Miedo, resistencia y humor: la vida cotidiana de los civiles tras los ataques rusos en Ucrania
Los meses de mayo y junio han sido los más letales del año para la población ucrania, según datos de la ONU. Los ciudadanos incorporan el temor a un bombardeo de Rusia en cualquier momento en su día a día y como forma de rebeldía
La diferencia entre la vida y la muerte puede estar en un detalle. Oleksandr, de 56 años, lo cuenta desde un pequeño parque de la localidad ucrania de Vilniansk: el pasado 29 de junio, a primera hora de la tarde, se encontraba sentado en un banco junto al verde. Le apetecía acercarse a un local de brochetas de carne, al otro lado de la carretera que atraviesa la ciudad. La temperatura supera los 30 grados durante el día en Ucrania. Oleksandr reparó en un vecino que había comprado una bebida fresca para bebérsela en otro banco. Con ese calor, la carne ya no le pareció tan apetecible; cambió de opinión. Se levantó y se fue a buscar a su mujer. Un instante después, un misil ruso hizo saltar por los aires el local de brochetas. Entre los cuerpos sobre la hierba estaba el de aquel hombre que bebía frente al calor. “Hasta hace poco, aún olía a cadáver”, cuenta Oleksandr desde el mismo lugar en el que pudo perder la vida. Murieron siete personas, tres hombres, una mujer y tres niños. Fue uno de los 381 ataques, entre misiles, drones y obuses de artillería, que sufrió el 29 de junio la provincia de Zaporiyia, en el este del país, donde se sitúa esta localidad. No es la cifra más alta en un solo día.
Oleksandr ―como el resto de citados en este artículo, prefiere preservar su apellido por seguridad―, de ojos claros, tatuajes de tono azulado entre los nudillos y los brazos y cadena en el cuello, es militar. “En el frente, yo no tenía miedo”, admite, “pero aquí sí lo tengo”. Cuenta que cuando suenan las alertas, en ocasiones no se ve a nadie fuera de casa. Dice también que es tal el pavor en Vilniansk (14.800 habitantes antes de la invasión), que ha visto a algunos de los vendedores de la calle agacharse con un sonido fuerte. Tras el impacto de uno de los misiles, Oleksandr sintió como si le lanzaran una piedra. “Fue algún trozo que llegó tras la explosión y me dio en la barriga, me quemó un poco, pero no es nada”, relata. Diez días después, Moscú volvió a apuntar hacia la localidad y a disparar. Redujo a escombros una empresa en el margen izquierdo de la entrada de la ciudad. Esa vez, dos personas resultaron heridas.
A ningún civil le enseñan a ser valiente. La actitud de los ucranios tras más de 870 días de invasión rusa no va de eso. La mayoría tiene miedo a morir, pero ha incorporado ese temor a su día a día. Y vivir esa normalidad pese a todo es, para muchos de los consultados, resistencia. Así lo cree Oresa, de 58 años. Trabaja en labores de limpieza en el colegio que hay tras las vías del tren, a la espalda de los locales alcanzados el 29 de junio. Escuchó las explosiones. “Estaba tan asustada”, dice esta mujer, menuda y nerviosa, “que creí que se acababa todo”. Le preocupaban sus nietos y sus hijos. Es por ellos por los que no ha abandonado todavía Vilniansk. “Tenemos miedo, sí”, dice Oresa, con la compra en las manos, “pero la vida sigue y no tenemos dónde ir”.
A solo 20 metros, cruzando de nuevo la carretera que vertebra la localidad, pared con pared con el local reducido a cenizas, Tatiana, de 40 años, coloca productos en un comercio, en la planta baja de un edificio de color mostaza muy dañado. 15 minutos antes del ataque, se había marchado a casa. “Estamos acostumbrados a oír cosas así, pero fue tan fuerte”, narra con los ojos vidriosos. Llamó a sus compañeros tras el primer proyectil. “Me dijeron que se estaba quemando todo”, prosigue. Les volvió a telefonear tras el segundo impacto, pero no contestaron, se habían puesto a cubierto. Entre las víctimas hay dos clientas y el nieto de un amigo de Tatiana. Admite que no está bien.
―¿Cómo lo supera?
―Vengo a trabajar, apoyo a mis compañeros y hacemos bromas. Es por salud mental.
Sentido del humor no falta entre los trabajadores de una inmobiliaria situada en el primer piso de un edificio de ocho plantas de la ciudad de Dnipró (alrededor del millón de habitantes), abierto en canal por un misil ruso el 28 de junio, un día antes de la matanza de Vilniansk. Murieron tres personas bajo los escombros. La imagen es demoledora, como la del zarpazo de un oso. El interior de algunas de las viviendas, las tripas del inmueble, ha quedado al descubierto. Resulta casi obsceno mirar. Lana tiene 53 años y trabajaba en las oficinas. De pelo corto, está sentada en una de las sillas que han sacado del edificio. “Tengo miedo porque nunca se sabe cuándo va a caer otro misil, porque quizá es tu último minuto”. Es un temor que cambia y se agrava, cuenta Lana, después de la primera vez que muere alguien conocido. Eso le pasó a ella.
La oficina de Naciones Unidas para Ucrania ha elegido para la portada de su informe de junio la fotografía de este inmueble. En el reporte, la ONU cifra en 146 los civiles muertos durante el pasado mes en todo el país, el segundo más letal de 2024 tras mayo. El triste apartado en el que junio sí tiene la marca más alta es el de menores de edad que perdieron la vida, ocho. Esta sección de la ONU ha registrado la muerte de 11.284 civiles desde que Rusia inició la invasión a gran escala en febrero de 2022. En las notas al pie aclara que el número podría ser mucho más alto por las víctimas no contabilizadas en zonas ocupadas.
Denis, de 44 años, vital, risueño, define lo que pasó en el edificio de Dnipró en inglés: “Fucking hell”. Ese “jodido infierno” por dentro tiene el piso cubierto de los trozos de techo falso caído; las ventanas fuera de sitio, algunas aún colgando sobre el marco. Es el retrato de un seísmo. Los colegas de la inmobiliaria se afanan por sacar el material recuperable; las sillas, los muebles que no quedaron aplastados. En varias salitas acumulan ordenadores, teclados y unidades. “Esto costará mucho, pero ahora no es el momento…”, dice Denis sin detenerse ni en sus palabras ni en sus pasos. De entre todo lo que sobrevivió, hay una cosa que miman y regalan al periodista entre bromas. Es un bote de cristal de kilo y medio lleno de tomates. Viene de lejos y resistió. Oleksandr, de 37 años, lleva la voz cantante. “Hay frustración”, cuenta, “pero estamos vivos, es lo importante”. Y eso que a algunos les pilló fumándose un cigarrillo a la entrada del inmueble cuando el misil atravesó su estructura. “Sácanos una foto a todos junto al edificio”, pide Oleksandr. “Esta es nuestra resistencia”. Así sea.
El 3 de julio, Moscú lanzó una nueva ofensiva sobre Dnipró, la cuarta ciudad más grande del país, con misiles de crucero y drones. Las defensas repelieron casi todo, pero no pudieron evitar que el ataque sacudiera el distrito de Chechelivskii, en el margen derecho del río Dniéper. Ocho personas perdieron la vida. El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, rebotó un vídeo en sus redes sociales en el que una joven grababa el bombardeo mientras se refugiaba. A un puñado de metros del impacto que muestra esa grabación se encuentra el centro comercial Appolo. Sufrió el ataque junto a guarderías y colegios aledaños. Un equipo de obreros repara los daños a buena velocidad, aunque el comercio mantiene todavía tapiadas muchas de las ventanas del exterior.
María, de 25 años, trabajaba ese día en casa, a unos cinco minutos de distancia. “Primero escuché los Shahed [drones de fabricación iraní] y me fui al pasillo”, dice. Se recomienda situarse entre dos paredes en caso de posible ataque aéreo. “Luego llegaron los misiles”, continúa. María ha vuelto al centro comercial. “Da miedo, sí”, explica con una resignación que matiza al reír, “pero es nuestra vida ahora”. No es la primera vez que Rusia utiliza su munición contra este distrito, ni la primera que alcanza al Appolo. “Seguimos yendo a restaurantes, a los supermercados, a tomar un café… Es un hábito”. Que no esconde el miedo. Olena, de 35 años, sale junto a su madre de los grandes almacenes. Fue ella quien, desde casa, al oír el estruendo, la avisó, como al resto de la familia, de lo que pasaba. Dice Olena esa frase que suena fuerte con tanta frecuencia entre los ucranios. “Cada día puede ser el último, siempre puede caer otro misil”. Pero siguen adelante. “Es una forma de contraatacar, claro”, expresa Olena y asiente su madre. “Vivimos el momento”.
Durante la realización de las entrevistas en las distintas localidades sonaron las alertas antiaéreas por un posible ataque. Nadie quiso dejar de hablar.
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