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“Tuve que salir de Colombia para que no me mataran por protestar”

Álvaro Herrera, el músico que durante las manifestaciones de 2021 fue torturado por la policía, habla desde el exilio con EL PAÍS

Retrato del músico Álvaro Herrera
Retrato del músico Álvaro HerreraKike Barona
Sally Palomino

Álvaro Herrera aparece a medio cuerpo al otro lado de la pantalla. Está vestido con una camiseta y su pelo está amarrado con una coleta. Se ve cansado. Está cansado. Las últimas semanas no ha podido dormir bien. No había planeado dejar su país y menos como lo tuvo que hacer, de un día para otro, de emergencia, exiliado. Herrera fue la imagen de la persecución que vivieron los jóvenes durante las protestas del año pasado en Colombia. Es la cara de los que siguen sufriendo hoy, cuando ya han pasado varios meses de esos días en los que civiles armados salían a apuntar a cualquiera que se atreviera a manifestarse contra el Gobierno y la policía detenía arbitrariamente a quien quisiera, al que estuviera en la calle.

Su caso fue la máxima evidencia de lo que el país veía a cuentagotas en redes sociales: la represión policial sin límites. El día que a Álvaro lo detuvieron y lo obligaron a autoincriminarse, en una captura que luego fue declarada ilegal, 14 personas fueron asesinadas en el marco de las protestas en su ciudad, Cali. Que Álvaro esté hoy vivo es un milagro, que pueda volver a su país dependerá de otro. “Solo un milagro podría hacer que regrese”, dice desde Francia, a donde llegó con su única arma: un corno francés. Interpretando ese instrumento fue blanco de la policía, que lo detuvo la tarde del 28 de mayo de 2021. Álvaro iba camino a su casa tras participar en cacerolazo sinfónico, una protesta con música a la que se unieron varios estudiantes de la Universidad del Valle, a la que entró con mucha disciplina y esfuerzo, por lo que hoy lamenta no saber si se podrá graduar. “Siento mucha impotencia, rabia, tristeza. Tuve que dejar todo. A mi mamá, mis estudios, mis amigos”, dice y alza la voz. Álvaro Herrera tiene rabia, lo que ha vivido el último año ha sido una cadena de injusticias.

Colombia supo de él esa tarde de mayo cuando, tras estar varias horas detenido por la policía, se le vio en un video con la cara ensangrentada, sin camisa, atado de manos y diciendo ante una cámara que era un vándalo, que había lanzado piedras y que los golpes los había recibido de otros manifestantes. Las imágenes se viralizaron y fueron celebradas por sectores políticos que insistían en el discurso de que los que protestaban eran personas que solo buscaban desestabilizar al país. Un día después, una jueza le daría la razón a su familia, a sus amigos y a los que lo conocían y sabían que él no había hecho nada aparte de tocar su instrumento. Herrera había sido obligado a autoculparse. La Justicia decretó ilegal su captura y fue liberado. Desde entonces, y con su cara ya conocida en todo el país, ha vivido bajo zozobra. “En mi vida universitaria ya había sentido el estigma de ser parte del movimiento estudiantil, sobre todo el estigma de quienes estudiamos en una universidad pública, pero nunca nada tan grave como ahora. Uno no tiene palabras para expresar la ira y la rabia que se siente tener que dejar el país solo porque protesté, pero si no salía, me mataban”, dice.

Ahora, lejos de casa, dice no tener esa sensación de persecución constante, “que en Colombia sí tenía, en cualquier ciudad, donde estuviera”, pero tampoco está feliz. “No estoy tranquilo, el principio básico del ser humano es tener la tranquilidad de sentirse bien en cualquier lugar, es poder hablar con los que has amado, pero pues salir del país, dejarlo todo y saber que quedan compañeros en esa situación da mucha impotencia”. Tiene 26 años y decidió protestar porque estaba harto. Lo sigue estando. “Si los jóvenes no toman las riendas del país nadie nos va a salvar. Esto no es de partidos ni de ideologías, es de dignidad, es una cuestión de dignidad”, repite enfurecido. Tiene razón. Los estudiantes, como él, piden lo básico en un país que se dice democrático. Igualdad de oportunidades, justicia social, que los jóvenes puedan estudiar, que las universidades públicas tengan las instalaciones que merecen. “Estamos acostumbrados a mirar hacia otro lado, pero no nos miramos a nosotros mismos. La sociedad colombiana tiene que sacar valentía para hacer un cambio, no se puede vivir en un país donde la muerte está normalizada”, cuestiona el músico, que se exalta al dar las cifras de una violencia que parece no tener fin. “[El conflicto ha dejado] 9 millones de desplazados, en solo tres meses del paro nacional [las protestas de 2021] hubo más de 300 desaparecidos. Si hace unos años se hablaba de un Estado fallido, pues parece que ahora sí estamos frente a eso”, dice.

Muchos de los jóvenes que fueron retenidos y reportados como desaparecidos fueron liberados, pero sigue habiendo decenas de jóvenes enjuiciados, algunos con casa por cárcel. Las cifras son inexactas porque el Gobierno nunca se dio a la tarea de llevar un conteo real, lo que se sabe es, sobre todo, gracias a organizaciones de derechos humanos. Álvaro Herrera no se quería ir de Colombia y estaba dispuesto a volver a las calles a protestar, pero sabía que estaba en riesgo y que su familia lo estaba sufriendo. “Mientras usted esté aquí, yo no tendré vida”, cuenta que le dijo su mamá. Un mensaje suficiente para tomar la decisión definitiva. “A los que protestamos en Colombia nos ponen una lápida en la cabeza”, repite varias veces durante la conversación. Según la ONU, al menos 28 personas fueron asesinadas por la policía en las protestas del año pasado.

Es la primera vez que vive fuera de Colombia y estos días no han sido fáciles. El clima, el idioma, la soledad, volver a empezar. “Llevo más de dos semanas sin poder sentarme a estudiar mi instrumento, a pensar en mis piezas. La música es algo tan sublime que no soy capaz de estudiar si estoy mal”. Es su bálsamo, dice. Su instrumento fue lo primero que metió en el equipaje. Su corno y algo de ropa lo acompañan en este viaje, que de emocionante ha tenido poco. “Vivir fuera así, es difícil. No es una maravilla, no es turismo, no es exótico, es otro nivel”, asegura. Una bombilla le ilumina la cara, está a punto de hacerse de noche. Otra vez empieza una jornada larga en la que le costará conciliar el sueño. “Estoy despierto hasta la madrugada, sigo viendo las noticias, no puedo dejar de pensar en lo que está pasando en Colombia”. No se puede desconectar fácil, olvidarse de lo que dejó. “Jamás había experimentado algo así”, dice, pero confía en poder hacer camino en un lugar que no es el suyo aferrado a su corno. Su rabia, a la que llama una rabia digna, no es con el país en el que nació y del que tuvo que salir huyendo. “Colombia no me sacó, me sacaron los que no están de acuerdo con lo que cuestioné en una protesta”, dice.

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El proceso para conseguir su asilo está en trámite, si la respuesta es positiva sabe que tendrá que estar allí por varios años. Ya está aprendiendo el idioma y lo hace él solo, con aplicaciones e internet. La erre ya le suena francesa. “Para sobrevivir aquí sé que tengo que aprenderlo y rápido”. Ante la pregunta sobre si ya fue a ver la Torre Eiffel dice que sí. Por fin se le sale una sonrisa.

“La intimidación se ha hecho más fuerte”

Sebastián Caballero, abogado de Álvaro Herrera y de otros tantos jóvenes que protestaron el año pasado, cuenta que el caso del estudiante de Música, que tuvo que salir del país por amenazas tras las manifestaciones, no es el único. También lo tuvo que hacer Noé Muñoz, un estudiante de Diseño Gráfico de la Universidad de San Buenaventura. “Después de que ellos y otros estudiantes decidieron empezar un proceso legal contra el Ministerio de Defensa, la Policía y los civiles que indiscriminadamente salieron a disparar en la ciudad de Cali a los protestantes, la intimidación se ha hecho más fuerte”, cuenta por teléfono el abogado, representante de los estudiantes en el caso.

La próxima semana el proceso tendrá una nueva etapa, en la que está citado uno de los civiles que quedó registrado en cámaras de teléfonos celulares apuntando y disparando a los jóvenes y a los indígenas que intentaron unirse a las marchas en Cali y que fueron recibidos a balazos por civiles, ante los ojos de la policía. La denuncia presentada por los jóvenes, con la representación legal de Caballero, se hizo por los posibles delitos de de secuestro agravado, tortura agravada, lesiones personales, fraude procesal, concierto para delinquir agravado, desaparición forzada y homicidio en grado de tentativa. El abogado también representa a las familias de las víctimas mortales que dejaron esos días en que estudiantes salieron con la idea de marchar, sin imaginar que algunos no regresarían a casa.

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Sally Palomino
Redactora de EL PAÍS América desde Bogotá. Ha sido reportera de la revista 'Semana' en su formato digital y editora web del diario 'El Tiempo'. Su trabajo periodístico se ha concentrado en temas sobre violencia de género, conflicto armado y derechos humanos.

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