‘20 días en Mariúpol’: no todo vale en la guerra
Llámenme antiguo, pero aún creo en el derecho de cada persona a decidir si prefiere ser símbolo del horror o llorar a solas


Es de esperar que el premio Oscar al mejor documental arrime mucho público a 20 días en Mariúpol, aunque no creo que sean mayoría los que lleguen hasta el final.
Contra lo que dictan las leyes del morbo, la crudeza de la película es muy disuasoria y no hay tanta gente con el estómago necesario para digerir los primeros planos de los niños muertos, las camionetas de cadáveres y las embarazadas con los intestinos colgando. Yo tuve que verla en dos intentos, pero no por eso —mi estómago, por desgracia, está curado de espanto—, sino por el artificio del director, Mstyslav Chernov, que recurre a los trucos que más detesto del periodismo amarillo. Se tomó al pie de la letra el dicho de que todo vale en la guerra.
20 días en Mariúpol tiene música original, compuesta por Jordan Dykstra, y un narrador que interviene en tono fúnebre y efectista. Son dos recursos elementales de manipulación que convierten el testimonio en un melodrama barato, pero mis dudas son más esenciales: muchos de los personajes salen contra su voluntad, y algunos ni siquiera saben que están siendo filmados.
Al principio se oyen incluso protestas: “No nos grabes”, dicen unos vecinos que huyen de sus casas. Chernov acosa y persigue como un paparazi, y como me resulta inevitable ponerme en el lugar de toda esa gente, sé que a mí no me haría ninguna gracia que el mundo entero me viera abrazado a mi bebé muerto o que el cadáver desmembrado de mi hijo amenizase la velada hogareña de una familia europea. Llámenme antiguo, pero aún creo en el derecho de cada persona a decidir si prefiere ser símbolo del horror o llorar a solas.
En el lado de la ficción, La zona de interés ha ganado el Oscar al mejor sonido sin tener música y escondiendo al narrador, dando la sensación de que la película se cuenta sola. 20 días en Mariúpol, en cambio, está escrita a mayor gloria de sus creadores: el argumento es la heroicidad de los periodistas, cómo envían sus imágenes y cómo las sacan de la ciudad sitiada, en un ejercicio de narcisismo profesional difícil de justificar.
La zona de interés es ficción, pero se acerca a la verdad y propone una reflexión moral de gran hondura. 20 días en Mariúpol es un documental que convierte la verdad en ficción barata. Supongo que Chernov despachará mis recelos como remilgos de escritor privilegiado que no se ha manchado de sangre. Quizá, pero no todo vale en la guerra. Se puede contar el infierno sin pactar con el diablo.
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