Mucha euforia tras la muerte de Yahia Sinwar… y pocos cambios
En Israel, la celebración belicista siempre ha llevado a una radicalización de la sociedad y a mayor confrontación. El plan de Netanyahu es proseguir la guerra
El anuncio de que el ejército israelí había matado a Yahia Sinwar, el líder de Hamás, fue difundido por los altavoces de las playas de Tel Aviv y la euforia se desató entre los bañistas… El Gobierno israelí había hecho de Sinwar su objetivo militar número uno, al responsabilizarlo del ataque del 7 de octubre y de un sinfín de atrocidades que han jaleado los medios israelíes desde entonces. En la retórica teopolítica de Benjamín Netanyahu y sus ministros, Sinwar es Amalec, el patriarca bíblico del mal, y los gazatíes son su pueblo, a exterminar por mandato divino.
En la sociedad israelí ha arraigado tal belicismo que la razón ya no tiene cabida. Pero esta deriva no es fortuita, es resultado de una estrategia bien calculada por el neosionismo ultranacionalista que gobierna el país: los asesinatos selectivos crean una sensación de victoria que justifica más guerra, no menos. Pensar que así se halle la paz sería más un ejercicio de voluntarismo que una reflexión seria. Por varios motivos.
El primero es fruto de la experiencia in situ: tanto Hezbolá como Hamás son “movimientos de los desheredados”, en terminología fanoniana (en alusión al escritor Frantz Fanon) que ellos mismos adoptan. Creer que el asesinato de sus dirigentes es la vía para acabar con estos movimientos es eternizar la lógica colonial contra la que luchan. Ahí están el embarrado frente del sur de Líbano y una Gaza arrasada pero no controlada.
La historia imparte otras lecciones. En Israel, la euforia belicista siempre ha traído consigo una radicalización de la sociedad y ha abierto el camino a más confrontación. En 1967, tras el triunfo en la Guerra de los Seis Días, los puentes entre las comunidades palestina y judía se rompieron para siempre. En 1978, Israel se embarcó en una política de operaciones militares contra los Estados vecinos (Líbano, Irak, Siria) que acabó con cualquier posibilidad, por remota que fuera, de integración en la región.
La respuesta igualmente militar a la Segunda Intifada (2000-2005) convirtió a Cisjordania y Gaza en campos de batalla, hasta hoy. También hasta hoy se han sucedido los primeros ministros derechistas, más o menos radicales, pero del todo contrarios a la existencia de dos Estados en la Palestina histórica.
Para que la muerte de Sinwar le sirviera a Israel de algo, sería preciso que Netanyahu tuviera un plan para Gaza después de la guerra, esto es, que el exterminio de la población y la destrucción de las condiciones de vida en la Franja no fuera el plan en sí. Nada de esto se deduce de sus declaraciones o acciones. El plan es proseguir la guerra, como se ha apresurado a declarar.
Los tímidos intentos de Europa —y alguna llamada del presidente de EE UU, Joe Biden— no han conseguido sacar al primer ministro israelí palabra alguna sobre el día después (se da por descontado que los gazatíes y los palestinos mismos no tienen nada que decir sobre su futuro). Netanyahu no quiere oír hablar de la implantación en Gaza de la Autoridad Nacional Palestina reconocida internacionalmente. Pero no adelanta tampoco qué otra autoridad prevé, si una militar, en una Franja dividida y parcialmente anexionada, o tal vez una bantustanización (a la manera de las zonas destinadas a las etnias no blancas en la Sudáfrica de la segregación racial) como Cisjordania, con algún Gobierno títere. Netanyahu sabe que cuando hable de paz se desatarán las tempestades domésticas que la guerra ha frenado.
Un último obstáculo, que no el menor, para la paz es la fuerza de los partidos ultranacionalistas en la sociedad israelí, de los cuales depende Netanyahu y que controlan ministerios clave. Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir —los ministros ultras más vociferantes, pero no los únicos— han repetido de todas las formas posibles que no conciben otro futuro que la anexión de Gaza y Cisjordania, con limpieza étnica palestina si es preciso.
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