Condenados a vivir bajo amenaza permanente en Kiev
Los habitantes que quedan en la capital de Ucrania tratan de retomar su vida dentro de lo posible sin olvidar que su ciudad no ha dejado de ser objetivo de Putin
Camila se abraza a su padre. Le premia con besos, caricias, sonrisas… Anton se pasa a la niña de los hombros a los brazos. La levanta por los aires buscando entretenerla mientras le devuelve tanto cariño. Ambos juguetean mientras Elisabeth, la madre, hace cola ante la ventanilla número uno de venta de billetes de la estación de trenes de Kiev. Anton, de 30 años y con el rifle colgando de su espalda, está a punto de despedirse de su mujer y su hija. Ellas se van a Polonia. Él se queda en el frente de Irpin, una de las zonas clave desde donde se ha evitado la toma de Kiev.
La capital de Ucrania trata de adaptarse a una nueva realidad superadas las primeras semanas de guerra en las que los carros de combate rusos no han logrado tomar el centro de la ciudad y derribar el Gobierno del presidente Volodímir Zelenski. La urbe y sus habitantes —la mitad aproximadamente de los tres millones se han ido ya— no logran vivir ajenos a la guerra. Pero tampoco paralizados como muchos se quedaron los primeros días de la invasión del país por tropas rusas el 24 de febrero. Por eso, de una u otra manera, la existencia de todos ellos pasa por vivir bajo la amenaza permanente de un ataque.
No hay según los kievitas a pie buenas intenciones de Moscú en las negociaciones que se llevan a cabo en Turquía entre ambos gobiernos. El anuncio del Kremlin de que va a reducir el hostigamiento a Kiev y Chernihiv, una ciudad muy castigada, no es recibido con optimismo.
La vida ha de seguir mientras tanto su curso. Una de las últimas decisiones la tomó el lunes el alcalde, Vitali Klistchko, que anunció que los alumnos retomaban las clases de manera telemática. Muchos lo han hecho lejos de sus colegios, de su ciudad y hasta de su país. Ya antes algunas universidades, aprovechando la experiencia de la pandemia, habían decidido la vuelta en remoto.
A través de la pantalla, Julia Pidipryhora, licenciada en Filología Española, explica estos días a sus 80 alumnos el Desastre del 98. Al menos tres atienden conectadas desde España. Otros lo hacen desde Polonia o Italia. La mayoría desde fuera de Kiev. “No creo en nada de lo que dicen los rusos. No podemos fiarnos”, añade en perfecto español haciendo gala de las asignaturas que imparte desde hace un cuarto de siglo pese a que el salario público de Ucrania, lamenta, le impide viajar a España desde hace un par de décadas. Y ahora no está en su agenda, pese a que más de tres millones y medio de compatriotas han dejado el país en estas semanas de conflicto. “No pienso salir por el capricho de un loco que quiere adueñarse de mi país”, resuelve esta profesora refiriéndose al presidente Vladímir Putin.
En Kiev, los principales supermercados siguen funcionando y no hay escasez importante de alimentos; la espera en las gasolineras no es de horas como cuando se pensaba que había que tener el coche lleno por si había que irse a toda velocidad ante una inminente llegada de los rusos. El suministro de agua, luz y calefacción se mantiene. Hoy, sin embargo, sigue habiendo colas en las farmacias, en entidades bancarias o en oficinas de envío y recepción de paquetes, lo que contrasta con las calles medio desiertas. En el barrio de Galagany, el mercadillo semanal agrupaba este martes a una decena de puestos y a unos puñados de clientes. Víctor reconoce mientras despieza a cuchillo carne de cerdo y cordero para despacharla que trata de mantener los precios, pero que hay muchos días en los que no pueden desplazarse y trabajar.
La estación de trenes está lejos de las jornadas en las que decenas de miles de personas se agolpaban a la búsqueda de una plaza que los alejara de la capital. Anton cuenta con Camila en brazos que trabajaba de camionero para una empresa polaca. El comienzo de la guerra le pilló por sorpresa en carreteras francesas. Llevaba seis meses sin ver a su familia. Dio media vuelta y hace ya un mes que regresó para empuñar las armas y defender a su país. La guerra ha supuesto para ellos una vuelta de tortilla. Anton está ahora en Ucrania y su mujer y su hija, en el extranjero. Como él, muchos otros han cambiado su ocupación para adaptarla a los nuevos tiempos.
Boris es un abogado reconvertido en voluntario al servicio del Ayuntamiento que está en contra de que Kiev negocie nada con Moscú. No, al menos, antes de que su Ejército ponga fin a la ocupación de Ucrania. En la mañana del lunes, con sus manos cubiertas con guantes, Boris ayuda a cubrir de sacos terreros el monumento de la princesa Olga, en el centro de la ciudad. Junto a él, varias decenas de hombres y mujeres se afanan en llenar los sacos, con el logotipo de una empresa brasileña y originalmente destinados a uso alimentario.
Entre ese ir y venir se encuentra Paul, un guardabosques austriaco de 42 años al que la primera ola de la pandemia dejó en paro. Ahora Kiev, señala, le ha sacado de la depresión. Paul vive acogido desde hace un par de semanas en casa de un particular y se ha puesto a disposición de quien requiera su ayuda. No va a unirse a los extranjeros que se van al frente, lo tiene claro. Se ofrece tanto para llenar sacos como para lavar cacharros en una cocina. “Trato de demostrar que podemos cambiar la sociedad. Mi país ya pasó hace 80 años por una gran jodienda, con perdón”, recalca dejando claro su discurso pacifista. “No quiero tocar un arma”.
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