Israel: una estrategia arriesgada
El ataque de Hamás da al Gobierno de Benjamín Netanyahu un pretexto para profundizar en sus políticas colonizadoras y enterrar la solución de los dos Estados
Tras la operación Inundación de Al Aqsa llevada a cabo por Hamás, Israel ha lanzado una devastadora ofensiva aérea sobre la franja de Gaza. Mientras tanto, Cisjordania, territorio bajo control de la Autoridad Palestina, permanece cerrada a cal y canto sin que se permita la movilidad entre los diferentes cantones donde se confina a la población palestina. A un observador mínimamente avezado le podría resultar paradójico el contraste existente entre la relativa calma en la que vive Cisjordania frente a la situación desesperada que atraviesa Gaza, pero esta paradoja obedece a una estrategia deliberada de las autoridades israelíes.
Es bien sabido que una de las estrategias puestas en marcha por todas las potencias coloniales a lo largo de la historia ha sido el divide et impera (divide y vencerás). A nadie le pasa desapercibido que un rival dividido es siempre mejor que un rival unido. De ahí que Israel haya intentado dividir no solo a la población palestina que se encuentra repartida entre los territorios ocupados y los países del entorno, sino también a sus diferentes formaciones políticas. Aplicando la política del palo y la zanahoria, los gobiernos laboristas que firmaron los Acuerdos de Oslo trazaron una clara línea divisoria entre Fatah, que defendía el proceso de paz, y Hamás, que apostó todas sus cartas a la vía armada.
El fracaso del proceso de Oslo pasó una elevada factura al Partido Laborista, que hoy en día tiene un peso residual en la escena política israelí y allanó el terreno para que el Likud (y su franquicia Kadima) se hicieran con el poder. Ariel Sharon primero y Benjamín Netanyahu después fueron elegidos primeros ministros precisamente para sabotear las negociaciones, destruir a la Autoridad Palestina e impedir que, en un futuro cercano, surgiese un Estado soberano sobre los territorios ocupados por Israel. Desde entonces, Netanyahu ha intentado socavar la autoridad de Fatah ninguneando a su presidente, Mahmud Abbas, al que no reconoce como interlocutor, al igual que Ariel Sharon hiciera en el pasado con Yasir Arafat.
Castigar a los moderados y premiar a los radicales se ha demostrado una estrategia del todo arriesgada. En este escenario de cuanto peor mejor, Hamás es para Netanyahu el enemigo idóneo, ya que sigue defendiendo un programa maximalista. El hecho de que dicha organización sea tachada de terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea permite al Gobierno israelí seguir apostando por medidas punitivas en lugar de cumplir con las resoluciones internacionales que reclaman el final de la ocupación y la creación de un Estado palestino soberano e independiente.
Pero no debe olvidarse que Hamás no existía cuando Cisjordania, Jerusalén Este y la franja de Gaza fueron ocupados en el curso de la Guerra de los Seis Días de 1967. Hamás nació en 1988 tras el estallido de una Intifada que abrió los ojos al mundo sobre la brutalidad de la ocupación y, durante varios años, se benefició de un claro trato a favor por parte de las autoridades israelíes, que la vieron como un contrapeso a la Organización de Liberación de Palestina. La principal razón de su triunfo electoral en 2006 fue precisamente el saboteo continuo de la Autoridad Palestina por parte de los gobiernos israelíes.
Difícilmente, Hamás tendría una posición dominante en la escena política si la colonización no se hubiera intensificado hasta extremos inimaginables y si la Autoridad Palestina hubiese podido exhibir algún éxito, por pequeño que fuera, de su apuesta por la vía negociada. Pese a ser conscientes de esta situación, las autoridades israelíes optaron por minar la credibilidad de Mahmud Abbas hasta hacerlo prácticamente irrelevante y, hoy en día, su figura concita un fuerte rechazo en el seno de la sociedad palestina.
Jalid Qadumi, uno de los portavoces de Hamás, ha tratado de justificar los actos de barbarie perpetrados por su formación como una respuesta a “las atrocidades cometidas en Gaza, contra el pueblo palestino y contra nuestros lugares sagrados como la Mezquita de Al Aqsa”. El injustificable asesinato a sangre fría de cientos de civiles difícilmente beneficia a la causa palestina, sino que le sirve en bandeja de plata al Gobierno israelí el pretexto tanto tiempo esperado para profundizar en sus políticas colonizadoras y, lo que es más peligroso: para enterrar, quizás de manera definitiva, la solución de los dos Estados.
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