¿Por qué me lancé al terreno a interrumpir un Cuba-Estados Unidos?
El escritor Carlos Manuel Álvarez reflexiona sobre el motivo que le llevó a saltar en medio de un partido de béisbol de su selección en el país en el que vive exiliado
Hay una foto en la que parece, mientras saco la lengua, que bailo con el agente de seguridad del estadio de los Marlins de Miami, pero se trata de una figura involuntaria, una imagen imprevista en medio del fragor o el éxtasis. Corría ya el octavo inning de la semifinal del V Clásico Mundial de Béisbol entre Cuba y Estados Unidos en un terreno ubicado nada menos que en la Pequeña Habana, el barrio, hoy un museo insular poblado de centroamericanos, que fue durante décadas el corazón cultural del exilio anticastrista. Lo improbable alineaba las piezas del espectáculo político en un orden nítido, elemental.
Ningún equipo de las Grandes Ligas podía permitirse la nómina del conjunto norteamericano, un Dream Team de nuevo tipo. No hay dinero que pague tanta calidad. La selección cubana, en cambio, cargaba con una particularidad todavía más desconcertante, conformada por primera vez por beisbolistas locales, una escasa minoría, y otros que ya pertenecían a ligas extranjeras, atletas cuyo éxodo alguna vez los convirtió en traidores. Esta condición no cambió para ellos, solo se movió de lugar. Ahora una parte considerable del exilio los consideraba cómplices del régimen comunista por representar al país en un evento deportivo de tal magnitud.
La inclusión en el equipo tenía un sesgo político. No podían participar los beisbolistas que abandonaron en su momento alguna delegación oficial, ni tampoco ninguno que hubiese emitido declaraciones contra el régimen o cualquiera de sus líderes. Sin embargo, Roenis Elías, uno de los principales lanzadores del conjunto, había dicho poco antes: “Yo sé que el Gobierno es una mierda, pero quiero representar a mí país, lo mío es jugar pelota”. Elías, quien también llegó a solidarizarse con los presos de las protestas pacíficas del 11 de julio, pertenecía igualmente a la organización independiente que los beisbolitas de las Grandes Ligas intentaron impulsar unos meses antes del Clásico, encendiendo las alarmas de la Federación de Béisbol en La Habana.
Otros miembros de aquel conato separatista, como José Adolis García (Texas Rangers) o Yordan Álvarez y José Abreu (Houston Astros), recibieron la llamada de la Federación para participar en el Clásico, pero rechazaron la propuesta. Quienes sí aceptaron, entre ellos Yoan Moncada y Luis Robert Jr. (Chicago White Sox), pusieron distancia de cualquier acto de propaganda política, sabiendo, porque sabían, que los dirigentes despiden a las delegaciones deportivas como si las enviaran a la guerra. Los atletas se convierten en dóciles instrumentos de la retórica triunfalista. A la vez, los beisbolistas aceptaron no declarar nada subido de tono, ninguna idea malsana o confusión ideológica que hubiesen podido adquirir en las tierras envenenadas del capitalismo. Hubo un pacto de silencio que selló el experimento.
En Miami, un periodista le preguntó a Moncada si se identificaba con el lema Patria y Vida, la consigna de la resistencia cívica en Cuba. Moncada no respondió y el desconcierto asomó en su cara, casi como si le hubieran preguntado en La Habana a quién le dedicaba el triunfo. Durante décadas, los reporteros de prensa acorrolaban así a los deportistas ganadores en cualquier evento internacional. El triunfo no podía no dedicársele al comandante en jefe. Sin embargo, detrás de estas escaramuzas conocidas se filtraban algunas escenas inéditas. El catcher Ariel Martínez, contratado en Japón a través de la Federación Cubana, declaraba risueño que le encantaba Miami, que le gustaría firmar por el equipo de la ciudad. Le preguntaron si se comería un sándwich en el restaurante Versailles, la legendaria sede de las protestas políticas del exilio, y dijo que en el Versailles un sándwich y lo que sea. Si un tiempo antes alguien expresaba algo similar, directamente no podía regresar a la isla.
Yo seguía creyendo —a pesar del marcado esfuerzo de muchos por rechazar a un equipo instrumentalizado por la máquina totalitaria; un equipo que no decía todo lo que ellos querían escuchar, de la manera en que ellos lo querían escuchar— que el exilio había desembarcado y conquistado parcialmente el corazón de la simbología castrista. No estábamos, desde luego, ante un cambio absoluto de registro, el deseo en política es siempre una ganancia parcial, pero sí habíamos puesto una suculenta pica en Flandes. Por primera vez los peloteros no parecían soldados, sino personas, y eso, más que soldados de otro ejército, era para mí la negación del castrismo.
Aquel equipo, que debutó con dos derrotas, no era nada, un ripio, la representación de un país roto, y básicamente el desprecio inicial recibido les entregó un motivo y les obsequió el tesoro de la rabia. A partir de ahí encadenaron tres victorias consecutivas para llegar a las semifinales en Miami. Inventaron rituales, una gestualidad festiva, poseídos de repente por un raro disfrute que las selecciones cubanas desconocían, o que al menos en la última década solo habían fingido. No parecía un equipo comunista porque no era un equipo asustado, y la gente no supo bien dónde clasificarlos desde el momento en que un tipo de la Serie Nacional bateaba en el line up detrás de un jerarca de las Grandes Ligas.
Cualquiera que lo haya vivido sabe que, desde la Zafra de los Diez Millones, cuando el totalitarismo más exagera la mueca del triunfo, es cuando menos triunfa. Esto explicaba su esfuerzo, desde mi punto de vista inservible, por adecuar aquel conjunto mixto, que contaminaba la pureza de su ideología segregativa, a la horma de la neolengua. Pensaba, además, que no se puede construir una alternativa politica desde el cinismo, y siempre, al fin y al cabo, hay que desear algo. Uno no puede darse el lujo, en las formas de reparación de la justicia, de suprimir el placer. Aunque fuera de determinados políticos, influencers chillones, y casi todo aquel que ha convertido el eslogan de la libertad en un negocio, había aún pueblo humillado, éxodo sin perdón, a quienes mi propuesta, razonablemente, les seguía pareciendo defectuosa.
***
Llegué al estadio de los Marlins temprano en la tarde. Miles de cubanos trasegaban el lugar desde muchas posiciones o combinaciones afectivas. Incluso encontré aficionados con camisetas que decían Team Asere. Ese sobrenombre, surgido de una página de memes, fue adoptado de manera efusiva por la plana mayor del régimen, echándolo de inmediato a perder. Tantos vericuetos volvían aún más extraña mi posición, empeñado en rescatar a los peloteros del ultraje, tratando de encontrar señas en ellos que me permitieran todavía apropiármelos, sin sumarme a los modos establecidos de celebración.
Como Michelet, podía decir “que estimo el brazo popular, mas aborrezco las multitudes”. Afuera, en las protestas de rigor, percibí el profundo civismo de Ramón Saúl Sánchez, líder del exilio y un tipo específico de patriota en extinción, un hombre elegante, austero y pausado, que vestía guayabera y llamaba a protestar pacíficamente sin oponerse a la disputa del juego. Me conmovió su presencia, ¿cómo era posible que ese señor no pudiese vivir en su país?
El encuentro se convirtió rápidamente en un despropósito. Estados Unidos apaleó a Cuba desde la arrancada y el foco giró enseguida a otro tipo de duelo. En el quinto inning, el artista Danilo Maldonado, conocido como El Sexto, se lanzó al terreno desde el center field con un cartel que pedía libertad para los presos políticos del 11 de julio. Fue una inspiración. Había olas en el público y coros anticomunistas o de reafirmación nacional. El gesto, estremecedor, inauguraba la temporada de la desobediencia. Un rato después haría lo mismo un chico, Antonio Fernández, con quien luego pasé toda la madrugada en una prisión del Doral.
Entonces tuve miedo, un nervio conocido. Hablé con mi novia y planeamos algo. Fui al baño y caminé un rato por el pasillo de la tercera sección, asustado. Había que quemar primero aquel espasmo. Una vez vencido el miedo, es decir, una vez agotado, una vez sufrido, el hecho ocurre entonces de manera automática, una serie de pasos impersonales. Ese desfasaje garantiza la acción, el sobresalto es siempre diferido. Caminamos hasta la zona del right field, donde termina la malla protectora, y le pedí a un aficionado su bandera cubana con el cartel Patria y Vida. Mi novia le sugirió a una señora que grabara con su celular. Corrí escaleras abajo y, a punto de concluir aquel teatro, caí de golpe en el terreno, atolondrado.
Un hombre lento, que casi rengueaba, intentó cortarme el paso, pero avancé diagonal, buscando la segunda base, y fácilmente lo dejé atrás. Vi el campo abierto, una secuencia en flor, como una deslumbrante travesura. Invadí el diamante entre primera y segunda y, cerca de la línea de cal, me detuve ante el dugout de los visitadores, el banco de la selección cubana. Era el banco de mi equipo, el elenco por el que me había desgarrado hasta la zozobra desde niño, y por eso mismo el elenco que debía encarar para, si fuese preciso, destruirnos mutuamente de una vez en una lacerante danza de fracaso veteada de amor. No hay ruta hacia la libertad que no profane nuestro altar de la emoción.
Debí correr más, detenerme en la fatiga, pero intenté retroceder de espaldas y una banda de uniformados me redujo. Un hombre corpulento me aplicó un tackle espectacular y mi cabeza rebotó en la yerba. Nunca pude desplegar la bandera del todo, el viento la arrugaba pero también la hinchaba como la vela de un barco encallado en un charco de luz, que es a fin de cuentas lo que un terreno de pelota es. “Miren para acá”, quise decirle al equipo Cuba sin abrir la boca. “¿Qué vamos a hacer? Confiaba en el lenguaje de mi esprintada.
Luego supe que para algunos —presas del didactismo de las consignas, un mal del castrismo lamentablemente exportado al exilio— la bandera y mi corrida no parecían una definición suficiente. Pero mi cuerpo era la definición, porque se trataba del cuerpo de un desterrado. ¿Qué más? ¿Por qué razón iba a correr entonces? Al fin y al cabo, también agradecía el signo suelto, que nadie pudiera apropiárselo del todo. Yo pretendía ofrecer una jugada —término amplio cuyo arco va aquí desde Lyotard hasta Vin Scully— que felizmente también me negara. En el corazón del exilio, un lugar tan poderoso, que igual habito por derecho propio, el gesto podía incluir a mis contrarios. La libertad es el riesgo de que te confundan, y luego la plenitud de asumir como propia esa confusión. Necesitaba actuar en espacios donde lo que yo soy no dependiera totalmente de mí.
Ya en la calle, luego de diez horas de detención, recibí un apoyo mayoritario. Tanto, que me avergonzó, pero creo que tiene que ver con que estamos saturados de palabras y huérfanos de hechos, incluso de hechos fuera de Cuba, con bastante menos consecuencias que cualquier acto cometido desde la olla de presión. Sin embargo, también debí lidiar con los acuarelistas locales, esos notarios costumbristas de la secuela, como el escritor Néstor Díaz de Villegas, que pretendían exiliarme de mi gesto y convertirlo en un episodio iliberal, una fábula decrépita de la autocompasión.
En cualquier caso, tales esfuerzos al final son estériles, porque el truco reside en que hay que venir corriendo desde antes y seguir corriendo después. El tramo del estadio no fue más que otro de los momentos en que mi carrera se cruza con la mirada general, para luego continuar en las sombras. “¿Por qué lo hiciste?”, me preguntó un policía de camino a la prisión. “Porque tengo amigos presos políticos”, le dije, lo que también incluía la paráfrisis de una idea de Wislawa Szymborska referida a la poesía: “Prefiero la ridiculez de lanzarme a un terreno de pelota a la ridiculez de no lanzarme a un terreno de pelota”.
A nadie, ni siquiera al exequipo de mis amores, tengo que pedirle permiso para pertenecer a mi país.
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