Líbano toca fondo
Beirut se desangra entre la crisis económica y la parálisis del Estado dos años después de la explosión que devastó su puerto
Hay una bruma oscura en Mar Mikhael, el barrio más próximo a la zona cero de la explosión que asoló la capital libanesa hace dos años. Esa neblina, que se percibe con claridad en la parte más cercana al mar, provenía del grano ardiendo almacenado en los silos del puerto. La combustión ha provocado colapsos parciales de la estructura en las últimas semanas, hasta que este martes la cara norte de los silos se ha derrumbado por completo. Hoy el humo negro es más denso e invade todo Mar Mikhael en un terrible recordatorio de la catástrofe.
El barrio entero es una huella fósil de la explosión. Algunos edificios están en reconstrucción, pero muchos otros simplemente se han abandonado. La gasolinera principal continúa abierta en canal como una falla macabra. A pocos metros se encuentra la que fue la sede de Electricité du Liban (la empresa pública de electricidad). Apenas queda en pie su estructura y solo una palabra permanece anclada todavía a lo que fue el rótulo de entrada: “…LIBAN”. La imagen es una metáfora perfecta de un país que navega sin rumbo sobre un mar de escombros.
Líbano lleva tres años en el infierno. La crisis económica de 2019 dejó al país al límite de su propia supervivencia y después, tras el primer golpe de la covid, la explosión del puerto supuso la vuelta de tuerca de una tormenta perfecta que ha fulminado definitivamente las esperanzas de toda una generación de libaneses. De ahí que la expresión “al límite” no guste a Firas A., dueño hasta hace poco de un concurrido restaurante en la zona, hoy cerrado a cal y canto. “No estamos al borde del abismo, sino en el fondo”, sentencia amargamente.
Según Naciones Unidas, cerca de un 80% de los libaneses vive por debajo del umbral de la pobreza y quienes eran pobres antes de la crisis están en la más absoluta miseria. Los hogares solo reciben dos horas de electricidad al día por parte de la red pública. El resto ha de conseguirse con generadores privados cuyo combustible se ha encarecido desde el inicio de la guerra en Ucrania. El suministro de agua es deficitario y la recogida regular de basuras un imposible.
La libra libanesa ha perdido el 90% de su valor frente al dólar, haciendo esfumarse con ello los ahorros de un país donde no existe un sistema universal de pensiones. La inflación galopa instalada en los tres dígitos y el corralito financiero establecido por las autoridades bancarias limita las retiradas de efectivo a un puñado de dólares, en muchos casos a un cambio libra/dólar insultantemente desventajoso para el cliente. Las tarjetas no se aceptan en ningún comercio porque nadie quiere tener su dinero en el banco. Así, no es extraño llevar un fajo de billetes de un millón de libras (algo más de 30 dólares) para comprar medicamentos, cada vez más caros y escasos.
El pasado día 11, las imágenes de Bassam al-Sheikh Hussein, atrincherado con rehenes en una sucursal bancaria del barrio de Hambra reclamando sus ahorros para poder pagar las facturas médicas de su padre, dieron la vuelta al mundo. Sin embargo, a la misma hora y en mismo barrio, apenas a unos metros de distancia, un grupo de extranjeros sacaban sin problemas sus dólares depositados en Europa, en cajeros de bancos internacionales. La foto de los libaneses convertidos en parias en su propio país.
Estafa a gran escala
El Banco Mundial ha relatado con crudeza, en su último informe, cómo Líbano ha sido víctima de una estafa a gran escala. Una crisis “orquestada por las élites que hace mucho capturaron al Estado” para ponerlo a su servicio. El informe relata cómo desde el Gobierno inflaron la economía y la moneda local a base de préstamos, “con el único objetivo de que las empresas privadas se enriquecieran”. El agujero en el sector bancario fue cubriéndose mediante un esquema Ponzi, un tipo de estafa piramidal por el que los inversores más antiguos se llevan el dinero de los nuevos. Ahora el país no tiene ni Estado ni bancos, pero es rico en corrupción y millonarios.
Al llegar la noche, Beirut es una sombra. Ni rastro de sus antiguas luces anaranjadas. Mientras los silos del puerto siguen humeando, las calles de la ciudad permanecen a oscuras en un paisaje siniestro. Los pocos semáforos no funcionan y las basuras se apilan en las esquinas.
El estado de ánimo de los beirutíes está a caballo entre la resistencia y la negación. Puede que la supervivencia requiera de ambas cosas, pero muchos simplemente se han cansado de sobrevivir y, para ellos, esa proverbial capacidad libanesa para reinventarse y volver a empezar ha quedado sepultada sin remedio bajo los escombros del puerto. “¿Cómo se llama a quienes ya no tienen ciudad?”, se pregunta Patricia Khoder, periodista y trabajadora humanitaria.
Según los cálculos de varias organizaciones internacionales, más de 80.000 ciudadanos han abandonado el país. La antaño potencia sanitaria de Oriente Próximo ha visto cómo el 40% de sus médicos se han marchado y lo mismo sucede con los profesores. No es extraño, teniendo en cuenta la situación ruinosa de los empleados públicos. Dado que cobran en moneda local la depreciación de la libra ha implicado que sus sueldos han perdido casi dos ceros. Salarios que pueden llegar a rondar el equivalente a 50 dólares (49,7 euros). Muchos funcionarios han dejado sus puestos al no poder cubrir ni siquiera los gastos de desplazamiento y el absentismo forzoso convive con una huelga formal en muchos ministerios que dura ya más de un mes.
No es que la Administración fuera una maquinaria engrasada antes de la crisis de 2019, ni mucho menos, pero ahora se ha vuelto completamente disfuncional. El Estado no existe y ni siquiera puede, como antes, mantener la ilusión de que no es así.
Ni la antaño todopoderosa General Security (Servicio de Seguridad General) es ajena al colapso. Renovar un pasaporte se convierte en una odisea que implica al menos año y medio de trámites. La Administración alega que hay escasez de papel timbrado. Abdallah, profesor universitario, se dio de cabezazos durante meses para tratar de conseguir un certificado que le permitiera casarse. El funcionario se encogía de hombros cada vez que lo veía en el despacho. “Lo siento. Hoy no nos quedan formularios, venga otro día”, decía. Conseguirlo le ha llevado un año. En el aeropuerto de Beirut, en los días de más tráfico, las colas de entrada para cruzar el control de seguridad suponen varias horas de espera porque solo hay tres empleados para recibir a cientos de pasajeros, en su gran mayoría expatriados que han traído este verano la única alegría a la agonizante economía libanesa.
“Mira querida, hoy no hay electricidad y todo está a oscuras, pero si queréis pasar, adelante”, dice con resignación la conserje en la puerta del Museo Nacional de Beirut. Muchos visitantes deciden no entrar, pero otros se animan a hacerlo iluminándose con sus teléfonos móviles. Contemplar a la luz de una linterna el mosaico del Nacimiento de Alejandro o las primeras inscripciones fenicias que se conservan sería una experiencia fascinante en otras circunstancias. Pero todo es amargo. De una tristeza infinita. El calor es sofocante, para los visitantes y para las obras.
A apenas 100 metros del Museo Nacional se encuentra el MIM, una institución privada donde se expone la impresionante colección de minerales de Salim Eddé, miembro de una prominente familia de la élite política y financiera del país. Los diamantes en bruto se observan con varios focos direccionados hacia las gemas en una sala perfectamente climatizada.
El desfalco generalizado de bancos y políticos libaneses es el tema central de la exposición organizada por el Beirut Art Center, una organización sin ánimo de lucro centrada en promover a artistas contemporáneos de Oriente Próximo que tiene su base en una nave industrial alejada del centro de la ciudad. Allí, la artista Petra Sherhal firma una instalación donde los visitantes pisan un suelo plagado de billetes de 1.000 libras. Antes, cada billete suponía casi un dólar. Ahora apenas valen cinco céntimos. El paseo sobre el manto de dinero genera una sensación desasosegante. ¿Cuánto cuesta el suelo que uno pisa? En realidad, casi nada. La artista acompaña su obra de la siguiente leyenda: “Una libra libanesa estable, como la independencia política del país, ha sido una ilusión sostenida a base de propaganda”.
A la salida de la exposición, en un muro cercano, hay un grafiti pintado en grandes letras amarillas: “Beirut es Gotham”. Imposible no pensar en la urbe de ficción donde Batman se esfuerza en vano por librar a una ciudad oscura de la corrupción y el crimen rampantes sin poder evitar que estos prevalezcan una y otra vez. Rabih H., experto en literatura inglesa que abandonará el país en pocas semanas para tratar de instalarse definitivamente en Europa, se ríe de la pintada, no porque no la comparta sino porque él tiene su propia frase para definir la ciudad que juró que nunca abandonaría: “Beirut es un fantasma. Una ciudad fantasma en un país zombi”.
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