La deriva autoritaria de Túnez entierra el sueño de democracia de la Primavera Árabe
La nueva Constitución acaba con una fallida transición que tampoco cuajó en el resto de la región
La historia de las transiciones hacia la democracia nacidas de la Primavera Árabe ha terminado en el mismo lugar en el que todo comenzó: Túnez. Fue la huida apresurada del dictador tunecino Ben Alí en enero de 2011, atemorizado por una fuerte ola de protestas populares, la que inspiró a los activistas de toda la región a salir a las calles para exigir a sus gobernantes más libertad, democracia y justicia social. Y ha sido también este pequeño país magrebí el último en bajar el telón de su transición democrática con la aprobación el mes pasado de una Constitución de tintes autoritarios a la medida del actual presidente, Kais Said.
Entre ambos actos, con unos 11 años y medio de diferencia, el mundo árabe se ha visto sacudido por revoluciones, golpes de Estado, guerras civiles y conflictos de dimensión regional. Aunque hubo países que apenas se contagiaron de las protestas de descontento de Túnez, como Emiratos Árabes Unidos o Argelia, en la mayoría se registraron manifestaciones populares de diversa magnitud. En cuatro países ―Túnez, Egipto, Libia, y Yemen―, dictadores de largos regímenes fueron desalojados del poder para dar paso a procesos de transición, en principio, de vocación democrática. Más pronto o más tarde, todos ellos fracasaron.
Otros regímenes árabes fueron capaces de sobrevivir a las pulsiones de cambio con estrategias diversas. La más sangrienta fue la de Siria, donde la represión de las protestas por parte de Bachar el Asad hundió al país en una guerra civil que ya suma 11 años, cientos de miles de muertos y millones de refugiados y desplazados internos. En Marruecos, la monarquía de Mohamed VI mantuvo el control e impulsó una reforma constitucional que dividió a la oposición. En Baréin, el rey Hamad Bin Isa al Jalifa invitó a los tanques saudíes a cruzar la calzada del Rey Fahd que une ambos países para sofocar la revuelta de la minoría chií.
Los más optimistas entre los activistas prodemocráticos de estos países señalan que las Primaveras Árabes plantaron una semilla de libertad que el fracaso de las transiciones que abordaron no ha secado. De hecho, apuntan que las protestas de 2019 en Líbano, Sudán y Argelia ―en estos dos últimos países derrocaron a sendos dictadores― pueden ser consideradas una segunda ola de los movimientos de hace más de una década. Su futuro y capacidad de abrir nuevos procesos políticos es una incógnita. En cambio, de momento al menos, el fracaso marca a los siguientes países:
Túnez
Durante una década, Túnez (11,8 millones de habitantes) era celebrado como un alumno aventajado en la asignatura de la transición democrática. Con relativa rapidez fue capaz de cumplir satisfactoriamente todos los indicadores que miden el éxito de una transición: realizó elecciones libres y democráticas a finales de 2011, aprobó una Constitución con un amplio consenso en 2015, y se produjo una alternancia pacífica del poder un año después. En el país se abrió paso una libertad de expresión que nada tenía que ver con la época de dominio del dictador Ben Alí, cuando todos los diarios debían enviar borradores de sus ediciones al palacio presidencial para su aprobación.
Sin embargo, debajo de esta capa de normalidad democrática iba fermentando un profundo malestar en torno a los problemas económicos que se expresaba en una creciente abstención en los procesos electorales y en miles de jóvenes que intentaban emigrar. “La transición fue exitosa en el ámbito político, pero fracasó en el económico”, comenta el politólogo tunecino Youssef Cherif. Además de exigir libertad y dignidad, durante la revolución los manifestantes pedían justicia social y trabajo. Pero la falta de reformas, una gestión deficiente y ataques yihadistas contra intereses turísticos se tradujeron en un crecimiento anémico. En algunas regiones, el paro juvenil alcanzó más del 40%.
Este contexto rodea la elección para la presidencia en 2019 de un político independiente y populista con fama de íntegro, Kais Said. Tras meses de conflicto con la mayoría parlamentaria, el 25 de julio del año pasado Said se amparó en un artículo de la Constitución previsto para situaciones de emergencia para arrogarse plenos poderes. Se iniciaba así una nueva etapa de retroceso, con el cierre del Parlamento y el órgano de elección de los jueces. La nueva Ley Fundamental apadrinada por Said, aprobada con una baja participación del 30%, apunta ahora hacia un sistema hiperpresidencialista sin garantías robustas para las libertades civiles.
Egipto
A la caída de Ben Alí en Túnez le siguió la dimisión del presidente Hosni Mubarak en Egipto (102 millones de habitantes) un mes después. Ante la presión de los manifestantes que habían tomado la plaza Tahrir de El Cairo, el Ejército forzó la renuncia del rais, pero se reservó la prerrogativa de pilotar una presunta transición democrática.
A finales de 2011 se celebraron elecciones legislativas que ganaron con autoridad los Hermanos Musulmanes, el histórico movimiento islamista egipcio. No obstante, el poder continuó estando en manos de la junta militar hasta la celebración el verano siguiente de las presidenciales, en las que se impuso por estrecho margen el candidato de la hermandad, Mohamed Morsi. “Ni aun con la presidencia, los hermanos tuvieron el control pleno de Egipto. Muchas decisiones las continuó tomando el Estado profundo”, sostiene Timothy Kaldas, analista que colabora con el Tahrir Institute for Middle East Policy.
Aprovechando el malestar de amplias capas de la población con Morsi por la lentitud de los cambios y el estancamiento de la economía, el Ejército dio un golpe de Estado en julio de 2013 liderado por el entonces ministro de Defensa, Abdelfatá al Sisi. La represión que se desató posteriormente fue brutal. Según un informe de Human Rights Watch, en un solo día murieron alrededor de un millar de personas en el brutal desalojo de la concentración pacífica de protesta en la plaza de Raba al-Adawia de la capital, y el número de presos políticos alcanzó los 40.000. Con Al Sisi ya instalado en la presidencia del país de forma permanente ―una reforma constitucional le permite renovar el cargo hasta 2030―, Egipto ha regresado a la senda del régimen dictatorial.
Libia
Tras el contagio de la primavera árabe a Libia, el coronel Muamar el Gadafi y su familia se conjuraron para no terminar como sus vecinos. La despiadada represión de las protestas desencadenó una guerra civil. Con apoyo de la OTAN, las milicias rebeldes organizadas en varias ciudades derrotaron al régimen de Gadafi, que acabó linchado por una turba a las afueras de su ciudad natal, Sirte, en octubre del 2011.
La caída de Gadafi dio lugar a un caótico proceso marcado por la incapacidad del nuevo Gobierno de desarmar a los centenares de milicias locales que se habían coaligado contra Gadafi. Se celebraron elecciones en julio de 2012, pero la fragmentación del Parlamento y el caos de seguridad deslizaron al país hacia una inestabilidad y violencia crónicas, con gobiernos paralelos y choques armados en un país dividido.
Yemen
En Yemen, ocho meses de manifestaciones y altercados violentos zanjaron en noviembre de 2011 tres décadas de poder de Ali Abdalá Saleh, que dejó el país en manos de su vicepresidente, Abdrabbo Mansur Hadi. La rebelión de los Huthi en el norte y el movimiento secesionista en el sur desestabilizaron el país, que acabó sumido en una guerra civil en la que han intervenido Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos.
Casi ocho años de conflicto han derivado en una catástrofe humana. Según la ONU, más de dos millones de niños sufren malnutrición severa, y 24 millones de personas ―un 80% de la población― necesitan asistencia humanitaria. Después de años de estancamiento en el frente de batalla, Riad ha decidido poner fin a su intervención, y desde el pasado abril está en vigor una tregua. “De momento, no hay una verdadera negociación de paz en marcha. Un acuerdo definitivo requerirá que los principales actores acuerden un Gobierno de unidad y acepten repartirse el poder”, asevera Zaid Ali, investigador del think tank Idea.
Siria
Bachar el Asad se mantiene al frente de Siria a costa de una sangrienta guerra civil en la que ha recibido el apoyo de Irán y de Rusia. Pese a ello, aún no controla todo el territorio. El norte y el este se le resisten. El arco nororiental lo controla una entidad autónoma de mayoría kurda, en la que aún hay soldados estadounidenses de la coalición contra el ISIS; Turquía ocupa amplias franjas fronterizas en el norte, una especie de protectorado turco; y en el extremo noroeste, los rebeldes islamistas se mantienen en un último reducto, apoyados por Ankara, en la provincia de Idlib.
En las conversaciones de paz patrocinadas por la ONU en Ginebra desde 2019, o en el llamado “proceso de Astaná”, auspiciado por Turquía, Rusia e Irán, se negocia un “proceso de transición” y reconciliación, pero la oposición siria no cree que el régimen de El Asad esté interesado en un cambio. “Hablar de un proceso de paz mientras los responsables de crímenes contra la humanidad siguen en el poder es una burla a la población siria”, sostiene la activista hispano-siria Leila Nachawati.
En Siria, el régimen reprimió con extrema dureza la robusta ola de manifestaciones pacíficas que se desencadenó en la primavera de 2011. A partir del verano, la revuelta fue militarizándose y desembocó en una guerra civil.
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