Los ucranios que huyen de los referendos de Putin: “¡Claro que no voté, diablos!”
Miles de familias escapan de las zonas ocupadas por los rusos ante los planes de anexión de Moscú y el alistamiento obligatorio de los hombres ucranios para que combatan contra su país junto a las tropas del Kremlin
Constantín, un instalador de internet de 28 años, no aguantaba más. El martes cogió su coche Lada 110 de color gris, montó a su hermano, su mujer, su hijo y su hija, lo cargó con todo lo que pudo, incluidos bultos en la baca, y se marcharon los cinco. Atrás quedaba Ivanivka, su pueblo ocupado por los rusos en la región de Jersón, en el sur de Ucrania. Ese era el último de los cinco días en los que Moscú había organizado allí y en otras tres regiones invadidas parcialmente referendos de anexión para considerar esos territorios parte de Rusia. Lo siguiente es imponer desde el 1 de octubre a los hombres de entre 18 y 35 años de esas zonas el alistamiento para que combatan con uniforme ruso frente a las tropas de su propio país, Ucrania. Constantín no abrió la puerta de su domicilio el lunes, cuando dos hombres armados acompañaron a la mujer que, casa por casa, buscaba urna en mano que los vecinos participaran en la votación ilegal. Y tampoco piensa vestir el uniforme enemigo. La ocupación dura ya siete meses y a la guerra, la inseguridad, la inflación y unas duras condiciones de vida se une ahora el acoso que sufren ante los planes del Kremlin. “Tenía miedo”, zanja el hombre horas después de llegar a Zaporiyia.
Esa ciudad, capital de la región homónima, acoge también a cargos de la Administración oficial de Kiev que han escapado de sus localidades tras negarse a colaborar con los rusos. La agenda de Moscú “no cambia en nada nuestras vidas ni las de nuestras tropas. Berdiansk seguirá siendo de Ucrania. Lucharemos hasta la victoria”, reacciona Víktor Tsukanov, concejal del Ayuntamiento de Berdiansk. El edil de esta ciudad ocupada, de 40 años, trata de restar importancia a lo que pueda salir de la boca de Vladímir Putin. El presidente ruso tiene previsto este viernes anunciar unilateralmente y sin respaldo oficial de nadie que las zonas que controlan sus soldados de las regiones ucranias de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón pasan a formar parte de Rusia.
Pese a todo, son miles de ciudadanos los que, como Constantín y su familia, no han esperado al anuncio de Putin para marcharse. La escena de las caravanas de vehículos poniendo tierra de por medio se asemejan a las de los rusos que se fugan de su país para evitar también ser enrolados en el ejército y ser enviados a luchar a Ucrania. Para llegar a la ciudad de Zaporiyia hay que superar Vasilivka, donde cientos de coches se acumulan. Se trata, como describen decenas de entrevistados, de una especie de infierno fronterizo de estrictos controles, donde las tropas rusas tratan de dificultar que se les vaya la población a la que supuestamente habían venido a salvar del “nazismo” del Gobierno de Kiev. Allí, Constantín cuenta que fue obligado a quedarse en calzoncillos para que los soldados revisaran sus tatuajes, pues luce varios bien visibles en los brazos. Es la forma que tienen los invasores de detectar signos patrióticos o nacionalistas que no son de su gusto y así tener una excusa para proceder a la detención. Otros hombres consultados describen escenas similares.
Ina, de 24 años, es la esposa de Constantín. Lidia como puede con Danil, el niño de cuatro años, mientras lleva en brazos a la pequeña Vladislava, de nueve meses. La familia ha llegado a un centro de tránsito habilitado en el hostal que ocupa una antigua fábrica hasta que les encuentren un lugar donde asentarse. Hay varios de este tipo en Zaporiyia, donde se intenta organizar a los refugiados por su lugar de procedencia. En un momento de la entrevista, Constantín se levanta para ayudar al resto de voluntarios a descargar un camión que ha llegado con ayuda.
Su mujer recuerda con pavor las horas que pasaron en Vasilivka. Trataron incluso de despertar la compasión de los uniformados rusos con la argucia de que el niño llevaba una pierna rota, porque escudriñaban de manera férrea y con muy malos modos, según Ina. El peor de los cuatro controles fue el segundo. Allí desmontaron todo lo que llevaban en el coche y, durante un buen rato, se llevaron todos los dispositivos electrónicos, hasta la tablet de Danil. Asegura que registraron las redes sociales, los contactos, el historial de Google o YouTube y grupos de la red social Telegram. Detectaron uno en el móvil de Ina que no les gustó. Entonces, “uno de los soldados se volvió loco y a gritos, muy agresivo, me pidió que saliera del coche”, recuerda. Ella les imploró: “Por favor soy madre de dos hijos, uno con la pierna rota. Déjeme seguir”. Pero hubo otro momento que a punto estuvo de costarles la media vuelta, como ocurrió a cuatro de los coches que formaban parte de su convoy de 16 vehículos. Fue cuando los rusos sospecharon de Artem, de 33 años y hermano de Constantín, porque no llevaba teléfono. Eso significaba para los soldados que algo tenía que ocultar, relata su cuñada con angustia. La pesadilla de la huida por Vasilivka concluyó cuando superaron el último control, que “estaba en manos de chechenos”, señala Ina con cierto alivio.
Acogido también en las instalaciones se halla Serguéi Tatarnikov, de 36 años, que avanza apoyado en una vieja muleta de madera y la pierna izquierda vendada. Fue herido por la metralla durante un ataque ocurrido el 24 de agosto, Día de la Independencia de Ucrania. También se cumplían seis meses de invasión. Tuvieron que evacuarlo en ambulancia de Orejov, uno de los pueblos que no han conseguido invadir los rusos, pero que vive de manera permanente asediado. “Es zona de guerra”, asegura Tatarnikov, que calcula que de los 50.000 habitantes debe quedar un 5%.
En las instalaciones donde reciben ayuda los habitantes de Berdiansk, Irina, de 44 años, recuerda cómo en Vasilivka las tropas rusas les humillaban choteándose del “¡Slava Ukaine!” (Gloria a Ucrania) que todos los locales corean para darse ánimos y saludarse. Otra Irina, maestra de infantil de 69 años, observó cómo su vecina abrió la puerta en la votación, una “farsa” a ojos de la comunidad internacional, y fue obligada a introducir la papeleta. La ha acompañado en el viaje en autobús su yerno, Oleksei, de 38, un empleado de publicidad de un periódico que se ha quedado en paro por la guerra y que escapa del alistamiento con el que le amenaza el invasor. Cuenta con amargura que “muchos” conocidos y excompañeros de clase colaboran ahora con las fuerzas del Kremlin.
Cae la noche en la antigua fábrica de Zaporiyia mientras en el comedor se reparte la cena que facilita la ONG World Central Kitchen, del cocinero español José Andrés. Ni a esa hora cesa el goteo de refugiados que alcanzan las instalaciones, de 10 plantas de altura. Los testimonios de unos y otros sobre la odisea para escapar concuerdan. Valentina, de 65 años, filóloga y doctora en Lengua Ucrania, logró salir de la ciudad de Jersón cruzando a bordo de un pequeño ferry el río Dnieper, cuyo puente ha sido bombardeado. Su grupo estuvo retenido dos días en Vasilivka, donde una anciana les acogió en su casa. “En Jersón la mayoría de gente sigue estando con Ucrania. Están esperando a que pueda llegar nuestro ejército a liberarnos”, afirma esta jubilada, que espera poder realizar en Zaporiyia las gestiones para recuperar su pensión, imposible de recibir bajo las autoridades rusas. Cuando emprendió el viaje, el pasado domingo, las urnas de los referendos ilegales todavía estaban yendo de casa en casa custodiadas por militares. “Solo unos pocos abrieron la puerta para votar”, señala. Y deja claro que ella no estuvo entre ellos: “¡Claro que no voté, diablos!”.
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