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Acciones armadas o reconstruir la sociedad civil: la oposición rusa en el exilio debate cómo derribar a Putin

La disidencia rusa, que se moviliza contra la guerra en Ucrania, tiene como objetivo evitar que al jefe del Kremlin le suceda otro autócrata

Vladímir Putin
Un mural que representa a Vladímir Putin, presidente de Rusia, en un edificio adyacente a la embajada rusa, en Riga, Letonia, en febrero de 2023.Andrey Rudakov (Bloomberg)
María R. Sahuquillo

La oposición rusa al régimen de Vladímir Putin burbujea estos días. Las sacudidas provocadas por el motín fallido de Yevgueni Prigozhin y sus mercenarios de la compañía Wagner, que han mostrado la debilidad de un presidente ruso que vive en su búnker físico y mental, ha hecho a algunas figuras de la oposición en el exilio replantearse su estrategia. “Lo que nos ha enseñado el asunto de Prigozhin es que hay ventanas de oportunidad”, remarca la opositora Anastasia Shevchenko. “Los globos, las pancartas, las protestas pacíficas contra la guerra y contra Putin están bien, hay que seguir, pero no funcionan cuando te enfrentas a terroristas como los que manejan el Kremlin. Si los demócratas queremos derrotar al régimen tenemos que pensar en las armas, si llega el momento”, lanza.

Shevchenko fue la primera persona en Rusia acusada y condenada por “participar repetidamente en las actividades de una organización indeseable” por su vinculación a Rusia Abierta, una asociación hoy extinta que fue fundada por el antiguo oligarca y expreso político Mijaíl Jodorkovski. La opositora pasó dos años en arresto domiciliario en Rostov del Don. Fue filmada con cámaras ocultas en su domicilio y hostigada. Ni siquiera pudo sujetar la mano de su hija, gravemente enferma, cuando murió, en un hospital ruso. Finalmente, hace un año y un mes, huyó de su casa con su familia en medio de la noche y tras un largo viaje recaló en Vilnius, la capital de Lituania, donde reside una importante comunidad opositora rusa al Kremlin y a la guerra contra Ucrania.

La disidente, hoy parte del Comité de Acción Ruso, que coordina actividades de la resistencia y numerosas campañas de protesta contra la invasión a gran escala—“la prioridad es que la guerra termine y que Ucrania gane”—, habla de la necesidad de que la oposición esté preparada para hacer valer sus intereses, incluso con fórmulas no pacíficas, cuando otra oportunidad surja. La reverberación causada por el intento de golpe de Prigozhin, que aún se siente, se une a los últimos arrestos de ultranacionalistas, como Igor Girkin, acusado de crímenes de guerra. Y el régimen ya no parece tan inmune.

Esa idea de que hay que llevar las cosas hasta el siguiente nivel es aún incipiente, pero empieza a expandirse. También Jodorkovski, una vez el hombre más rico de Rusia y hoy uno de los opositores más renombrados en el exilio, ha ahondado en esa fórmula tras la rebelión fallida del jefe de Wagner —que en realidad se movilizó solo mantener el poder y su imperio económico, amenazado por sus rivales dentro del círculo de confianza de Putin— y sostiene que la caída del líder ruso solo puede lograrse por la fuerza. Afirma que será esencial para que, si esa nueva oportunidad sucede, Putin no sea simplemente reemplazado por otro autócrata —como muchos analistas y fuentes de la inteligencia occidental temen que suceda si se da un cambio dentro del régimen—, sino que dé paso a un cambio democrático real.

El debate es cómo se cruza la línea y cuándo. Shevchenko respalda los sabotajes como los que desde hace tiempo lanzan organizaciones como Resistencia Feminista contra la Guerra, encabezada por la poeta y disidente Daria Serenko. Pero también cree que apoyar a los combatientes rusos que luchan en la legión internacional de Ucrania contra las tropas del Kremlin puede ser una opción a explorar. Aunque los resultados del apoyo a esos militares, que lanzaron incursiones en Belgorod a finales de mayo, incrementando la sensación de inseguridad en la frontera rusa, sean muy simbólicos.

La opositora Anastasia Shevchenko, en Vilnius.
La opositora Anastasia Shevchenko, en Vilnius.Maria Sahuquillo

Sevchenko reconoce que ese sostén es “controvertido y complejo” por los antecedentes de extrema derecha de algunos de los miembros de esos grupos —Legión Libertad para Rusia y el Cuerpo de Voluntarios Rusos—. Pero, a veces, la elección no está entre lo bueno y lo malo, sino entre lo malo y lo peor, dice. Y quizá puede mover las cosas. No demasiado lejos de la avenida ajardinada de Vilnius donde Shevchenko sorbe una limonada y reflexiona sobre el derrumbe del régimen del Kremlin, un enorme cartel cuelga de un rascacielos. “Putin, La Haya te está esperando”, reza. El Tribunal Penal Internacional emitió el marzo una orden de detención contra el jefe del Kremlin por crímenes de guerra por la deportación de niños ucranios a Rusia.

No todos comparten esa opinión de pasar al siguiente nivel. En Riga, Vilnius, Berlín, Tbilisi y Bruselas la oposición rusa oscila entre quienes se suman al debate que plantean Shevchenko y Jodorkovski y los que, fundamentalmente, se preparan para el día después de Putin. Aunque la opositora señala la necesidad de trabajar en paralelo en las dos cosas y en seguir presionando para que Occidente amplíe las sanciones contra Rusia y ahogue su economía de guerra.

La disidencia rusa —los líderes encarcelados dentro y los del exilio— es variada. Desde Alexéi Navalni, arrestado en 2021 nada más volver a Moscú desde Alemania, donde se recuperó de un grave envenenamiento orquestado por el Kremlin; Mijaíl Jodorkovski; el antiguo campeón de ajedrez, Garri Kaspárov; Natalia Arno, de Free Rusia Foundation, una asociación con financiación de EE UU que apoya a activistas exiliados de Rusia y Bielorrusia. Y otros muchos grupos, como la resistencia feminista de Serenko, hoy exiliada en Georgia. No hay un único líder y es complicado mantener un gran grupo paraguas, como a veces se siente que querría la UE. Eurodiputados y funcionarios han puesto en algunos casos como ejemplo a la oposición bielorrusa, reunida mayoritariamente en torno a Svetlana Tijanóvskaya, que ha abierto oficinas y embajadas populares en medio mundo.

Pero en el caso de Rusia, pese a los intentos de distintos actores y la celebración de numerosas conferencias, esa idea es hoy irreal. De hecho, también en la oposición se han repetido patrones de conducta que han imperado en la Rusia conservadora y nacionalista. En uno de los últimos foros, celebrado en Bruselas en el Parlamento Europeo, las críticas por el desequilibrio de género, con apenas mujeres protagonistas como ponentes, fueron sonoras. Además, para muchas voces, esa unión en torno a una única persona es indeseable porque no representaría un prisma con distintas caras.

En Riga (Letonia), refugio durante años de opositores y periodistas independientes rusos perseguidos, Natalia Pelevina cree que no es realista hablar de fórmulas para tomar las armas. ¿Actos de sabotaje? Puede ser, a pequeña escala, pero es complicado llegar a más, sostiene pragmática la opositora, que salió de Rusia con su hija en los primeros compases de la invasión después de pasar varios días detenida por protestar contra la guerra envuelta en una bandera de Ucrania a dos pasos del Kremlin, en el mismo punto donde su compañero del partido RPR-Parnás, el líder opositor Borís Nemtsov, fue asesinado a tiros en 2015.

Pelevina cree que la oposición al Kremlin tiene esencialmente dos vías posibles: actuar y ayudar a Ucrania a que gane la guerra, y hacer planes para cuando Putin esté fuera del poder. Y trabaja para ello intentando reconstruir las redes civiles y cualquier nudo social dentro de Rusia, donde las autoridades segaron hace años casi cualquier semilla de organización civil: desde entidades medioambientales, a asociaciones que trabajaban por la memoria histórica o por los derechos de las etnias minoritarias. Un país que ya antes de lanzar la guerra imperialista contra Ucrania amordazaba cualquier intento de protesta y donde hay decenas de opositores en prisión. Desde Alexéi Navalni a Vladímir Kara-Murza, condenado a 25 años de cárcel por criticar la invasión, o Ilya Yashin, sentenciado a ocho años y medio por denunciar los crímenes de la invasión. Todo, debidamente acompañado de una dieta rica en propaganda emitida constantemente a través de los canales estatales y los medios de la órbita del Kremlin, que fueron más con el paso de los años.

Tejer de nuevo unas redes que nunca fueron demasiado fuertes no es sencillo, reconoce Pelevina, que ha vivido la represión y que, junto al opositor Mijaíl Kasianov, fue víctima de un escándalo cuando se hicieron públicas unas imágenes de la pareja manteniendo relaciones sexuales que el aparato de seguridad ruso había grabado en secreto para desprestigiarles (él estaba casado). Con otros disidentes organiza sesiones por videoconferencia o a través de plataformas encriptadas con activistas que siguen operando como pueden dentro de Rusia. Aunque lo hacen de otras formas alejadas de la política tradicional y centrándose en el activismo local o regional. Detectan puntos de movilización —como el ecologismo, el malestar por el cierre de un refugio de animales, el descontento en un barrio por la instalación de una depuradora— y trabajan en ello sin sacar temas visiblemente políticos ni identificarse como activistas o disidentes, sino más bien como vecinos implicados.

Un cartel con el lema "Putin, La Haya te está esperando", en Vilnius.
Un cartel con el lema "Putin, La Haya te está esperando", en Vilnius. FILIP SINGER (EFE)

“Así analizamos el ánimo de la ciudadanía, si hay algún cambio. También rompemos el aislamiento, porque en un país como Rusia, tan grande y diverso, en Siberia, en Yakutia, en otras regiones, los opositores sienten que están solos”, señala Pelevina. Es crítica consigo misma y con el resto de la disidencia. “Nosotros tenemos más responsabilidad que otros rusos porque tratamos con el régimen, luchamos contra él y sabíamos de lo que era capaz”, dice. “A veces hemos estado demasiado centrados en nosotros mismos y no formulamos bien nuestro mensaje para que llegue. Tampoco hemos logrado salir mayoritariamente de la burbuja de Moscú y San Petersburgo”, abunda la opositora, que señala la importancia de la justicia transicional —verdad, justicia y reparación— sin la cual, asegura, Rusia terminará en otra dictadura o con una vuelta eventual a lo mismo.

Es difícil medir el apoyo a Putin y a su régimen, que ha convertido a Rusia en un país gobernado por el aparato de seguridad. Las encuestas de opinión en un país donde está prohibida la protesta y se criminaliza llamar “guerra” a la invasión de Rusia, no son fiables. Hay algunos detalles que pueden dar pistas, como que no hubiera manifestaciones de apoyo al régimen durante el intento de golpe militar de Prigozhin ―quien, sin embargo, fue vitoreado y jaleado junto a sus mercenarios en la ciudad sureña de Rostov del Don―, y la población se mantuviera a la espera.

La guerra de Rusia contra Ucrania y la responsabilidad del país euroasiático en la invasión a gran escala también divide a la oposición rusa. Hay quienes, como Pelevina, creen que es una guerra de todo el país y también es responsabilidad de esa mayoría silenciosa que esconde la cabeza en la arena como un avestruz. Otros siguen tildándola como la “guerra de Putin”.

Konstantin Fomin cree que esa brecha se irá cerrando entre algunas de las organizaciones opositoras. El activista, exiliado en Vilnius, es uno de los gestores de Reforum Space, un centro que funciona como foro de discusión y lugar de organización de campañas antiguerra y que busca mostrar que existe una disidencia más allá de los opositores famosos como Jodorkovski o Navalni. “Las redes tejidas aquí pueden suponer un cambio real”, afirma sentado a la mesa de una de las salas del local, en el centro histórico de la capital lituana, que se financia a través de donaciones. Detrás, junto a un piano eléctrico, una escultura de Putin en una jaula. “Es difícil huir de él. Parece que su presencia es constante, dentro y fuera de Rusia”, bromea Fomin señalando al jefe del Kremlin preso.

Konstantin Fomin en el centro opositor Reforum Space en Vilnius.
Konstantin Fomin en el centro opositor Reforum Space en Vilnius.Maria Sahuquillo

El activista, que en Rusia pasó por diversas organizaciones de derechos civiles, forma parte de esa corriente que apuesta por prepararse para cuando Putin esté fuera con todo el conocimiento posible en economía, justicia o sanidad para restaurar el país y trazar una transición. “Tenemos que estar organizados, educados. Si tienes un 20% de la diáspora formada para trabajar en una Rusia democrática, se puede lograr el cambio cuando llegue el momento”, considera. También habla de la necesidad de trabajar con la gente dentro de Rusia. “No todo el mundo puede o va a ser agente del cambio, pero hay que expandir”, afirma Fomin, que también destaca que harán falta recursos económicos y la colaboración de Occidente.

Mientras, en las sombras, hay activistas trabajando en fórmulas menos pacíficas para acelerar ese “día después”. O al menos, dice Dmitri, para abrir los ojos a la ciudadanía de que hay oposición, que existe la crítica hacia la guerra de Rusia en Ucrania. El joven, que ha accedido al encuentro en una ciudad de Europa del este con la condición de que sea sin teléfonos móviles, forma parte de una de esas pequeñas redes que practica los sabotajes. Un día es el bloqueo de una vía férrea clave para la logística en el frente de batalla; otro, el incendio de un cuartel de reclutamiento. Cuenta: “Que se sepa que existimos, que se extienda el miedo entre los terroristas del Kremlin. Y que se vea que el cambio está cerca y es posible”.

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Sobre la firma

María R. Sahuquillo
Es jefa de la delegación de Bruselas. Antes, en Moscú, desde donde se ocupó de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y el resto del espacio post-soviético. Sigue pendiente de la guerra en Ucrania, que ha cubierto desde el inicio. Ha desarrollado casi toda su carrera en EL PAÍS. Además de temas internacionales está especializada en igualdad y sanidad.

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