Níger, cuando todas las opciones son malas
Si no hay intervención militar y no se aplican sanciones, los golpistas entenderán que tienen vía libre
La situación de Níger, tanto en términos de bienestar como de seguridad, distaba de ser buena antes de la asonada militar liderada por el general Abdourahamane Tchiani el pasado 26 de julio. Pero ahora, cuando la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao) muestra dudas sobre la voluntad de materializar su ultimátum, interviniendo militarmente en el país para reponer al presidente Mohamed Bazoum, todas las opciones realistas conducen al mismo punto: todas son malas.
Si realmente se desencadenara la intervención, aumentaría exponencialmente la perspectiva de una guerra regional de incalculables consecuencias. Los golpistas ya han dejado clara su intención de aferrarse al poder por todos los medios. Cuentan con unas Fuerzas Armadas limitadas —los efectivos se estiman entre los 12.000 que suelen figurar en las principales fuentes internacionales y los 40.000 que el propio Bazoum cuantificaba hace pocos meses—, incapaces de garantizar la seguridad de un país de 1,2 millones de kilómetros cuadrados y 5.500 kilómetros de fronteras. Y aunque hay señales de las disensiones internas entre la Guardia Presidencial, a cuyo frente estaba Tchiani, y otros altos mandos militares, de momento no parece que ninguno de ellos esté dispuesto a desafiar su poder.
En todo caso, dan señales claras de que están dispuestos a recurrir a todos los métodos imaginables para resistir la hipotética embestida. Entre ellos, además de buscar la colaboración de los tuaregs que habitan la zona norte del país, está solicitar la ayuda de otros vecinos golpistas, como los de Burkina Faso, Chad, Guinea o Malí, que ya se han mostrado dispuestos a alinearse con las nuevas autoridades nigerinas. Ninguno de ellos tiene un gran potencial militar, pero constituyen un refuerzo cuyo potencial desestabilizador no puede ser despreciado si la violencia estalla. Y lo mismo cabe decir de la previsible implicación del grupo mercenario Wagner, punta de lanza de la estrategia rusa para recuperar influencia en el Sahel, aprovechando los errores cometidos por Francia y Estados Unidos.
Frente a ellos se vislumbra una fuerza conformada por varios miembros de la Cedeao, con Nigeria a la cabeza, junto a Benín, Costa de Marfil y Senegal. Su potencial militar —contando con que Nigeria dispone de escasas unidades ociosas para poder incorporarlas a una posible coalición regional— no permite suponer que en un incierto enfrentamiento armado pueda alcanzar una victoria inmediata y definitiva. Algo así solo sería factible si contaran con apoyo occidental; una opción aún más inquietante, dado el creciente sentimiento antifrancés y antioccidental reinante en el país y en la región.
Desde el punto de vista militar, si la intervención llegara a producirse, lo más probable es que combinaría una acción directa para tomar el control de la capital, tratando de forzar la reposición de Bazoum en su puesto, con varias incursiones en territorio nigerino desde varias direcciones, obligando a los golpistas a mantener un despliegue amplio para cerrar las vías de penetración, lo que supondría contar con menos fuerzas para defender su posición en Niamey.
Pero si nada de eso ocurre y finalmente la intervención regional no se produce, el escenario resultante no es mejor de ningún modo. Por un lado, supondría validar un nuevo golpe de Estado, alejando al Sahel de gobiernos legitimados por las urnas, con gobernantes más preocupados de consolidar sus privilegios que de atender a sus conciudadanos. Por otro, a la luz de las primeras decisiones tomadas por Tchiani, dejaría el espacio abierto a una renovada influencia de Rusia en la zona, de la mano de un grupo mercenario que no se distingue precisamente por su respeto de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario.
Por muchos que hayan sido los errores cometidos por París, Washington y Bruselas —apostando por el apoyo a unos gobernantes muy cuestionados, siempre que amoldaran al dictado de sus patronos occidentales—, nada permite suponer que de la mano de Moscú la situación vaya a mejorar: ni en términos de bienestar (en torno a un 90% de los 27 millones de nigerinos vive por debajo del umbral de la pobreza) ni de seguridad. Precisamente en este último terreno, aunque la Cedeao no llegue a dar el paso, los golpistas están redesplegando sus fuerzas para consolidar su control de la capital, lo que se traduce de inmediato en una menor capacidad para hacer frente a la amenaza que suponen los grupos yihadistas ligados a Al Qaeda (JNIM) y a Daesh (Estado Islámico del Gran Sahara).
Son muchas las veces que la historia ha demostrado que el apaciguamiento no funciona. Si no hay intervención militar y no se aplican sanciones —el 70% de la electricidad que consume Níger procede de Nigeria, a través de cuyo territorio realiza el grueso de su comercio exterior— los golpistas entenderán que tienen vía libre. Y lo mismo pensarán los que sueñan con imitarlos.
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