de las principales entradas de cocaína de Europa (en 2023 se incautó la cifra récord de 116 toneladas). En el resto de la nación, sobre todo a lo largo de la frontera con Países Bajos, otro Estado bajo el flagelo narco, florecen los laboratorios clandestinos de droga sintética fácilmente distribuible al resto del continente a través de una frontera múltiple y porosa.

Dos días después de la alerta de la magistrada, un nuevo tiroteo en Bruselas entre bandas de la droga dejaba dos heridos en la comuna de Saint-Gilles. En una fachada aún se distinguen los balazos de fusil kaláschnikov con el que se perpetró el ataque. A comienzos de mes, otro tiroteo dejó una bala incrustada en la ventana de la escuela vecina. En lo que va de año, la policía ha vinculado al tráfico de drogas unos 80 episodios de este tipo en Bruselas, que han dejado siete muertos y casi 40 heridos.

Uno de los incidentes más sonados sucedió en febrero, cuando dos jóvenes, también armados con kaláshnikov, salieron tranquilamente de la estación de metro Clémenceau, en la comuna de Anderlecht (también en Bruselas), y la emprendieron a tiros antes de desaparecer por los túneles del suburbano, donde se perdió su rastro. Nueve meses después, la plaza donde se produjo ese tiroteo, que no dejó heridos de milagro, permanece cerrada al público, y la policía sigue haciendo registros aleatorios.

Pero la sensación de inseguridad no desaparece, dice Isabel (nombre ficticio, dado que prefiere no ser identificada), una vecina “de toda la vida” que ha visto cómo su comunidad se ha ido degradando en la última década, a medida que la droga iba ganando terreno en su barrio y en todo el país. “No es que sea invivible, pero tenemos un problema que hay que afrontar a escala nacional, no solo local”, reclama en consonancia con reiteradas peticiones de los alcaldes comunales.

En Amberes, el diagnóstico es similar. Bea (también nombre ficticio) asegura que le encanta Borgerhout, que la revista Time Out acaba de situar en el segundo lugar de su lista de los barrios más cool del mundo. En su calle, decenas de bicicletas, de adultos y niños, permanecen aparcadas ante viviendas mayoritariamente unifamiliares. Desde el verano, una de ellas está en venta. “Era de una familia con niños, pero se mudaron después de la explosión”, cuenta Bea, sin inmutarse.

La “explosión”, que tuvo lugar una madrugada de junio, destrozó la ventana de la casa frente a la que vive esta joven, y que hoy sigue tapada con una tela. Bea se despertó sobresaltada por el ruido, pero no se sorprendió. Unos meses antes, otra explosión similar había tenido lugar unas puertas más allá, al lado de la casa que acabó abandonando la familia. Este tipo de ataques vinculados al potente negocio del narcotráfico que se gesta en el aledaño puerto lleva años siendo parte del día a día de vecinos de barriadas como la de Bergerhout o Deurne.

Bea, que ha pasado toda su vida en Amberes, coincide con la bruselense Isabel en que la situación ha empeorado los últimos años. Y aunque dice que no tiene intención de mudarse, por mucho que su madre se lo pida desde la última explosión, acaba reconociendo: “No criaría a mis hijos aquí”. A la pregunta de si cree que Bélgica se está convirtiendo en un narcoestado, responde tras una pausa: “Es verdad que Amberes es la capital europea de la cocaína. Pero decir que somos un narcoestado es un poco exagerado”.

Así lo cree también Letizia Paoli, profesora de criminología en la Universidad de Lovaina y autora de varios estudios sobre el caso belga. En conversación telefónica, recuerda que hay tres criterios para decretar un narcoestado: una fuerte corrupción a altos niveles del Gobierno que “amenace el Estado de derecho”; un alto nivel de violencia que “amenace la legitimidad de la autoridad estatal y del monopolio estatal de la violencia”; y, finalmente, que las organizaciones ilícitas controlen la economía “legítima”.

Es cierto, como señalaba la jueza en su carta, que en Bélgica hay una multimillonaria economía ilegal “paralela”, que la corrupción “está permeando las instituciones” y que hay casos de “intimidación” de la justicia. La propia magistrada revelaba que pasó cuatro meses escondida y bajo vigilancia policial por sus investigaciones sobre casos de narcotráfico, algo que le sucedió también al antiguo ministro de Justicia, Vincent van Quickenborne, y, más recientemente, al nuevo fiscal del rey, Julien Moinil, que desde el verano ha ordenado varias redadas en la capital.

Pese a todo, subraya Paoli, los criterios no se cumplen. “Bélgica no es un narcoestado ni corre peligro de convertirse en uno en los próximos años”, sostiene.

Ten Voeten, un antropólogo y fotógrafo neerlandés autor de un libro sobre el narcotráfico en Amberes y de otro sobre la violencia de la droga en México, matiza un poco. “La idea de narcoestado es un poco alarmista”, reconoce. Pero él sí cree que en Bélgica se puede hablar de una especie de “narcoestado light” porque, si bien el problema no es ni de lejos tan grave como en el Estado mexicano de Tamaulipas, “básicamente, la estructura y los patrones son muy similares”.

En lo que coinciden ambos es en que la advertencia de la juez es una “llamada a la acción”, como dice Voeten. “Entiendo que la gente esté preocupada. La policía federal no tiene fondos suficientes, los jueces están siendo amenazados... no estamos acostumbrados a eso y es una forma de decir que el problema está empeorando y que necesitamos ayuda y apoyo financiero”, resume Paoli.

Que Bélgica tiene un problema de drogas es algo que nadie niega. En 2024, durante su presidencia de turno de la UE, el Gobierno belga hizo de “la lucha contra el crimen organizado de la droga” una de sus prioridades y presentó, entre otras medidas, una “Alianza europea de puertos” para incrementar la seguridad y cooperación. A escala nacional, el actual ministro del Interior, Bernard Quintin, ha propuesto que soldados patrullen junto a policías en Bruselas, donde en 2027 se deberían fusionar en una las actuales seis zonas policiales para mejorar su eficacia. Su par de Justicia, Annelies Verlinden, afirmaba esta semana que se ha aumentado la seguridad en los juzgados y se están anonimizando los datos identificativos de funcionarios y magistrados.

También en el ámbito europeo se mueve ficha. Bruselas tiene que presentar antes de que acabe el año una nueva Estrategia de la UE contra las drogas y un Plan de Acción con nuevas medidas “concretas”. Y se trabaja ya en una nueva legislación, para finales de 2026, que mejore la lucha contra la delincuencia organizada en toda la UE.

Todo esfuerzo es bienvenido, señala Voeten. Al fin y al cabo, advierte, el de la droga “es un problema que no va a desaparecer”.

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Sobre la firma

Silvia Ayuso
Corresponsal en Bruselas, después de contar Francia durante un lustro desde París. Se incorporó al equipo de EL PAÍS en Washington en 2014. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, comenzó su carrera en la agencia Efe y continuó en la alemana Dpa, para la que fue corresponsal en Santiago de Chile, La Habana y Washington.
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