La guerra golpea también a Belén, que ya ha suspendido las fiestas de Navidad
La ausencia de peregrinos tiene desesperados a los comerciantes de objetos religiosos y a los guías turísticos en una ciudad cuya economía depende de los extranjeros
Tras más de 20 años, el disparo en la espalda de la estatua de San Jerónimo, recuerdo de la Segunda Intifada, pasa desapercibido. Los cientos de católicos que abarrotan la misa dominical en la basílica de la Natividad de Belén, en la Cisjordania ocupada por fuerzas israelíes, apenas reparan ya en el balazo. Son locales que no pueden moverse por la guerra y que forman parte de ese 10% de cristianos que integran la población palestina. No necesitan guías turísticos, ni hoteles, ni adquieren recuerdos en los comercios locales… La contienda entre Israel y Hamás está hundiendo la principal fuente de ingresos de Belén, de unos 30.000 habitantes, que son los peregrinos extranjeros.
Todo, cuando la localidad estaba levantando cabeza tras el mazazo de la pandemia. “El 6 de octubre fue la última vez que acompañé a turistas. Al día siguiente cerraron los controles militares israelíes, los turistas se quedaron en Jerusalén y fueron regresando a sus países”, describe Ramsi Al Saadi, un guía de 36 años, refiriéndose a la víspera del comienzo de la guerra.
Las previsiones ante una posible paz a corto plazo son negras. Muestra de ello es que los responsables de la Iglesia cristiana anunciaron el 10 de noviembre desde Jerusalén que este año no habrá festividades navideñas. “A pesar de nuestras repetidas llamadas para un alto el fuego humanitario y un fin de la violencia, la guerra continúa”, afirman en un comunicado. Justifican la decisión por los miles de civiles inocentes muertos, los heridos y los que han perdido su casa, su trabajo o viven golpeados por la crisis económica.
“Se mantendrán las misas y los rezos, porque creo que serán más necesarios que nunca, pero no las fiestas o los cánticos”, reconoce el padre Rami Asakrieh, un franciscano jordano párroco de la iglesia católica en Belén. Ramsi Al Saadi es consciente de que sin luces, sin adornos, sin regalos, sin actividades en la calle y, sobre todo, sin grupos de turistas, sobrevivir va a ser más difícil. No tiene cifras exactas, pero está seguro de que el desempleo del 20% anterior al conflicto se ha disparado. En un lugar como Palestina, foco constante de tensiones, hay que ser previsor, aclara. “Yo salgo adelante porque tengo algo ahorrado. Aquí estamos acostumbrados a la guerra y siempre pensamos que algo así nos puede pasar”, detalla el guía turístico.
La carretera que lleva desde Jerusalén a Belén, apenas una decena de kilómetros, está cortada por fuerzas israelíes desde el 7 de octubre. Ese día, se produjo el ataque de Hamás que dejó unos 1.200 muertos en territorio israelí y más de 200 rehenes en Gaza, detonante de la actual contienda. Llegar ahora a la basílica de la Natividad implica más del doble de kilómetros y atravesar desde el sur un control del ejército que no siempre está abierto. La ocupación y el bloqueo, que mantiene medio aislada a la población de Cisjordania desde hace décadas, son ahora mucho más férreos. Esto afecta directamente a los habitantes de Belén y sus localidades de alrededor que, gracias a un permiso especial, acudían a diario a trabajar a Jerusalén.
Algunos como Jack Abdallah, que tiene un restaurante en el barrio de Sheik Jarrah de Jerusalén y que mantiene a sus tres hijos escolarizados en esa ciudad, han tenido que tomar una decisión drástica que no está al acceso de muchos. Ha dejado su residencia en el pueblo de Beit Yala, a las afueras de Belén, y se ha trasladado con toda la familia a casa de su madre, en la ciudad vieja jerosolimitana. “Ahora vivimos los seis en 31 metros cuadrados, pero yo puedo mantener abierto el restaurante y mis hijos seguir escolarizados”, agradece Abdallah. Cada domingo suelen dar una vuelta a la casa de Beit Yala y, de paso, visitan la basílica de la Natividad.
Por la gruta horadada bajo la iglesia donde una estrella de plata marca, según la tradición, el lugar exacto del nacimiento de Jesús, apenas pasa un goteo de creyentes palestinos que se arrodillan sin necesidad de esperar turno. El padre Rami Asakrieh pasea con pena por el lugar mientras recuerda las colas que había hasta el 7 de octubre en uno de los lugares más visitados del cristianismo en Tierra Santa.
Delante del templo, Mahmud Suleimán, de 60 años y ocho hijos, echa la vista atrás mientras trata de matar el tiempo sin vender ni medio souvenir con los que se ganaba la vida hasta el mes pasado. Abre el maletero de su coche y ahí está toda la mercancía de imanes para la nevera de Belén y Jerusalén, bolsos, monederos de tela… “Creo que este año ni van a poner el árbol” de Navidad, predice apuntando al centro de la popular plaza del Pesebre. Unas decenas de metros más allá, en un comercio de objetos religiosos vacío de clientes, el responsable refleja el hastío rodeado de figuras del belén realizadas en madera de olivo palestino. “No pienso decir ni una sola palabra. Basta con que eches un vistazo al panorama. Lo que ves es lo que hay”, comenta seco evidenciando el vacío de visitantes.
“Lo nuestro es lo que llamamos resiliencia ante la ocupación colonial”, argumenta George Rishmawi, un entusiasta emprendedor que dirige la iniciativa Palestinian Heritage Trail, dedicada desde hace 12 años a rutas de senderismo con las que trata de emular el Camino de Santiago. Se ríe cuando es preguntado por el atrevimiento de organizar caminatas en grupo para dar a conocer la historia, la cultura y la identidad palestina por un territorio controlado por militares israelíes y plagado de colonos judíos que tratan de arrebatarles sus tierras y su modo de vida.
A oír misa a la Natividad acuden también dos decenas de chavales ataviados todos con la misma sudadera. Se hacen llamar el Ejército de Dios, un movimiento importado hace dos o tres meses desde Líbano, explican. Lucen un logotipo con la Biblia, unas alas blancas y una cruz. “Nuestra misión es defender nuestras iglesias y nuestra tierra y defendernos unos a otros, pues estamos en minoría”, comenta Samir Ballout, universitario de 21 años.
El más veterano de todos ellos es Mike Kanawati, de 50 años, que, al ser apuntado como posible responsable, señala al cielo y dice: “Ahí arriba está el gran jefe”. El fusil kaláshnikov que luce tatuado detrás de la oreja izquierda cuenta que es recuerdo de los tiempos en que, entre 1995 y 1998, fue integrante de la guardia pretoriana del presidente palestino Yasir Arafat, la conocida como Fuerza 17. Hoy Kanawati se dedica al sector del turismo y, como muchos en Belén, sufre la crisis económica a la sombra de la contienda bélica. “Esto es terrible, un desastre”, describe a la salida de la celebración religiosa.
Los aproximadamente 50.000 cristianos representan en torno al 1% de la población palestina. Se reparten, esencialmente, entre Belén, Ramala, Jerusalén y, algunos, también en Gaza. La mitad de ellos son ortodoxos y en torno al 40% son católicos. En la zona de Belén, junto a las vecinas Beit Yala, Beit Sahur y el campo de refugiados de Aida, el número de cristianos alcanza el 11%. Ese asentamiento, donde miles de personas viven hacinadas a la sombra del muro de hormigón de una decena de metros de alto levantado por Israel, es un foco de tensión constante. El último muerto, un adolescente, se registró el viernes. El domingo todavía decenas de personas daban el pésame a la familia en unas calles llenas de carteles con el rostro del chaval.
Pero el foco principal de la actual guerra se halla en Gaza, donde han muerto ya más de 11.000 personas por la operación militar israelí. La Franja se encuentra a unos 60 kilómetros en línea recta de Belén, donde es la economía la que se encarga de causar más estragos. La violencia no esquiva, sin embargo, Cisjordania, donde han muerto al menos 185 palestinos en el mayor brote de violencia en este territorio desde la Segunda Intifada (2000-2005).
El bloqueo por la guerra impuesto por Israel a los palestinos hace que, paradójicamente, se haya doblado el número de feligreses locales que acuden a las celebraciones en la basílica de la Natividad, explica el padre Asakrieh. Las tres naves aparecían abarrotadas de familias bien vestidas durante la misa de 11 del domingo, oficiada por varios sacerdotes en árabe. El franciscano jordano es tremendamente popular y son muchos los que acuden a saludarlo. Los niños le regalan abrazos alrededor del hábito marrón mientras, de fondo, el coro entona aleluyas desde el altar.
“Notamos que hay una mayor espiritualidad, la gente tiene miedo al futuro, miedo por su país y miedo por los más pequeños”, reconoce el monje mientras pasea por unas dependencias que, durante más de un mes, saltaron a los telediarios de todo el mundo en 2002. Entonces, más de un centenar de palestinos y varios religiosos permanecieron sin comida, agua ni electricidad en la basílica asediados por tropas israelíes antes de alcanzar un acuerdo. Uno de los muchos disparos de aquellos días es el que impactó en la espalda de San Jerónimo.
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