Shanghái salta a la calle entre la alegría, el malestar y la incredulidad tras dos meses de confinamiento radical
Las restricciones para frenar el brote de ómicron han generado un fuerte descontento en la capital económica de China, donde todavía un millón de personas debe continuar con el encierro
Shanghái ya está desde este miércoles al final del túnel. Con fuegos artificiales ―que, según la tradición china, ahuyentan a los malos espíritus― y un ambiente digno de las celebraciones de Año Nuevo, la capital económica del gigante asiático celebraba desde la medianoche el adiós a un draconiano confinamiento de dos meses, que ha generado un amplio descontento entre la población, inusuales protestas de sus residentes en las redes sociales y en las calles, y serios problemas en la economía nacional y las cadenas de suministros globales.
Como ocurrió en su día en Wuhan, la primera ciudad confinada al inicio de la pandemia, las autoridades fijaron una fecha para que la ciudad volviera a abrirse de manera oficial. El 1 de junio. La fecha que ponía fin a unas restricciones que, para muchos de sus residentes, se han extendido más de 76 días (la duración del confinamiento de Wuhan en 2020), y que ha dado luz verde para que más de 22,5 millones de sus casi 26 millones de habitantes puedan moverse con libertad por la ciudad. Las autoridades sanitarias han informado de 15 nuevos casos en 24 horas, una caída abismal en comparación con la media de 20.000 contagios diarios que se llegaron a detectar en abril.
Este miércoles, la urbe más grande de China ha amanecido sin la mayoría de las vallas que se habían colocado para tapiar el acceso a los complejos residenciales, sin cinta policial en las plazas y edificios públicos y con los medios de transporte operativos. Algunos no lo creían. Salían a la calle casi a tientas, con la extraña sensación casi de vértigo de los marineros al pisar tierra firme tras un largo viaje. Muy largo y con el movimiento muy restringido.
Durante semanas, la práctica totalidad de la población debió quedarse encerrada en sus domicilios, sin poder salir más que para someterse a pruebas PCR, ir al médico en caso de enfermedad... o ser trasladados a los temidos fancang, los centros de cuarentena temporales en precarias condiciones para los contagiados leves y sus contactos. El sistema de suministro de alimentos colapsó en las primeras semanas, suscitando una avalancha de quejas, denuncias de casos extremos y de ingenio, solidaridad vecinal y picaresca para obtener comida.
Originalmente, las autoridades anunciaron que el bloqueo de Shanghái se produciría de manera escalonada y que duraría un máximo de cuatro días para los habitantes a cada orilla del río Huangpu, pero ese aislamiento llegó a extenderse oficialmente durante dos meses, y en algunos casos supera los 80 días. Durante este periodo, han sido frecuentes las quejas en redes sociales por la escasez de alimentos y la inflexibilidad a la hora de aplicar los protocolos contra la covid, como no atender en los hospitales a pacientes con otras enfermedades.
Algunas zonas con menor número de casos habían recibido ya autorización en las últimas semanas para permitir que sus residentes pudieran salir a la calle durante ratos más o menos largos, generalmente con pases para determinado número de horas o para misiones concretas (ir al banco a por efectivo, por ejemplo) firmados por su comité de barrio. En días previos, en calles como la emblemática Anfulu residentes liberados, la mayoría jóvenes, se habían congregado en fiestas callejeras espontáneas para celebrar su libertad ante la mirada de la policía.
“Todo el mundo ha sacrificado mucho. Este día se ha ganado a pulso, por lo que tenemos que valorarlo y protegerlo, y dar la bienvenida al Shanghái que conocemos y echamos de menos”, expresó la portavoz del Gobierno local Yin Xin en una rueda de prensa.
La apertura oficial de este miércoles, sin embargo, no significa la vuelta a la normalidad prepandémica. Los residentes de las zonas donde no se han registrado casos recientemente pueden abandonar sus hogares sin necesidad de un pase por horas. Con un pero: se les exige presentar el resultado de una prueba PCR hecha en las últimas 72 horas para acceder tanto a lugares públicos como a transportes comunitarios. Supermercados, centros comerciales y lugares turísticos al aire libre abrirán con hasta un 75% de su aforo, mientras que museos, bares, gimnasios y cines permanecerán cerrados. Los restaurantes tampoco podrán recuperar de momento su actividad normal, y tendrán que continuar limitándose a la comida para llevar.
“Estoy feliz, pero me siento extraña y tengo una sensación agridulce después de tantas semanas encerrada en casa”, comenta Ming Ge, de 30 años, trabajadora de una multinacional. Compara la gestión de la pandemia en Shanghái como una relación sentimental que comienza siendo idílica antes de transformarse en un infierno. “Ha sido como cuando tienes una pareja con la que durante dos años todo va sobre ruedas, pero de repente da un giro radical y en los últimos meses te insulta y te maltrata. Después te pide perdón y que olvides lo que ha pasado, asegurando que quiere que todo vuelva a la normalidad”, reprocha.
Un extranjero que prefiere no identificarse describe la situación en las calles como “una mezcla extraña. La gente está contenta, claro que sí. Pero al mismo tiempo, no termina de creerse que esto se haya acabado. Y el sufrimiento ha sido tal, que tardaremos mucho en superarlo. Estas cosas no se olvidan. Por debajo de la alegría hay todavía mucho malestar”.
“Si no fuese por (que dejaría atrás a) mis padres, ya me habría ido al extranjero”, afirma Li, de 40 años, organizador de exposiciones. En internet circulan este miércoles vídeos en los que reporteros de medios locales apartan el micro de los entrevistados que, en directo, critican el cierre. Actualmente, unas 190.000 personas continúan en áreas confinadas y otras 450.000 en las denominadas zonas controladas (cercanas a lugares con contagios, pero en las que no se ha detectado ningún positivo en la última semana).
Impacto económico de la política de tolerancia cero
El Gobierno se ha comprometido a que en las principales ciudades de la nación se instalen puestos de pruebas PCR a una distancia de 15 minutos a pie y a construir hospitales de campaña para acoger pacientes covid en caso de rebrote. La agencia Reuters calcula que entre marzo y mayo se construyeron más de 300 de estas instalaciones y estima que China invertirá unos 48.500 millones de euros en medidas para combatir la covid a lo largo del año.
Sin embargo, preocupa el impacto financiero que tendrán estas medidas. Shanghái es, además del centro de negocios del país, el lugar donde se ubica el mayor puerto de carga del mundo. La actividad económica china registró en abril su mayor contracción en dos años y medio y, tras ocho semanas de inactividad, en Shanghái ha sido incluso más notable. Según datos de la agencia de estadísticas de la ciudad, la producción industrial cayó un 61,5% interanual en abril, mientras que las ventas al por menor se redujeron en un 48,3% en el mismo periodo. Este precipitado descenso se produce tras registrar débiles resultados en el primer trimestre: la economía de Shanghái creció solo un 3,1%, por debajo de su objetivo del 5,5%.
A pesar de esas cifras, China continúa firme con su política de tolerancia cero contra el coronavirus, y muestra de ello es el retraso de varios eventos multideportivos de gran envergadura previstos para este verano y la reciente decisión de renunciar a su condición de sede de la Copa Asiática de Fútbol, prevista para 2023, y para la que ya se había realizado un desembolso multimillonario en la construcción de estadios. Esa resignación a la inevitabilidad de coexistir con el virus que se ha adoptado en otros países se mantiene fuera de las alternativas que barajan en las altas esferas de Pekín, especialmente de cara al 20º Congreso del Partido Comunista que se celebrará en otoño, cuando está previsto el nombramiento de Xi Jinping para una tercera legislatura.
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