Viaje a Mariupol y Donetsk tras mil días de guerra: “Queremos paz y tranquilidad”
EL PAÍS entra en zona de Ucrania controlada por Moscú. Las quejas por la mala reconstrucción contrastan con la “liberación” expresada por los prorrusos
Mariupol cayó a finales de mayo de 2022, después de casi tres meses de asedio ruso. Más del 80% de sus casas quedaron destrozadas y miles de civiles murieron en la ofensiva por la ciudad del este de Ucrania. Todavía no se conoce la cifra total de víctimas mortales. Un millar de días tras el inicio de la guerra, miles de obreros llegados de todos los rincones de Rusia reconstruyen la urbe. En las puertas de algunos hogares, agujereados por la metralla y los proyectiles, sigue pintada la advertencia “¡Gente!”, con la que los civiles indicaban que allí se escondían indefensos. Las ruinas del impresionante complejo metalúrgico Azovstal rigen la ciudad. Las autoridades rusas que gobiernan ahora quieren demolerlo para levantar un parque tecnológico, aunque su plan es hacer de la urbe un destino de playa para los rusos. Mariupol tenía antes de la guerra más de 420.000 habitantes. Hoy son muchísimos menos. En algunas calles del centro hierve la vida, otras son un páramo.
Tres mujeres pasean por la noche junto a las ruinas de un jardín de infancia en el suburbio de Azovkoltsó. “[Antes] todo el mundo hablaba ucranio, ruso, lo que quisieras, nadie nos acosaba”, afirma Raisa Ivanovna, de 75 años. La guerra les sorprendió junto a sus familias. “No comprendía si era un sueño. Nos despertamos con los bombardeos. Pasamos un mes en el sótano”, agrega su hermana Nina, de 68 años.
Las mujeres fueron evacuadas hacia Berdiansk, al suroeste de Mariupol, ya entonces en el lado ruso, sin sufrir ningún incidente. A su vuelta a Mariupol recibieron el pasaporte ruso en 10 días. Hoy ven con optimismo la reconstrucción de la ciudad. “Hay comercios, las pensiones llegan poco a poco, en las farmacias hay medicamentos”, declara Raisa. Ninguna acierta a responder si sienten que han sido liberadas: “¿De quién? Es como un sueño, no entendemos nada”. Hoy solo piden al futuro “paz, paz y tranquilidad”.
Quejas en los nuevos barrios
El presidente ruso, Vladímir Putin, visitó fugazmente Mariupol una noche de marzo de 2023. Recorrió el distrito Nevski, un barrio de nueva construcción que simboliza para el Kremlin su esfuerzo por restaurar lo que llama sus “nuevos territorios”. Moscú ha asignado unos 1,3 billones de rublos —13.000 millones de euros— para su reparación hasta 2027, según han calculado los medios independientes rusos.
“Se ve bien por fuera, pero está muy mal por dentro”, afirma una vecina que quiere conservar el anonimato. Su hogar de toda la vida ardió por completo. La mujer muestra el bloque, que no dispone de ascensor: “Las paredes son de yeso, se agujerean, y todo el baño es plástico”, dice antes de enfatizar que se lo dieron vacío. “Yo lo perdí todo. Tenía un apartamento de tres habitaciones renovado, con mis muebles y mi ropa”, relata la mujer.
Los demás vecinos se suman a las quejas. Una pareja llega al piso con un niño pequeño e ironiza con la calidad del edificio, cuyo suelo han reparado los propios vecinos. “Odio este mundo. Quiero volver a mi Mariupol, a mi apartamento. Lo siento, chicos”, lamenta visiblemente afectada una tercera vecina de más de 60 años antes de cerrar la puerta.
Prorrusos en Mariupol
Sin embargo, otros habitantes de Mariupol celebran la llegada de las tropas rusas. “Fui liberado, no me sentía un igual”, cuenta durante la cena Alexánder, dueño de un hostal en la costa. Oriundo de la ciudad rusa de Nizhni Nóvgorod, este marino se mudó a Mariupol en el año 2000 tras casarse con su mujer. “Después de 2014 —año de las protestas de Maidán y la guerra de Donbás, en la que Ucrania pudo conservar el control de la ciudad— comencé a sentir que me había convertido en un ciudadano de segunda”, asegura. Alexánder denuncia que las autoridades no reconocían su carné de conducir ruso pese a ser internacional y cree que si hubiera tenido algún juicio, lo habría perdido por su ideología.
La guerra le sorprendió de viaje en Rusia. Su esposa y su hija estaban atrapadas en los combates y perdió el contacto con ellas. Tras una odisea que incluyó cientos de kilómetros en bicicleta, obtuvo un pase de las fuerzas ucranias y todos volvieron a abrazarse. Tres días antes, su mujer había resultado herida de metralla.
Hoy ondean la bandera rusa y la del imperio zarista en la fachada de su hotel. Con la ciudad bajo control de Ucrania, su casa estaba pintada con los tres colores de su país, rojo, azul y blanco. “Nunca hubo una queja”, afirma. “No es solo una bandera. Amo a Rusia”, prosigue Alexánder.
Por el centro de Mariupol pasea Viacheslav, de 70 años. Es prorruso, pero lamenta que las autoridades apenas ofrezcan hasta 7.000 rublos —70 euros— por metro cuadrado para las reparaciones y cree que les “van a crujir a impuestos” en el futuro. Tiene cuatro apartamentos que quería alquilar “para no trabajar” y mudarse a Alicante, aunque cree que en España “discriminan a la población de habla rusa”. Lo mismo dice de los ucranios, a los que acusa de imponer el idioma en la administración. “Odio a los jojlí —apelativo despectivo de los rusos contra los ucranios—, aquí hubo una ucranización forzosa”.
Viacheslav tiene cuatro hijos. Mantiene el contacto con tres: uno menor, otro que participó en las protestas prorrusas de 2014, y otro que vive en zona ucrania, en Járkov, al que considera “neutral” porque pasa de todo. Con el cuarto no se habla. Es jefe de bomberos en Kiev. “Demasiada polarización”, opina.
En el centro de la ciudad parece que hay más soldados de lo habitual. Son actores llegados de Rusia. El director Alexánder Repenko graba una serie para una televisión estatal, Pervy Kanal. Va de unos agentes de seguridad que investigan los sabotajes de jóvenes ucranios. “Les han lavado el cerebro durante años. Si antes era una ciudad prorrusa, en 2022 era absolutamente proucrania”, asevera.
Repenko tilda de propaganda el documental 20 días en Mariupol, premiado con el Oscar, y reitera que la misión del Kremlin es “desnazificar Ucrania”. Preguntado por el intercambio de los combatientes del batallón Azov por el político y amigo de Putin Víktor Medvedchuk, el director contiene su decepción: “Esperábamos su juicio. Fue uno de esos acuerdos políticos que, desafortunadamente, no se puede evitar”.
Donetsk, una odisea de diez años
El viaje a Donetsk es el regreso de este periodista una década después a la ciudad. En enero de 2014, nadie en el este de Ucrania hablaba de unirse a Rusia, aunque recelaban de las protestas de Maidán. Tras la huida del presidente Víktor Yanukóvich, hubo algunas manifestaciones en el este del país, pero acabaron en nada. Cuando se extinguieron, Rusia mandó paramilitares para alentar la rebelión. “Comprendimos que las manifestaciones no tenían sentido y eran un callejón sin salida. No había disposición para ir hasta el final, en Donbás viven obreros, gente sencilla, con poca iniciativa y muy obediente”, admitía el entonces responsable de las comunicaciones de los paramilitares, Serguéi Tsiplakov, en el libro 85 días de Slaviansk.
La llamada República Popular de Donetsk atraviesa hoy una dura desindustrialización. Se ven jóvenes por la calle, pero, muchas fábricas y oficinas están abandonadas y los precios se han disparado. Según el diario Novorosiya, el sueldo medio ronda los 27.000 rublos mensuales (270 euros) frente a los 77.000 rublos de Vladivostok (770 euros).
“Han venido muchos inmigrantes, pero muchos de los nuestros se marcharon o están en el frente. Mucha gente ha muerto”, cuenta Viacheslav Morskói, un albañil ruso de 46 años que se mudó de joven a Donbás. “Me alegro de estar en Rusia, Ucrania nunca ha existido”, asevera Morskói, que trabaja de lunes a domingo para alimentar a su familia. Exfutbolista, recuerda con pasión cuando el estadio del Shakhtar Donetsk recibía al Real Madrid y al Barcelona en Champions League.
Días antes de que Rusia comenzase la ofensiva de 2022, las autoridades de Lugansk y Donetsk decretaron la movilización de los hombres de entre 18 y 55 años. Miles fueron enviados de inmediato a la guerra en Donbás y Mariúpol. Morskói no fue llamado por un problema en un ojo. Aunque defiende la movilización, denuncia cómo se llevó a cabo: “Necesitas al menos un mes para prepararte, para aprender a disparar”, lamenta este obrero. “Cogían a la gente en los mercados. Fuimos movilizados por la fuerza, pero nuestro Putin les dio de hostias [a los responsables]. Les jodió bien por esto y se acabó”.
La ciudad vive con toque de queda, pero los jóvenes tienen un par de bares donde pasar el fin de semana con una cerveza local exquisita. Yegor y Mark, de 18 años, son músicos de la banda Out of mind. “Si no hubiera comenzado la ofensiva rusa, habríamos sido aplastados. 2014 hubiera vuelto a suceder”, opina Yegor. Su amigo matiza: “¿Era necesaria [la guerra]? No sabemos al cien por cien que habría pasado, pero cuenta con lo mejor y prepárate para lo peor”. Los dos rechazan alistarse por iniciativa propia. “De ninguna manera, no iríamos voluntariamente”, responde Yegor, aunque afirma que tampoco huiría en el caso de una movilización. “Tenemos nuestras propias metas en la vida”, apunta su colega.
Otros jóvenes opinan como ellos. En la estación de autobús, Vania y sus amigos, jugadores de baloncesto de 16 y 17 años, tampoco quieren ir a la guerra. “Por supuesto que no”, recalcan, aunque agradecen que la ciudad vive con mucha más calma “gracias a que el frente se ha movido”.
Serguéi, militar por contrato de 55 años, luchó en 2014 como voluntario con los separatistas. “Ahora se libra una guerra entre el bien y el mal”, enfatiza durante un oficio religioso en la catedral de la Santa Transfiguración. “Nos viene de Europa la minoría homosexual. Esto está mal. Un hombre debe ser un hombre, una mujer debe ser una mujer”, afirma tras acusar a Kiev de ser “una marioneta” de Occidente.
La catedral acaba de ser reparada del impacto de un proyectil ucranio. El sacerdote Nikolái piensa que la guerra es una prueba de Dios para todos. “Nadie le pregunta a la gente común. El Gobierno lo decidió así, solo podemos vivir en estas circunstancias y aceptarlas”, manifiesta el religioso antes de hacer hincapié en que no hay que odiar a nadie del lado ucranio: “Para un cristiano existe el principio de odiar el pecado, pero amar al pecador”.
Junto al frente
Si la calma reina en Donetsk, en Górlovka, situada a una docena de kilómetros del frente, la situación está caliente. La urbe es parte de la zona separatista desde 2014, pero la línea de contacto la cruzaba y apenas se ha movido desde 2022. El sonido de las explosiones y los disparos de artillería acompaña toda la noche y no amaina durante el día, y el mal tiempo se celebra porque hay menos drones sobrevolando la ciudad.
Górlovka tenía más de 240.000 habitantes antes de la guerra. Un bombardeo ucranio la ha dejado sin electricidad. La ciudad está sumida en la absoluta oscuridad, salvo en algunas ventanas sueltas donde funcionan generadores autónomos. Las autoridades afirman que unos 60.000 habitantes han resultado afectados —lo que apunta a que solo queda una cuarta parte de la población— y dicen que el apagón durará una semana más. “Es la primera vez que nos pasa estos años”, aseguran en el hostal.
“Tenemos miedo, pero vivimos”, cuenta una vendedora de ropa de 35 años del mercado local. Tiene una hija de 11, pero descarta abandonar su hogar. El día anterior, un ataque de artillería ha dejado varias víctimas a cientos de metros de su tenderete. “Hace tres años no había bombardeos en la ciudad. Ahora la gente tiene miedo, no viene al mercado. Antes, nuestros hijos salían al patio de recreo, ahora estudian en casa”.
Liliana vende cientos de dulces y caramelos dentro del mercado principal. Como muchos otros vecinos, quiere seguir siendo parte de Rusia. “Vivimos en este infierno desde 2014 en primera línea. Si hay una guerra, los militares pelean en el frente, no atacan a la población”, señala la mujer, que tiene una hija en el lado ucranio. “No puedo verla desde que empezó la guerra. Es médico y no la dejan salir”.
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