El papa Francisco pierde a su panadero
La erosión del turismo y la falta de ayudas obligan a cerrar el histórico establecimiento de Angelo Arrigoni, que a lo largo de 90 años ha elaborado el pan de los últimos ocho pontífices
El mecanismo era siempre el mismo. Un hombre de confianza del papa Pío XI aparecía en el horno casi al alba. Llevaba un maletín cerrado. La llave la tenían solo dos personas. Una era el padre de Angelo Arrigoni, propietario entonces de la panadería, que debía llevarla colgada del cinturón incluso en la cama. Cuando aparecía aquel tipo, abría la valija y depositaba ahí el pan vienés que le gustaba a Achille Ratti, elegido pontífice el 6 de febrero de 1922. La otra llave, esa era la gracia, se encontraba en el apartamento papal, donde esperaban las monjas para extraer de aquella especie de caja fuerte portátil el tesoro recién horneado. Se hacía así porque Pío XI, el primer Papa que ejerció el cargo tras el Concordato firmado con el Estado italiano, temía ser envenenado. El procedimiento fue suavizándose a medida que pasaban los pontífices. Hasta el sábado pasado. Ocho papas y 90 años después, la panadería cierra definitivamente y se lleva, como tantos otros comercios históricos, un pedazo de historia de Roma a la fosa común excavada por el turismo de masas.
La noticia ha causado mucho revuelo entre los pocos vecinos que quedan en el barrio. Algunos se han acercado para averiguar qué hay de cierto. La panadería, en la calle del Borgo Pío, la arteria principal de las calles romanas que sirven de patio trasero del Vaticano, apenas tiene ya nada que vender hoy. Los hornos están desconectados y los productos que exhibe en el mostrador los ha comprado en otra panadería para terminar de servir con dignidad a los pocos clientes antes de bajar la persiana. “Todo es este turismo...”, musita. El papa Francisco no recibe su pan desde finales de junio y el Vaticano ha expresado a Arrigoni su pesar en una nota de la Secretaría de Estado que muestra con tristeza. Aun así, el Ayuntamiento no ha hecho nada ante sus distintas peticiones.
Angelo Arrigoni tiene 79 años y dos rodillas destrozadas ―”como el Papa, pero él no quiere operarse”, bromea― que le provocan una aparatosa cojera. Le tocaba jubilarse ya, es cierto. Pero intentó a toda costa que sus dos ayudantes siguieran con el negocio que su padre montó en 1930. El problema es que la zona de Borgo Pío, como todo el centro de Roma, va camino hoy de convertirse en un parque temático donde solo hay comercios y apartamentos para turistas. Su cierre es uno más de una ola devastadora ante la que el Ayuntamiento no ha hecho nada. “No pedí dinero. Solo que me dejaran servir bebidas, o tener mesas fuera… Incluso solicité que me dejaran tener un taller de pasta artesanal porque con la subida de precios de la energía y la pandemia esto ya no era sostenible. Pero me lo negaron todo y he tenido que traspasarlo para que monten aquí también un negocio para turistas”, explica mientras atiende a sus últimos clientes.
La historia del panificio Arrigoni es larga y comenzó en Monza, a las afueras de Milán. Su familia tenía ahí la tahona original. Pero su padre se enamoró de la hija de un policía romano y se fue detrás de ella cuando a la familia la volvieron a trasladar a la capital de Italia. El problema es que no tenía ni una lira para establecerse por su cuenta y seguir con la tradición panadera. “Pidió ayuda a su tía, que era muy religiosa. Y solo le puso una condición: comprar un local con apartamento encima que estuviera muy cerca del Vaticano. Ella se mudaría los últimos días de su vida ahí para poder morir cerca del Papa”.
La llave y el maletín desaparecieron después con la muerte de Pío XI (que no fue envenenado). Y a su sucesor comenzaron a servirle el pan ―panecillos de aceite, una rareza para la época― dentro de una bolsa de papel con un cierre. El contrato, sin embargo, especificaba claramente que si el hombre de confianza no se presentaba una mañana, alguien de la panadería debía atravesar la Puerta Santa ―a pocos metros del establecimiento―, recorrer los jardines vaticanos y entrar en el apartamento papal con el pan de la jornada. Y un día, Angelo, siendo un niño y en tiempos de Juan XXIII, fue el encargado de ese proceso. “Estaba nerviosísimo. Recuerdo que llegué al apartamento y se lo quise dejar a las monjas. Pero él salió y empezó a hacerme preguntas. No recuerdo ni qué le respondí…”, rememora. Juan XXIII, añade, era un apasionado de las rosettine (un pan blanco de forma abombada y forma de rosa).
Se trabajaba siempre. Cada día. Excepto cuando llegó Juan Pablo II. El Pontífice polaco, que el primer día señaló que quería el mismo pan que los obreros que trabajasen en el Vaticano, era muy severo con la necesidad de descansar los domingos. De modo que el sábado recibía doble ración de pan —siempre pedía cinco ciriola (un panecillo alargado) y cinco bignè (un panecillo redondo sin miga)― para que la familia de Angelo pudiera cerrar.
Los papas siguieron pasando. Con Joseph Ratzinger, ferviente apasionado del pan negro, trabó una amistad que duró hasta el fin de sus días y que había comenzado en su época de cardenal. Cuando el alemán era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, acudía tres veces por semana a la panadería: siempre vestido de sacerdote, de negro. Angelo no sabía quién era en realidad. El día después de ponerse por primera vez la vestimenta blanca, aquel 19 de abril de 2005, le comunicaron que había llamado el panadero de los papas preguntando qué tipo de forma y masa preferiría. “Mire, yo ya tengo a mi panadero”, contestó el alemán sin saber que, al otro lado del teléfono, se encontraba Angelo. “Eso fue muy gratificante, desde luego”, recuerda ahora.
Angelo trató siempre de adaptarse. Incluso cuando aterrizó en el Palacio Apostólico un Papa venido del otro lado del mundo, como el propio Jorge Mario Bergoglio proclamó a su llegada en 2013. “Estudiamos el pan que se elabora en Argentina y exploramos algunas fórmulas. Pero no hizo falta. Nos dijo: ‘A mí me traen lo que haya, lo que sobre’. Dice mucho de él, ¿no?”. Casi tanto como su trayectoria podría llegar a contar de las grandes ciudades, capaces de dilapidar su historia por un puñado de heladerías y tiendas de souvenirs.
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