Lula da Silva, una resurrección
El primer obrero que llegó a la presidencia de Brasil, sacó a millones de la pobreza y estuvo 20 meses en la cárcel logra un tercer mandato a los 77 años
Pocas personas han viajado tanto por el mundo y han visto tan poco fuera de hoteles, palacios y despachos como Luiz Inácio Lula da Silva (77 años, Garanhuns, Pernambuco). Era ya expresidente de Brasil cuando, en un viaje oficial a la India, no se reservó ni un instante fuera de la agenda oficial, ni siquiera para hacer una breve escapada y visitar uno de los monumentos más bellos del mundo. “En los últimos años, Lula no ha hecho otra cosa que política. No aprovecha ningún viaje para ver nada. En la India no vio ni el Taj Mahal. Se quedó en el hotel recibiendo políticos”, revela al teléfono su biógrafo y amigo Fernando Morais, que sigue sus pasos desde hace una década.
La política es el combustible que alimenta a este hombre pragmático y camaleónico que, tras su caída en desgracia, ha protagonizado la resurrección política más inesperada de los últimos tiempos al lograr este domingo un tercer mandato al frente de la primera potencia de América Latina, que ya gobernó entre 2003 y 2010.
Imaginar el actual escenario hubiera sonado a delirio hace cuatro años, cuando el operario metalúrgico convertido en líder sindical que fundó el Partido de los Trabajadores (PT) era prácticamente un cadáver político. Encarcelado por corrupción seis meses antes de las elecciones, ni siquiera pudo votar en los comicios que ganó un político de extrema derecha nostálgico de la dictadura, Jair Bolsonaro, 67 años. Lula ya había conocido la cárcel durante el Gobierno militar.
Concluido el recuento, Lula logró en la segunda vuelta un 50,9% de los votos frente a un 49,1% de Bolsonaro, es decir una ventaja de 1,8 puntos porcentuales y dos millones de votos.
Tras la primera vuelta, la campaña entró en una fase de guerra sucia, todo valía para destruir la reputación del adversario. El grado de desinformación y el volumen de mentiras que circulan por redes sociales es enorme, un fenómeno que Lula tardó en entender. “No imaginaba el poder de las mentiras que circulan entre teléfonos”, admitió en un reciente acto para desmontar mentiras y atraer el voto evangélico. Acababa de hacer una confesión: “Soy analógico, no tengo móvil. Uso los de otros”.
Los dos favoritos son viejos conocidos del electorado. Para Lula —que en portugués significa calamar— es su sexta elección porque, antes de ganar la dos primeras veces, perdió tres. A punto estuvo de abandonar, pero el cubano Fidel Castro le convenció con el argumento de que no podía traicionar a la clase trabajadora.
Lula entró en la historia en 2003, cuando se convirtió en el primer —y único hasta ahora— obrero en presidir este país clasista y desigual como pocos. Para una parte de sus compatriotas es el héroe que sacó a millones de la pobreza y les dio oportunidades inimaginables para sus mayores. Para otros, el cabecilla de una banda de saqueadores de dinero público en la petrolera Petrobras (aunque las condenas por corrupción que le llevaron 20 meses a prisión fueron anuladas o archivadas). Siempre proclamó su inocencia y su confianza en la justicia.
Es, desde hace más de tres décadas, el personaje central de la política brasileña. Para bien o para mal, casi todo gira en torno a él. Casi nadie discute que es un hábil negociador, carismático, que muestra empatía, es astuto y un gran contador de historias. En la escuela ya destacaba por su expresión oral y escrita, aunque no fuera buen estudiante, según su biógrafo.
El PT es el partido más sólido de Brasil, pero ya no es la potentísima máquina electoral de los mejores años de Lula. Su poder territorial ha ido mermando a partir del impeachment de Dilma Rousseff en 2016. Él o sus aliados gobiernan cinco Estados, todos en el Brasil más pobre, y desde las últimas municipales no gestionan ni una sola de las capitales; solo un puñado de municipios que suman cuatro millones entre una población de 210 millones. El partido, a fin de cuentas, es una formación personalista. Su grupo parlamentario, uno de los mayores con 56 escaños, no logró erigirse en una oposición potente al bolsonarismo. Ese papel lo asumió Lula al quedar libre.
Sus discursos incluyen referencias constantes a doña Lindu, su madre. Aquella mujer analfabeta y severa que logró sacar adelante a sus siete hijos tras abandonar a un marido maltratador, que se llamaba Eurídice Ferreira de Melo. Y cuando los periodistas le preguntan por el techo de gasto, Lula suele escurrirse y decir que aprendió a administrar los dineros gracias a esta ama de casa en un hogar pobre. Aunque el poder económico le temía por radical, resultó bastante ortodoxo, aunque implantara políticas para una distribución un poco más justa de la renta: con los Gobiernos progresistas, el ingreso medio de los brasileños subió un 38% más que la inflación, pero el de los más pobres aumentó mucho más, un 84%, según el Partido de los Trabajadores.
Para buena parte de los brasileños más necesitados, Lula es uno de los suyos porque conoce la miseria. Nacido en el interior de Pernambuco, tierra asolada por la pobreza y las sequías, tenía siete años cuando, en 1952, viajó con su madre y hermanos en una camioneta durante 13 días hasta llegar a la pujante São Paulo en un éxodo de nordestinos hacia el sur. Se instalaron junto a la segunda familia creada por su padre, Aristides, un estibador que se esforzaba para alimentar a toda su prole mientras los trataba con una crueldad que rozaba el sadismo, cuenta Morais en Lula, Biografia Volumen 1 (Planeta en español; Companhia das Letras, en portugués). La vida era dura, pero había oportunidades. Lula las aprovechó. Trabajó de limpiabotas y chico de los recados antes de entrar en una escuela de formación profesional, su trampolín para el empleo de tornero. En ese cometido perdió el meñique izquierdo. Bolsonaro le suele llamar “nuevededos”.
Le gusta escuchar infinidad de opiniones antes de decidir. Se maneja bien en la ambigüedad y es un político que se mueve entre pobres, banqueros o reyes sin parecer un impostor. La suya es “una personalidad múltiple”, recalca Morais, que destaca también su capacidad de no guardar rencor. Ni siquiera su paso por la cárcel agrió su carácter. “Tiene más capacidad de hacer alianzas con antiguos enemigos que la mayoría de la gente que conozco”, dice sobre su amigo.
Basta ver a quién eligió como compañero de viaje. Su candidato a vicepresidente es Geraldo Alckmin, antiguo adversario en la disputa presidencial de 2006, figura histórica del centroderecha, de 70 años, y que en la anterior campaña electoral llegó a decir de él: “Después de arruinar el país, Lula quiere volver al poder, a la escena del crimen”, una frase que ahora esgrime Bolsonaro para atacar al dúo.
Lula también es “obstinado”. Todavía estaba en la cárcel cuando decía: “Voy a salir de aquí para disputar la Presidencia de la República”, recuerda el periodista que habla con él incluso en esta recta final de la campaña.
Cuando entró en prisión en 2018, Lula pensó que aquello era cosa de días, pero fueron 20 meses. Tiempo suficiente para escribir cientos de cartas a su novia Rosángela Silva, Janja, de 55 años, con la que se acaba de casar. Y para leer como nunca en la vida, con un diccionario de portugués y un atlas. Aquellas lecturas que “le dieron consistencia a sus principios y objetivos”, dice Morais, que añade: “Salió mucho mejor de lo que entró”. No tenía miedo de formular a sus abogados preguntas del tipo: “Explíqueme una cosa, ¿qué es esa historia de la política identitaria?”. Tampoco digiere bien otros asuntos de la modernidad como el uso del móvil. Y le irrita sobremanera que en medio de las reuniones los presentes consulten la pantalla del teléfono.
Muy admirado en el extranjero, Obama dijo de él en un corrillo del G-20: “Adoro a este tipo. ¡Es el político más popular de la tierra!”. Al año siguiente abandonaba el poder con un 87% de popularidad, como le encanta recordar. Tras recorrer el mundo como expresidente, acabó hundido en el lodazal por ese huracán que fue el escándalo de corrupción Lava Jato. Tan amado como odiado, el rencor hacia Lula y el PT amainó ligeramente tras su salida de prisión. No faltan brasileños espantados por Bolsonaro que le votarán pese a estar convencidos de que no fue un político íntegro.
Padre de cinco hijos, la vida le ha dado otros golpes. Su primera esposa falleció junto al bebé que esperaban. La segunda, doña Marisa, en pleno acoso judicial. Superó un cáncer de laringe.
Le entusiasma el calor de los mítines, el contacto directo con el pueblo, que la pandemia, y ahora la seguridad, complican. Pero nadie le recuerda en actividades terrenales como ir al supermercado, al cine, a un restaurante o al estadio del Corinthians, el equipo del mítico Sócrates del que es hincha.
Antes de entrar en la cárcel, en 2018, todavía jugaba algunos partidillos de fútbol con amigos (en uno conoció a Janja) y algún sábado organizaba un churrasco en su casa con viejos camaradas de los tiempos en que combatían la dictadura a golpe de huelga. Ya ni eso. Solo política. Acompañado siempre de su esposa, ha pasado la campaña embarcado en la misión de derrotar a Bolsonaro, salvar la democracia y regresar al poder para “volver a incluir a los pobres en el presupuesto y que todos los brasileños hagan tres comidas al día”. Él mismo reconoció ser consciente de la envergadura del desafío en estos tiempos que ya no son los de la bonanza generada por las materias primas. “Por eso hago gimnasia todos los días”. Para servir a Brasil. Y reescribir su historia.
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