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Israel-Gaza, anatomía de una frontera en guerra: “No podemos vivir eternamente así. Ellos, tampoco”

Los 69 kilómetros de carretera israelí que rodean la Franja transitan entre el horror por la matanza de Hamás y la ofensiva en el enclave palestino y la esperanza de los que tratan de recuperar la vida

Israel-Hamas War
Una hilera de camiones con ayuda humanitaria espera recibir permiso por parte de Israel para acceder a Gaza a través del paso de Kerem Shalom, junto a la frontera con Egipto.LUIS DE VEGA
Luis de Vega

El horror y la esperanza transitan de la mano a lo largo de los 69 kilómetros de carretera que rodean Gaza por territorio israelí. La ruta parte desde el norte, junto al paso de Erez, y va descendiendo hacia el de Kerem Shalom, el vértice en el que confluyen Israel, Egipto y Rafah (Gaza), que el ejército israelí ha prometido invadir en breve. Por el camino, los sangrientos hitos del ataque cometido por miembros de Hamás el pasado 7 de octubre, cuando fueron asesinadas unas 1.200 personas y 250 acabaron secuestradas, según datos oficiales. Y al otro lado de la frontera, la crudeza de la guerra en Gaza. Está previsto que este miércoles el secretario de Estado de EE UU, Antony Blinken, visite por primera vez la zona en el séptimo viaje que realiza a Israel desde que se inició la guerra.

Es el mismo territorio donde estos días algunos ciudadanos tratan de que la vida vuelva a abrirse paso de nuevo. La tarea no es sencilla pues, a escasos metros, al otro lado de la valla de demarcación, las tropas de Israel han matado ya en estos seis meses a más de 34.500 gazatíes y mantienen la ocupación y los ataques. Este viaje transcurre por una frontera que vive estos días bajo una guerra en pleno apogeo, pero, al mismo tiempo, una frontera donde no se conoce apenas la paz desde que naciera el Estado de Israel hace 75 años.

“Estas comunidades se van a reconstruir y la zona va a volver a florecer. La gente va a volver a vivir acá. Y los niños van a volver a jugar en todas las esquinas”, afirma optimista Martín Filkenstein, agricultor de 45 años del kibutz Nir Oz, donde una cuarta parte de sus 400 vecinos murió o fue secuestrado. Pero la vida sigue hoy congelada salvo para el puñado de empleados que, como Filkenstein, acude cada día desde las localidades en las que residen de manera provisional alejados de la frontera. No hay plazos para el retorno de la población, tampoco sabe cuántos van a querer regresar. De momento, afirma, el trauma por lo vivido se sigue imponiendo, aunque él, a nivel personal, no tiene miedo.

Hasta el 7 de octubre, Erez era el principal nexo entre Gaza e Israel, sobre todo por los casi 20.000 trabajadores palestinos del enclave que estaban empleados en el país vecino. En medio de la presión internacional, Israel anunció hace un mes que iba a permitir la llegada de ayuda humanitaria por este paso hacia el norte de la Franja, la zona más castigada por el hambre, una de las armas empleadas contra los 2,3 millones de gazatíes en el conflicto. Erez sigue cerrado, pero en las últimas semanas se permite la entrada de algunos camiones más hacia la zona septentrional del enclave.

Aquella madrugada de octubre, Erez fue uno de los lugares asaltados por los milicianos de Hamás para acceder a Israel. A pocos minutos de allí, la población del kibutz Yad Mordejai, que acogió una intensa batalla durante la guerra de independencia de Israel en 1948, se convirtió de nuevo en escenario bélico. Otro objetivo de Hamás fue Sderot, ubicada en el margen noreste de Gaza a un kilómetro de la frontera y la ciudad israelí tradicionalmente más castigada por los cohetes palestinos. Es el único lugar de la ruta donde, comparado con visitas anteriores en los últimos meses, la normalidad se ha ido abriendo paso.

Recuperar la vida

Atrás han quedado los días posteriores al ataque, en el que murieron 70 vecinos, cuando apenas permaneció el 10% de sus 30.000 habitantes. El goteo de regresos, con los colegios ya reabiertos, hace que hoy no sea fácil encontrar aparcamiento en las zonas comerciales. “Estamos recuperando la vida”, señala Shaili Elkayam, de 21 años, empleada de una tienda de ropa infantil mientras apura un cigarro. El nivel de clientela se encuentra en torno al 50%, calcula. Pese a todo, la joven no olvida que los cristales de las ventanas siguen temblando de vez en cuando por las detonaciones, lo que asusta a su perro, cuenta con una mueca.

La carretera 232, que atraviesa Sderot, desciende en dirección sur en paralelo al perímetro de Gaza. Como principal eje de la matanza, se convirtió en la carretera de la muerte. Poco tiene hoy que ver con aquellos días posteriores en los que cientos de coches calcinados o acribillados eran retirados mientras una excavadora movía cual peleles los despojos de los yihadistas que habían muerto en los choques con el ejército israelí a la entrada del kibutz Beeri, como presenció este enviado especial.

También se ha esfumado de esta vía el movimiento de tanques y los miles de militares apostados en la zona en improvisadas bases para tomar Gaza, algo que ocurrió el 27 de octubre con el inicio de la invasión terrestre. El día que se realizó este reportaje, el 10 de abril, ni un solo blindado militar se cruzó por el camino.

El cruce de Beeri supone la antesala al peor de los escenarios de la carnicería de Hamás. Una arboleda en el lado derecho del camino sitúa el lugar en el que aquel infausto sábado se celebraba el festival Nova, con varios miles de jóvenes bailando despreocupados al amanecer. Hasta 360 de ellos murieron en un asalto sin piedad que se prolongó durante horas.

Hoy, el lugar se ha convertido en una especie de santuario al aire libre al que peregrina gente de todo Israel y del extranjero. Decenas de personas llegadas en dos autobuses, algunas con audioguía colgada al cuello, deambulan entre las fotos, las pancartas, las velas, los altares improvisados, las inscripciones y hasta los objetos personales —incluso llaves de coche— colocados en recuerdo de las víctimas.

Isaac Markman, de 58 años, un judío de origen brasileño que reside en Vancouver (Canadá), no deja de pensar en sus hijas universitarias, Amanda, de 24 años, y Giovanna, de 22. “Las veo a las dos en los rostros de todos estos jóvenes”, afirma delante de las fotos junto a las que flamean al aire varias banderas de Israel. “Y también las veo en todos estos jóvenes militares”, añade al paso de una muchacha que viste el uniforme del ejército. Markman ha visitado junto a su mujer, Flavia, de 53 años, varios de los lugares de la carnicería de octubre. “Hemos venido en señal de duelo”, afirma la mujer sin poder reprimir las lágrimas. Les acompaña su cuñado, Menashe Zugman, y su esposa.

Zugman, de origen argentino y vecino de una de las colonias judías en la Cisjordania ocupada, lleva años dedicado a ser guía turístico por lugares de la memoria del Holocausto, especialmente Polonia. “No podemos comparar esto con la Shoah”, cuando murieron entre cinco y seis millones de judíos, admite, aunque “esto del 7 de octubre está más próximo, es el presente”, añade. Pese a todo, este colono se queda con el dato de que el 85% de los asistentes al festival sobrevivieron. “Hoy esto es más seguro que el 7 de octubre. Veo el futuro con fe”, concluye. De fondo, retumba cada poco la artillería israelí disparando hacia la vecina Gaza, claro recordatorio de que la guerra está a unos cinco kilómetros.

Eso no impide que algunos hayan retomado en la zona sus quehaceres diarios. Cuatro trabajadores tailandeses se afanan en un campo de mangos a las afueras del kibutz Nir Yitzhak. Llevan varios años en Israel pero ninguno fue víctima del ataque de Hamás, en el que varios compatriotas fueron asesinados y otros secuestrados. Al ser preguntados por el motivo por el que no se han ido pese al conflicto, Kadi, uno de ellos, responde frotándose la yema de los dedos haciendo un gesto para indicar que necesitan el dinero.

Trabajadores tailandeses, en un campo de mangos en los alrededores del kibutz Nir Yitzhak.
Trabajadores tailandeses, en un campo de mangos en los alrededores del kibutz Nir Yitzhak. LUIS DE VEGA

La agricultura es el gran motor económico de las comunidades que se levantan en el perímetro exterior de Gaza. Grandes extensiones de invernaderos dominan el paisaje, aunque muchos siguen todavía huérfanos de cultivos. De hecho, el sector se encuentra sumido por la contienda en la peor crisis de su historia. En el kibutz Nir Oz las pérdidas ascienden a “varios millones de euros”, destaca Martín Filkenstein, miembro de la cooperativa que gestiona los campos de los que depende hasta el 80% de la economía de la comunidad, algunos ubicados a solo 700 metros de la valla de Gaza.

Impulsados por la necesidad de minimizar las pérdidas, él y una decena más de vecinos estaban de vuelta a la faena pocos días después del ataque. Más de tres cuartas partes de los ingresos las representa el cultivo de la patata, que se siembra en octubre y noviembre, por lo que la presente cosecha se ha perdido, evalúa Filkenstein, judío llegado desde Argentina hace 25 años y que se salvó del ataque de Hamás tras permanecer escondido con su mujer y tres hijos durante 12 horas.

El asfalto, ondulado a golpe de oruga de tanques y blindados, está siendo renovado en algunos tramos de la carretera, lo que evita el incómodo ruido y vibración de los neumáticos de los vehículos. Algo más hacia el sur, una columna de humo se alza sobre el cielo a la altura de la localidad palestina de Rafah, ya fronteriza con Egipto. Mientras, en el lado israelí, trabajan con esa explosión de fondo un tractor y una máquina preparando alpacas de paja. Varios globos blancos fijados al terreno con cuerdas sirven a las fuerzas israelíes como puntos de observación del enclave palestino, adonde no permiten el acceso a los reporteros.

Un agente armado impide el acceso al kibutz Kerem Shalom, fronterizo con la Franja. Más abajo, ahí donde confluyen Israel, Gaza y Egipto, solo quedan las instalaciones del paso hacia territorio palestino. La carretera está custodiada por un control policial desde el que, al fondo, se aprecia la larga fila de camiones en la frontera esperando ser inspeccionados por agentes israelíes antes de que les den luz verde para pasar al lado gazatí con ayuda humanitaria.

Cumplimentado ese trámite, que lleva a veces días de espera y que Israel retrasa de manera deliberada, como denuncian diferentes organizaciones humanitarias, los vehículos avanzan entonces hacia el enclave palestino. Lo hacen junto a lo que fue el aeropuerto internacional Yaser Arafat, inaugurado en noviembre de 1998 por el que era en aquel momento presidente palestino junto al primer presidente de la historia de Estados Unidos que llegaba en avión a Palestina, Bill Clinton. Esas instalaciones, levantadas con fondos españoles, entre otros países donantes, fueron bombardeadas en 2001 por el ejército de Israel, que controla y somete de manera férrea y sistemática a la Franja por tierra, mar y aire.

“Nosotros no podemos vivir eternamente así. Ellos tampoco pueden vivir eternamente así”, suspira Martín Filkenstein, que considera a la población de Gaza también víctima del radicalismo de Hamás. ¿Es posible que haya paz en esta frontera? “Creo que es difícil”, concluye el agricultor de origen argentino.

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Sobre la firma

Luis de Vega
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear en la sección de Madrid. Antes trabajó en el diario Abc, donde entre otras cosas fue corresponsal en el norte de África. En 2024 ganó el Premio Cirilo Rodríguez para corresponsales y enviados especiales.
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