Aterrizar en China desde Europa: feliz regreso a 2020
Viaje a uno de los pocos países que sigue manteniendo una estricta política de cero covid
Es tu primer amanecer en China: a las siete llaman a la puerta de la habitación, saltas de la cama, asomas la cabeza, una persona forrada de pies a cabeza con un traje de plástico blanco te introduce un bastoncito por la garganta hasta que te provoca una arcada, es tu cuarta PCR en cuatro días (el periplo empieza en el país de origen dos días antes de viajar), pero aún queda un carrusel de pruebas de ácido nucleico; cierras la puerta y tratas de conciliar el sueño cuando de pronto vibra el móvil: a través de WeChat, el equivalente chino del WhatsApp, las personas que te cuidan y a la vez custodian este hotel en el que has de permanecer aislado 10 días te han enviado un mensaje. Activas el traductor de la aplicación, que no es muy preciso: “Aviso muy importante”, dice el texto. “Hay casos positivos en este vuelo, todos los miembros del personal deben comenzar el traslado de casos positivos [sic]. ¡Nadie puede salir de la habitación, no puede salirse de la puerta, debe usar una máscara para comer [sic]! Si alguien llega, llama a la policía”.
El desfase horario con Europa, de donde provienes, acentúa la sensación de irrealidad. Suena ahora una alarma y recuerdas que la pusiste para tomar tu temperatura y rellenar a tiempo el formulario en línea, una tarea que has de completar dos veces al día, según consta en el manual de ocho páginas que encontraste sobre el escritorio y que también has traducido; en su página 2, punto 3, dice, por ejemplo: “Durante el período de aislamiento, la puerta de la habitación no se puede abrir, excepto para recoger artículos y tirar basura (usar una máscara N95 al abrir la puerta). Cada puerta está equipada con un sistema de alarma magnética de puerta, y hay monitoreo las 24 horas y detectores humanos infrarrojos en el pasillo. Si se encuentra que alguien sale al azar de la habitación, repórtelo a la policía y vuelva a calcular el período de aislamiento”.
Te encuentras en Tianjin, ciudad portuaria vecina a Pekín, adonde se desvían algunos aviones con destino a la capital. El hotel se te ha asignado de forma indeterminada. Llegaste al anochecer en un autobús escoltado por la policía desde el aeropuerto. Entre la confusión de viajeros y maletas a la entrada descubriste decoración de aire festivo. Decía: “Feliz año nuevo 2020″, como si el tiempo se hubiera congelado.
Aterrizar en China desde Europa en agosto de 2022 supone atravesar una dimensión espaciotemporal que lo devuelve a uno de golpe a la casilla inicial de la pandemia, pero con características chinas. La República Popular es uno de los pocos países (y la única de las grandes potencias) que mantiene una política dura de “cero covid”. Mientras la Unión Europea y Estados Unidos han optado por convivir con el virus, aquí la batalla sigue viva y se pelea de forma titánica. “La perseverancia es la victoria”, ha señalado el presidente chino, Xi Jinping. Y las distintas visiones han abierto una brecha entre el gigante asiático y buena parte del planeta, un síntoma más de la nueva era de la desglobalización.
La llegada desde el extranjero es la primera línea del frente. Desde principios de 2020, China concede pocos visados y nadie puede acceder al país sin observar una cuarentena de 10 días en un hotel (en algunos casos, se permiten los últimos tres en casa, pero con cámaras en la puerta). El tráfico aéreo se encuentra bajo mínimos. Las rutas internacionales se han jibarizado. Los precios de los billetes resultan astronómicos (una plaza en turista desde la UE supera los 2.000 euros, solo de ida). Y subirse a un avión recuerda a una lotería: los vuelos son cancelados si se detectan casos positivos en trayectos anteriores, lo cual sucede con frecuencia.
El trayecto aéreo indica que uno se encuentra en la puerta hacia otra forma de entender el virus: toda la tripulación va completamente cubierta por un mono blanco, cabeza, manos y pies incluidos, además de gafas y de una pantalla protectora. Se pasean con un termómetro de pistola. La comida se ofrece en bolsas herméticas. Cada vez que alguien entra al baño de inmediato pasan a limpiarlo.
Al aterrizar en China, el aeropuerto se encuentra desolado, se ven personas con EPI (equipos de protección individual) fumigando desinfectante, hay un Starbucks cerrado como un resto arqueológico, se habla con personas de forma remota a través de pantallas para reducir el contacto, piden abundantes códigos QR —la burocracia aséptica de este tiempo— y 10 minutos después de poner un pie en tierra ya avanzas por un pasillo envuelto en una niebla de desinfectante hasta alcanzar una cabina donde abres la boca para tu primera PCR.
Los confinamientos masivos decretados esta primavera en ciudades inmensas como Shanghái, de más de dos meses, han contribuido a la desconexión. Entre enero y mayo de este año, las ventas de billetes de vuelos internacionales se desplomaron en China, hasta colocarse un 97% por debajo de los niveles de 2019, según la Asociación Internacional de Transporte Aéreo. Ante el verano, Pekín anunció la flexibilización de restricciones y la reapertura de rutas aéreas. Pero un día cualquiera, el 26 de julio, solo hubo 94 vuelos internacionales entre China y el resto del mundo, frente a los 2.883 del mismo día en 2019, según Bloomberg.
Estampida de extranjeros
Ante la situación, muchos extranjeros residentes han optado por emprender el camino de vuelta. Las cifras de la estampida son significativas. Los españoles asentados en China han pasado de unos 10.000 hace 10 meses a unos 6.000 en la actualidad, un éxodo del 40%, según datos que maneja la Embajada de España en el país. La gran pregunta es por qué Pekín persiste en la tarea de tender a cero casos. Las consecuencias son severas en un año en el que el Gobierno chino estima el crecimiento económico en torno al 5,5%, el menor desde 1990 (si se excluye el fatídico 2020), aunque ya hay analistas que estrechan los pronósticos hasta el 3%.
“El Gobierno chino ha decidido controlar el virus hasta un punto que ningún gran país ha logrado”, dice Suerie Moon, codirectora del Centro de Salud Global del Instituto de Estudios Internacionales y de Desarrollo de Ginebra. “Desde un punto de vista puramente de salud, este enfoque ha sido muy exitoso, si no se tienen en cuenta otros costes sociales o económicos, que son enormes y están aumentando. ¿Merece la pena?”, reflexiona. “Está claro que para quienes toman las decisiones la respuesta es sí”.
Desde 2020, China suma 6,4 millones de casos de covid y 24.836 muertes, según lo notificado por las autoridades a la OMS (cifras que algunos virólogos cuestionan). Es uno de los Estados con menor ratio de defunciones e infecciones del planeta (solo España duplica los casos y más que cuadruplica los fallecimientos; EE UU supera el millón de muertes). Y se han administrado más de 3.500 millones de vacunas. Aun así, sigue aferrado a la táctica de testeo masivo y cierre a la mínima: estos días se han vivido escenas caóticas en la ciudad de Chengdu, en el interior del país, cuando las autoridades anunciaron que procedían a aislar a sus 21 millones de habitantes.
En marzo, poco antes de que el cerrojo se estrechara sobre Shanghái, el presidente Xi definió la estrategia en una conferencia del Comité Permanente del Politburó del Partido Comunista, máximo órgano de mando: “Debemos adherirnos siempre a la supremacía del pueblo y de la vida, adherirnos a la limpieza científica, precisa y dinámica, y frenar la propagación de los brotes de covid lo antes posible”.
En la práctica: es tu undécimo amanecer en China cuando eres al fin liberado del hotel, caminas por lúgubres pasillos plastificados, corre un aire frío, de las puertas surgen otras personas arrastrando maletas como si despertaran de una hibernación, se te entrega un legajo de papeles con el resultado de siete pruebas PCR (sumas ya 10 en 13 días), te subes a un vehículo y de camino a Pekín atraviesas un control de la policía en la autopista, que reclama el legajo, lo escruta y finalmente da el visto bueno.
Te adentras en Pekín solo para descubrir la segunda línea de defensa: las aplicaciones sanitarias, herramientas que guían casi cada acto de vida, y que algunos críticos ven con preocupación por su potencial de control. Solo quien muestra en el móvil el color verde tras escanear un QR está autorizado a entrar en tiendas, restaurantes o usar el transporte público. Para obtener el salvoconducto se requiere una PCR negativa en las últimas 72 horas (o menos, para lugares como hospitales), de modo que el testeo se ha vuelto cotidiano. En las calles de la ciudad han proliferado como setas pequeños quioscos donde los ciudadanos acuden ordenadamente, abren la boca, dejan su muestra, y prosiguen con su vida hasta dentro de tres días. Es lo primero que uno ha de hacer al llegar: el requisito indispensable para volver a sentirse un ciudadano.
Las truncadas vacaciones de Wang Xiangwei
Wang Xiangwei, un veterano periodista político residente en Pekín, tiene un enfado considerable. “Creo firmemente que las medidas deberían adaptarse a la realidad”, reclama al teléfono. Wang escribió esta semana una dura columna en el diario hongkonés South China Morning Post (del que fue director hace unos años) cuestionando las “medidas extremas de supresión de la covid” y denunciando “lo fragmentada y caótica que sigue siendo la estructura de mando burocrática del país”.
Acababa de sufrir en sus carnes las severas políticas sanitarias en la isla de Hainan, donde fue a pasar las vacaciones con su familia. Era la primera vez que tomaba un descanso fuera de Pekín desde el inicio de la pandemia. Solo pudo disfrutar unos días: al poco, comenzaron a subir los casos en la zona y las autoridades decretaron confinamientos, dejando a miles de personas sin poder salir, vagando entre hoteles y haciendo una PCR tras otra, esperando a que la aplicación sanitaria del teléfono se volviera verde. Tardó 23 días en regresar a Pekín.
Wang concede que el argumento habitual de las autoridades de la República Popular, el de que han hecho un “excelente trabajo” en la contención de la covid, era válido en 2020 y 2021. Ya no. “El virus ha cambiado: se ha vuelto más contagioso, pero ha perdido fuerza”. Pekín, en cambio, no ha mutado. Ha habido un relajamiento progresivo de las medidas, como el reciente anuncio de las autoridades de que se vuelven a conceder visas para los estudiantes extranjeros. Pero el periodista no espera una transformación significativa antes del “cambio de ciclo político”, tras el 20º Congreso del Partido Comunista Chino, el gran evento quinquenal en el que se prevé que el presidente Xi Jinping extienda su mandato hasta 2027.
En su columna, Wang también carga contra el “preocupante” uso de las aplicaciones sanitarias como herramienta de control social, cuyo uso podría ir más allá de la pandemia. “Me parece difícil creer que los funcionarios chinos renuncien a estos poderes”, señala al teléfono. En su columna subrayaba cómo las autoridades de la provincia de Henan “manosearon” en junio estas aplicaciones “emitiendo códigos rojos falsos” para contener unas protestas ciudadanas relacionadas con una crisis bancaria.
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