Rathia, la única mujer en los equipos de rescate de víctimas en Derna
Aunque solo los hombres pueden realizar enterramientos en el mundo islámico, ella está autorizada para acceder a la zona cero de las inundaciones y trabajar en los traslados de cuerpos a la fosa común
Los voluntarios abren la puerta de la ambulancia. Van vestidos con EPI y mascarillas, pero cuando se disponen a cargar entre varios con la bolsa negra que yace sobre la camilla se dan cuenta de que con uno basta. El bulto que contiene es tan pequeño como una pelota de baloncesto. Es un bebé. De repente, todos los presentes enmudecen y la escena, que se repite cuatro veces en una hora, se ralentiza. El traslado, de unos pocos metros, al camión donde se acumulan una decena de cadáveres antes de llevarlos a la fosa común, se hace cuidadosamente. Y en medio de la veintena de hombres que llevan casi dos semanas recuperando y acarreando cuerpos de las víctimas de la inundación de Derna, desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, una sola mujer: Rathia Mohamed Azqiba.
Cuando amaneció en Derna tras la rotura de dos represas por la tormenta Daniel a principios de mes, Azqiba vio cómo todo su barrio ―“38 edificios”, detalla―, sencillamente, habían desaparecido. Y con ellos, sus “tíos y la mayoría de vecinos”. Entonces, la mujer, de 65 años, supo dónde debía dirigirse. “En los primeros días, estuve en el hospital lavando cuerpos de víctimas y preparándolos para enterrarlos. Pero cuando dejaron de preservarlos porque estaban muy descompuestos, me vine a este puesto. Aquí, antes, había un mercado de verduras”, continúa explicando en la carpa en la que sus compañeros se tumban para intentar dormir unos minutos cuando ya no pueden más.
Cinco días después del paso de la tormenta Daniel, que ha causado al menos 4.000 muertos, el Gobierno del mariscal Jalifa Hafter, que controla el este del país, decidió enterrar rápidamente los cuerpos hallados, tras tomarle una prueba de ADN, para evitar brotes de enfermedades como el cólera. Fue entonces cuando Rathia se trasladó de la morgue a este puesto situado junto a la playa, en el epicentro de la tragedia. Es la única mujer autorizada para acceder a esta zona, cerrada para los civiles no registrados como voluntarios, y para trabajar con los hombres de largas barbas e ideas rígidas encargados de coordinar los traslados de los cuerpos a la fosa común ―solo los hombres pueden realizar enterramientos, según el precepto islámico―. Se han alzado como la autoridad en esta tarea por su implicación en la vida diaria de las mezquitas de la ciudad y se encargan de vigilar el cumplimiento de los preceptos del islam, como que los restos de las mujeres no sean vistos por hombres extranjeros ni fotografiados. Varios entrevistados han insistido en el impacto psicológico que supuso para los supervivientes encontrarse, cuando terminó la riada, las calles atestadas de mujeres y niñas desnudas, una imagen especialmente perturbadora para una sociedad tan conservadora como la de Derna.
Por eso, la presencia de esta mujer entre los voluntarios resulta insólita. Ha sido posible por su implicación en organizaciones caritativas de su mezquita durante las dos guerras civiles y la lucha contra el grupo Estado Islámico que Libia, y con especial ferocidad Derna, han sufrido desde 2011. La mujer, de mirada afable, repartía comida y ropa entre los afectados por las batallas que se libraban dentro de la ciudad y por los bombardeos. “Pero nada se puede comparar con lo que nos está pasando ahora”, puntualiza en una conversación el 19 de septiembre. Cuando escucha la ambulancia acercarse, rápidamente coge un difusor con desinfectante y otro con ambientador. Se mezcla con los voluntarios que cargan los cuerpos y los rocía, tanto para prevenir enfermedades como para disimular el olor a muerte. Después, derrama sobre sus manos enguantadas agua con lejía. Los hombres buscan la forma de mostrarle su agradecimiento con la mirada, por encima de las mascarillas y, en algunos casos, de las gafas protectoras. “Esta mujer ha lavado más de 1.000 cuerpos”, exclama con orgullo Salah, un muchacho de 25 años que ha perdido la cuenta de las víctimas que ha porteado y que la abraza con ternura. No es el único. Son muchos los que le expresan con reverencia gratitud por el cuidado que entraña su labor.
Intentar restablecer la normalidad
Rathia Azqiba rehúye ahondar en las razones por las que es la única voluntaria femenina en la zona cero. “Muchas mujeres murieron, otras están cuidando de los niños y de los ancianos. Por eso, no están aquí. Y también es verdad que en los primeros días era muy duro estar lavando cuerpos y poder encontrarte, de repente, a tus familiares entre ellos”. Hay algo que repite, como un mantra, a lo largo de la entrevista: “Pese a mi dolor y mis pérdidas, mi obligación es venir”.
Justo a su espalda, unos operarios levantan, con premura, un muro metálico doble. El objetivo, explican, es que cuando se autorice a los civiles a volver a lo que queda de sus casas no revivan la catástrofe viendo la costa plagada aún de coches retorcidos, harapos de ropa, restos de juguetes y zapatos. También, evitar la visión de unas aguas aún amarronadas por las toneladas de residuos arrastrados por la riada. Cientos de personas se afanan en toda la ciudad por intentar restablecer una aparente normalidad, una empresa ingrata ante la envergadura de la destrucción.
Pasear por las calles de Derna sume en un estado de perplejidad por la incapacidad de explicar la dimensión de ver decenas de barrios destruidos, cientos de coches apilados taponando docenas de calles, edificios enteros sepultados hasta la segunda planta bajo tierra. Incluso en zonas de guerra resulta difícil encontrar tal nivel de devastación. Y como en esos contextos bélicos, uno de los primeros síntomas de la vuelta a la vida son las colas de niños y adultos, algunos con ropas harapientas, recogiendo comida donada. En este caso, las cajas de huevos que el dueño de un supermercado está entregando, de manera gratuita, el primer día de reapertura. Las estanterías del comercio lucen perfectamente repuestas con una amplia variedad de productos, entre ellos, varias marcas de dulces producidos en España. “Lo hacemos por nuestros clientes que llevan días pidiéndonos que reabramos. Esto no es por dinero, es por nuestros vecinos”, explica emocionado Mansour, uno de los empleados. Él perdió a todos sus primos y a muchos amigos y la única forma que encuentra para aplacar su desconsuelo es atribuir la tragedia a los designios de Dios.
La inundación más mortífera de África
A unas calles de allí, trabaja con ahínco un grupo de bomberos de Turquía, uno de los grandes aliados del Gobierno de Trípoli, enfrentado con el del este del país, bajo el que se encuentra Derna. Ayudados por una excavadora, criban la tierra hasta que el hedor se hace insoportable. “Para que huela así, tiene que estar a menos de dos metros”, dice uno de los uniformados de rojo, que ahora excava con cuidado buscando el abultamiento que le dé la clave de por dónde seguir. Entonces, aflora un pie que rápidamente se convierte en un cuerpo masculino mediante el trabajo preciso y respetuoso de quienes hasta antes de la inundación eran considerados enemigos en esta parte del país. Lo enfundan rápidamente en dos bolsas, lo depositan en el cucharón del bulldozer, que lo envuelve como una araña para trasladarlo al otro lado de la calle. En esta área de la ciudad, buena parte de los edificios lucen una pintada en la fachada: una fecha, el nombre del equipo de rescate y un número. Son los cadáveres encontrados; no hay cifra inferior a tres.
Naciones Unidas han revisado a la baja el número de víctimas, situándolo ahora en 3.958 muertos y más de 9.000 desaparecidas. Se trata de la inundación más mortífera registrada en África desde el año 1900, según datos de la Organización Mundial de la Salud. La mayoría de ellas están siendo enterradas en una fosa común en uno de los montes que rodean Derna. Allí, en medio de una planicie, varias máquinas amplían el foso mientras una treintena de hombres se dedican, sin descanso, a celebrar los sepelios antes de darles sepultura. Alrededor de la tierra de color rojizo, roto ahora con el blanco de la cal viva, decenas de tiendas de plástico. Es donde viven quienes, desde la inundación, se dedican a los enterramientos. Como el resto de voluntarios encargados de la gestión de los cuerpos, rechazan hablar con esta periodista por ser mujer y porque solo los hombres tienen permitido el acceso a los cementerios musulmanes.
Esperanza de reunificación
“¿Ves esa unidad? Ellos mataron a algunos de los nuestros y nosotros hemos matado a algunos de los suyos durante la guerra. Pues ahora, están aquí ayudándonos. Nunca como ahora he tenido tanta esperanza de que Libia pueda volver a estar bajo un mismo Gobierno”, confiesa un soldado, cuya identidad no puede hacer pública porque no está autorizado a hacer declaraciones. Una emoción que comparte Rathia Atqiba: “En cuanto nos ocurrió esta desgracia, libios del este y del oeste vinieron a ayudarnos. Es una demostración de la unión que vive nuestro país”. Un nuevo revuelo se forma alrededor de la mujer: alguien ha visto una mancha oscura en el mar embravecido. Poco a poco, una multitud se despliega sobre las rocas que frenan el oleaje. Observan durante más de media hora, hasta que estiman que es algún tipo de plástico o ropaje.
“Cuando se acabe el trabajo aquí, seguiré buscando a gente a la que ayudar, a todos esos refugiados que se han quedado sin casa”. Más de 40.000 personas que, según la ONU, viven ahora repartidos por escuelas y otros centros públicos de Derna y de poblaciones de los alrededores. Unas 40.000 personas, la población de una ciudad mediana de España, que se han quedado sin nada; Rathia tiene claro que cuando Derna deje de ser noticia, esta gente necesitará más ayuda que nunca.
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