El secreto del triunfo de Lula: una amplia alianza para salvar la democracia
El izquierdista recalca que la suya es una victoria colectiva, de los aliados a derecha e izquierda que se sumaron a un programa de mínimos para derrotar a Bolsonaro
Brasil ha amanecido este lunes con un nuevo presidente electo y un mandatario derrotado mudo. “¡La democracia está de vuelta!”, proclamó Luiz Inácio Lula da Silva, de 77 años, en la fiesta de la victoria desde el escenario junto a varios aliados de peso y su esposa, Janja. Este es un triunfo colectivo que el izquierdista ha conquistado gracias a una amplia alianza que incluye antiguos críticos y rivales políticos de afinidades ideológicas diversas. A todos ellos logró convencerlos de que olvidaran enemistades, aparcaran egos y le acompañaran en una misión vital: salvar la democracia y las instituciones brasileñas. El colosal desafío que tiene por delante requerirá satisfacer esas diversas sensibilidades para gobernar un país tan polarizado.
La euforia inundó la noche del domingo la principal avenida de São Paulo, donde Lula, con camisa azul, celebró junto a una multitud vestida de rojo un triunfo por la mínima que pone fin a la era del ultraderechista Jair Messias Bolsonaro, de 67 años. Lula ha recibido este lunes en un hotel de São Paulo al presidente argentino, Alberto Fernández, y le han llegado felicitaciones telefónicas como la del estadounidense Joe Biden.
El resultado electoral indica que la estrategia funcionó. Pero por muy poco. Lula, que aventajó en 1,8 puntos porcentuales al actual presidente, sacó el récord de 60 millones de votos (50,9%) frente a los 58,2 millones (49,1%) cosechados por Bolsonaro, es decir, este obtuvo más votos de los recibidos en 2018. Y aunque Lula hiciera un llamamiento a la unidad nacional, a la concordia y proclamara la noche electoral que “no existen dos brasiles”, el retrato es nítido. El país está desgarrado por la mitad. Un vistazo al mapa muestra que el sur es bolsonarista, mientras que el norte está con Lula y sus aliados. Y el Estado que suele inclinar la balanza, Minas Gerais, con 20 millones de habitantes, está dividido al extremo. Allí, Lula quedó cuatro décimas por delante de Bolsonaro.
Lula sabe que es el depositario de un descomunal voto de confianza, que le han entregado desde la extrema izquierda por todo el espectro hasta la derecha, con el fin de que cumpla la misión de sacar del poder a un presidente que ha dañado las instituciones y el equilibrio de poderes. Lo dejó claro en la primera frase del discurso que dio una vez certificado el triunfo: “Esta no es una victoria mía, ni del PT (Partido de los Trabajadores), ni de los partidos que me apoyaron en esta campaña. Es la victoria de un inmenso movimiento democrático que se formó, por encima de los partidos, de los intereses personales y de las ideologías, para que triunfara la democracia”. La Bolsa recibió los resultados con leves altibajos.
Conquistado el primer objetivo —derrotar a Bolsonaro—, llega la hora de la concreción. Toca preparar la transición, definir el futuro Gobierno y entrar en el detalle de políticas de las que por ahora poco se conoce más allá de un eslogan. Lula es un camaleón que se mueve con destreza en el terreno de la negociación. El pragmatismo es una de sus señas de identidad. A lo largo de medio siglo en política, los brasileños han visto infinidad de versiones de Lula. Los editorialistas de la prensa se preguntan este lunes cuál de ellas encarnará a partir del día de Año Nuevo, cuando está previsto que tome posesión en Brasilia.
El hambre, la prioridad
El hambre será prioridad y bandera del futuro presidente, como ocurrió en sus dos primeros mandatos (2003-2010) y como dejó claro la noche electoral. Es un problema acuciante que afecta a 33 millones de compatriotas. Por eso, reiteró una promesa solemne que dio la vuelta al mundo el 1 de enero de 2003, cuando se colocó por primera vez la banda presidencial: “Tenemos el deber de garantizar que todos los brasileños puedan desayunar, almorzar y cenar todos los días”.
Para eso necesita poner en orden las cuentas públicas, realmente perjudicadas por la pandemia y los gastos gubernamentales electoralistas con los que Bolsonaro intentó garantizarse la reelección. Lula deberá embarcarse en una negociación a fondo con el Congreso, donde el bolsonarismo controla el mayor grupo parlamentario. Los parlamentarios autorizaron al actual mandatario a hacer un gasto extra de 100.000 millones de reales (unos 20.0000 millones de euros) en vísperas de los comicios. Lula ha insistido en campaña, sin entrar en detalles, en que ejercerá la responsabilidad fiscal, pero también ha criticado la rigidez del techo de gasto, que, por otro lado, Bolsonaro ha quebrado una y otra vez pese a su discurso liberal en economía. El líder del PT ha prometido mantener la paga para los pobres de 600 reales (117 euros) aprobada por Bolsonaro, pero necesita encontrar financiación para garantizarla en el tiempo.
Los seguidores más incondicionales de Lula son también conscientes de que el triunfo es colectivo. En la Paulista, el antiguo y futuro presidente Lula fue tan aplaudido por la multitud como otros políticos que lo han acompañado en la carrera hacia la victoria. Por ejemplo, Simone Tebet, la política de centroderecha y representante del sector agropecuario que, tras quedar en tercer lugar en la primera vuelta, se embarcó en su campaña como un servicio a la democracia. Junto a ellos estaba Marina Silva, abanderada de la defensa del medio ambiente que se ha reconciliado con Lula pese la virulenta campaña que el PT lanzó contra ella cuando concurrió a la Presidencia años atrás.
Especialmente ovacionada fue la expresidenta Dilma Rousseff, destituida en 2016 con la excusa de unas maniobras contables en medio de un clamor popular contra los políticos y con el país en recesión económica. Es lo que la izquierda brasileña conoce como “el golpe”. El impeachment desterró al Partido de los Trabajadores del poder por un caso que ahora ha archivado. Comenzaba allí una travesía que incluyó el paso de Lula por la cárcel —580 días— y que cambió gracias a uno de esos dramáticos giros de guion que se dan en Brasil.
Un lunes de marzo de 2020, un juez anuló las condenas contra Lula. Políticamente rehabilitado, no perdió un segundo en embarcarse en la misión de su vida. Buscó aliados antes impensables como Gerald Alckmin, que hace solo cuatro años fue el candidato, estrepitosamente derrotado, del centroderecha. Ahora lo tendrá a su lado, como vicepresidente.
Esta vez las encuestas dieron en el clavo. Hubo suspense hasta el mismísimo final porque el recuento solo quedó matemáticamente sentenciado cuando el escrutinio estaba en el 98%. Tres horas después del cierre de los colegios, este país que lleva urnas electrónicas en canoa o helicóptero hasta las aldeas de la Amazonia había contado 120 millones de votos y las autoridades proclamaron el resultado.
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