Dense por advertidos
Es imposible ignorar el mensaje de intimidación que envía a los futuros periodistas que el fundador de Wikileaks admita haber violado la ley para poder salir en libertad
La noticia deja un regusto necesariamente agridulce, tirando más bien a amargo. Julian Assange salió este lunes en libertad tras un pacto con los fiscales de Estados Unidos. Tomó un avión —cuyos costes tendrá que abonar— que lo llevó a Bangkok, de ahí a un territorio estadounidense en el océano Pacífico, las Islas Marianas del Norte, donde una jueza estadounidense ratificará con toda probabilidad el acuerdo, y luego volará a su país natal, Australia. Uno no puede menos que alegrarse por este resultado. Por él, por su familia, por su esposa, Stella, por los dos niños pequeños que solo han conocido a su padre entre rejas. Por otra parte, resulta imposible no lamentar que el fundador de Wikileaks haya pasado en total 11 años en reclusión, tratando de evitar su extradición a EE UU. Resulta también imposible ignorar el mensaje que todo ello envía al mundo, al periodismo de investigación, a los defensores de la libertad de prensa y a todos aquellos ciudadanos, en cualquier país, que cuentan con esta como pilar fundamental de las sociedades democráticas en las que viven o aspiran a vivir.
El fundador de Wikileaks aceptó un único cargo (haber violado una ley de principios del siglo pasado, el Espionage Act, aplicada desde entonces en ocasiones muy contadas y nunca a periodistas), así como una pena de cinco años de cárcel. La justicia estadounidense tendrá en cuenta el tiempo que lleva en una prisión de alta seguridad del Reino Unido luchando contra la extradición a EE UU, así que lo más probable es que, una vez ratificado el acuerdo por la jueza, Assange quede definitivamente en libertad. La vista tendrá lugar en las Islas Marianas (por la reina española Mariana de Austria) porque el acusado se ha negado a pisar territorio continental de Estados Unidos: no se fía ni de los fiscales ni, en general, del sistema judicial de aquel país.
No es difícil entender las razones de ello. De haber sido extraditado a Estados Unidos, hubiese afrontado un proceso judicial con una petición de 175 años de cárcel. Cumplidos los 52, Assange llevaba ya más de una década tratando de evitar la extradición y posterior juicio. Pasó primero cinco años en la Embajada de Ecuador en Londres. El resto, en una prisión de alta seguridad del Reino Unido. La acusación de los fiscales estadounidenses resultaba, en apariencia, tan sólida —17 cargos criminales bajo la Ley de Espionaje, aprobada en 1917 para protegerse de actividades contra la seguridad del Estado, más otro cargo criminal contra la Ley de Fraude y Abuso en Computadoras— como insostenible moralmente.
Assange corría el riesgo de pasar el resto de su vida en la cárcel por entregar documentos secretos del Gobierno estadounidense a cinco periódicos —The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Le Monde y EL PAÍS—. Durante algunas semanas de 2010, muchos de ustedes, o algunos de ustedes, leyeron artículos basados en esos documentos, 250.000 cables diplomáticos del Departamento de Estado que desataron una crisis diplomática mundial.
En pocas palabras: Assange podría haberse podrido en un penal estadounidense porque ustedes supieron por las páginas de este periódico de la incompetencia y la doble moral de Washington en sus relaciones con los países árabes aliados o con Pakistán; de sus abusos y ataques a civiles en las guerras de Irak y Afganistán; de las maniobras para conseguir el archivo en la Audiencia Nacional en Madrid de tres casos que de una u otra manera les afectaban (entre ellas, la muerte del periodista José Couso en Bagdad); de las presiones para forzar a bancos y empresas españolas a abandonar los negocios que de acuerdo con la legislación internacional realizaban en Irán, así como de numerosos asuntos en países latinoamericanos: desde el involucramiento de asesores cubanos en Venezuela a la opinión de la Embajada estadounidense sobre el ejército mexicano, pasando por la salud mental de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina.
Wikileaks también publicó varias informaciones que golpearon la imagen y la credibilidad internacional de Estados Unidos. La pieza más destacada —un vídeo de unos 40 minutos de duración— se conoció como Asesinato Colateral (Collateral Murder). Las imágenes, grabadas desde las propias aeronaves, muestran un ataque en Bagdad en 2007, en el que dos helicópteros Apache del ejército estadounidense disparan a un grupo de 12 iraquíes desarmados, dos de ellos colaboradores de la agencia de noticias Reuters. Durante años, los fiscales sostuvieron que la difusión de todo lo anterior puso en riesgo la vida de miles de personas, militares estadounidenses, civiles que colaboraron con las embajadas de ese país o diplomáticos. Nunca lograron acreditar ni un solo caso. Por el contrario, lo que sí muestra toda la información de Wikileaks es la forma irregular, poco escrupulosa o directamente inmoral con la que el ejército estadounidense se comportó en numerosas ocasiones y que únicamente la falta de una condena en un tribunal internacional impide calificar de crímenes de guerra.
Es cierto que Assange es una víctima incómoda, un tipo antipático, al que numerosos periodistas en muchas redacciones del mundo no consideran un colega. No lo es, o no es un periodista en el sentido que algunos consideran que debería serlo —medio hacker, medio activista—. En todo caso, no resulta un periodista conveniente para un caso de atropello tan flagrante por parte del aparato judicial y de espionaje de EE UU (especialmente bochornoso resulta el capítulo español). Para empezar, fue acusado de abusos sexuales por dos mujeres en Suecia en 2010, poco después de que publicásemos los papeles del Departamento de Estado. Assange se negó a viajar a Suecia para someterse a las preguntas de la policía. Alegó que todo era una confabulación para llevarle a Estados Unidos, juzgarle y condenarle. Pocos le creímos entonces. Ofreció responder las preguntas de las autoridades suecas en Londres, aunque estas nunca mostraron interés en hacerlo. Y luego se supo que, efectivamente, Estados Unidos había convocado en secreto un tribunal (grand jury) para imputar a Assange y pedir su extradición.
Wikileaks publicó asimismo los correos del equipo de campaña de Hillary Clinton en 2016. Muchos le consideraron por ello un peón de Vladímir Putin o de Donald Trump, o de ambos a la vez. Tampoco fue ese un movimiento que le granjeara excesivas simpatías en muchas redacciones o en los sectores de la sociedad que normalmente se movilizan en casos de abusos de Estado como los que él ha sufrido ahora. Y ese abuso —y sus consecuencias: años en prisión, daños a su salud física y mental— permanece. Ese abuso es la sentencia, sin juicio, sin defensa, sin focos, sin los derechos básicos en Occidente desde la Ilustración. Ese abuso es el mensaje: a hipotéticos filtradores del futuro, a periodistas, a ciudadanos de todo el mundo.
Para empezar, todos los que participamos en la difusión de aquellas noticias hemos dudado o hemos temido en algún momento por nuestra seguridad jurídica: los directores de los medios en aquel entonces (Alan Rusbridger, Bill Keller, Sylvie Kaufmann, Georg Mascolo y yo mismo), más los cuarenta o cincuenta periodistas de EL PAÍS que conformaron el equipo que buceó en decenas de miles de cables para poder descifrar sus secretos. Entre ellas, como recordaba ella misma hace unos domingos en estas mismas páginas, Soledad Gallego-Díaz, luego directora del periódico. Pero el aviso va dirigido, naturalmente —o sobre todo, diría uno— a todos los directores y directoras y periodistas que han venido y vendrán después y que se han enfrentado o se tendrán que enfrentar a situaciones y dilemas similares. ¿Hay que temer consecuencias legales de algún tipo? Quisiera uno creer que no. Estamos en España. Pero también Assange es australiano. Aquí nos protege la Constitución. Y en la Unión Europea, las leyes y el sentido común. Pero quién sabe. Fuera de ahí, ya no estoy tan seguro. Y el futuro político no parece perfilarse de forma halagüeña, precisamente, para la libertad de prensa y el tipo de protecciones que esta requiere.
Finalmente, el calvario de Assange resulta intimidación suficiente para los Assange de las próximas décadas. Puede contribuir sin duda alguna a restringir la investigación periodística basada en documentación clasificada. ¿Cuánto dejaremos de saber sobre el funcionamiento del Estado profundo? Con sus capacidades crecientes de controlar los movimientos de la ciudadanía, el reconocimiento facial, la maña para intervenir comunicaciones y cometer toda clase de abusos, el control democrático resulta más necesario que nunca. ¿En quién vamos a delegar la fiscalización de todo ello? ¿En el propio Estado y sus agencias? Si las partes del Estado que vemos y podemos examinar (más o menos) raramente funcionan bien, ¿por qué hemos de suponer que las que no vemos sí lo hacen? Si en las partes que observamos se cometen abusos, ¿cómo no sospechar de lo que sucede en las que no? ¿Acaso no hemos aprendido cómo acaba eso? Y esto último, más allá de los propios periodistas, sí les afecta a ustedes, estimados lectores. Así que dense por advertidos.
Sigue toda la información internacional en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.