Los referendos de Putin: no son autodeterminación sino anexión
La integración de cuatro provincias ucranias en la Federación Rusa recuerda a las artimañas de otros dictadores del pasado, como la absorción de los Sudetes por parte de la Alemania nazi en 1938
Durante la I Guerra Mundial irrumpió un nuevo concepto en el vocabulario político de los nacionalismos: la autodeterminación nacional. Provenía del maridaje entre el principio de autodeterminación difundido por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, entendida como consentimiento de los gobernados, y el principio de las nacionalidades, que propugnaba que a cada nación sin Estado o nacionalidad, definida por características etnoculturales e históricas, le debía corresponder un Estado (o algo semejante). Los revolucionarios rusos también invocaban la autodeterminación de los pueblos como estrategia para atraer a su órbita a los nacionalismos antirrusos o anticoloniales. Esperaban que los pueblos entendiesen que la naciente Unión Soviética era el hogar natural de las libertades nacionales.
El nuevo principio hizo fortuna global. Desde las periferias coloniales hasta Galicia y Estonia, la música de la autodeterminación nacional se formuló y modeló con distintas tonalidades. Sin embargo, ya en 1919-20, pocas veces se aplicó con garantías de plena transparencia democrática, en regiones poco disputadas, como el Schleswig septentrional. En la mayoría de Europa, territorios enteros, con poblaciones muy heterogéneas étnicamente, fueron transferidos de soberanía. Crear Estados nacionales sobre las ruinas de los imperios continentales había generado nuevos problemas de minorías.
Muchos revisionistas del Tratado de Versalles esgrimieron el vocabulario wilsoniano como una piedra filosofal, sobre todo quienes más territorios habían perdido: Alemania y Hungría. Los defensores de un nacionalismo alemán etnorracial invocaban el principio de autodeterminación. Sus utopías de una nueva Europa étnica preveían que el principal pueblo (Volk), el alemán, abarcaría desde Alsacia hasta el Báltico, mientras los demás Estados se descomponían en múltiples nacionalidades. La anexión de los Sudetes por parte de la Alemania nazi en 1938 se justificó con esos lemas. Y la invasión de Polonia en septiembre de 1939 se hizo invocando la protección de las minorías germanas del país, oprimidas por el régimen autoritario de Varsovia. La URSS también apeló dos semanas después —paradojas tiene la historia— a la liberación de los ucranios de Galitzia y Volinia cuando ocupó Polonia oriental.
La polisemia de un principio democrático, el derecho de autodeterminación, y su manipulación por distintos actores es una constante desde 1918. Ya el secretario de Estado de Wilson, Robert Lansing, estimaba que estaba cargado de dinamita. Pues lo problemático no es formularlo, sino quién, qué sujeto lo ejerce y cómo definirlo y delimitarlo; cuándo, en qué momento una sociedad puede someterse a un profundo ejercicio de deliberación democrática donde diversas opciones se confronten; y cómo, con qué garantías de transparencia, y con qué criterios para determinar qué mayoría es suficiente. No hay reglas claras: las resoluciones de la ONU (1960) se circunscribían en esencia a los territorios colonizados. De ahí que desde los años sesenta, los independentistas de cualquier signo y lugar, incluso de territorios más ricos que la metrópoli, insistiesen en el argumento de la colonización. En la práctica, los ejercicios democráticos del derecho de autodeterminación se han regulado por acuerdos bilaterales entre los Estados afectados y los nacionalistas subestatales (Québec, Escocia, Montenegro…). Ninguno es idéntico entre sí —dejemos Cataluña al margen—.
Lo cierto es que buena parte de las fronteras actuales se han constituido merced a los repartos de territorios impuestos tras capitulaciones y tratados de paz. Los surtiroleses, los alsacianos o los magiares de Transilvania no tuvieron opción de votar; apenas los germanófonos surtiroleses pudieron optar entre ser ciudadanos alemanes e italianos gracias al acuerdo entre Mussolini y Hitler. Los intentos de solventar aquel déficit democrático de origen fueron varios: desde la garantía internacional de la protección de minorías lingüísticas, religiosas o étnicas en los nuevos Estados, como intentó la Sociedad de Naciones entre 1919 y 1939, al intercambio de poblaciones (como entre Grecia y Turquía en 1923), o simplemente su expulsión, como sucedió con las minorías germanas en varios Estados de Europa oriental tras el fin de la II Guerra Mundial en 1945, y como en la práctica también ocurrió en Croacia, Bosnia o el Cáucaso en la década de los noventa.
La historia continúa. Y como siempre, no se repite, pero rima. La anexión de los territorios de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, proclamada por el Kremlin tras una pantomima de referéndums exprés el 30 de septiembre de 2022, que se une a la anterior anexión de facto de Crimea, constituye una perversión más del principio de autodeterminación nacional. Y es una burda caricatura de aquel espíritu wilsoniano de 1917-18. También parece invocar implícitamente la doctrina soviética del derecho de autodeterminación, aunque Putin reniegue de la herencia bolchevique, por disgregadora y por haber “inventado” una nación ucrania que —según él y buena parte del nacionalismo ruso— es artificial. Que esas votaciones carecen de cualquier garantía de transparencia y legitimidad democrática parece obvio, aunque siempre hay tontos útiles y antiatlantistas furibundos dispuestos a comulgar con ruedas de molino.
Incluso en territorios donde hasta febrero de 2022 existía una mayoría prorrusa, como Donetsk y Lugansk, si se esperó hasta ahora para celebrar esos referendos fue porque el régimen ruso necesita legitimación hacia el interior y el exterior. Una narrativa que pasa por presentar la nueva Gran Guerra Patria que invoca Putin, siempre jugando con la memoria del conflicto de 1941-45, no solo como una liberación de los ucranios de un supuesto yugo fascista, sino como una simple reintegración de territorios a la madre patria, y una vuelta al discurso del nacionalismo imperial.
Se podría pensar que, con este movimiento, la Rusia de Putin pretende presionar a Ucrania y al presidente Volodímir Zelenski para aceptar algo parecido a una paz por territorios. Conseguir el agotamiento del contendiente, más fuerte y motivado y mejor armado de lo que se pensaba hace siete meses, para que ceda como hizo el mariscal finlandés Mannerheim en 1940: sentarse a una mesa y aceptar que merece la pena perder algo de territorio para garantizar la integridad territorial de la mayoría del país. Occidente ya se cansará de pagar la factura de la guerra, en forma de un general invierno doméstico que hará temblar a millones de ciudadanos sin gas para calentarse.
Pero se trata de un movimiento que cierra cualquier puerta a una negociación a corto o medio plazo, y genera una nueva escalada: al anexionarse Rusia esos territorios, se proclama autolegitimada para defenderse de cualquier ataque con el arma nuclear. Su intención también queda al descubierto: no solo liberar Donetsk y Lugansk, las antiguas repúblicas autoproclamadas, sino también anexionarse otros territorios de mayoría rusófona, pero no prorrusos. Una guerra de conquista y de reconstrucción del solar de la antigua Rusia imperial y su área de influencia, frente a un Occidente culpable de todas las desgracias del país y su decadencia tras 1991. La pátina de legitimación internacional es tan grosera como lo fueron las artimañas de otros dictadores en el pasado.
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