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Los (falsos) dinosaurios de Waldemar Julsrud en Guanajuato

Mediado el siglo XX, una misteriosa figura de arcilla deslumbró a un comerciante alemán en Acámbaro. Creyó que era el descubrimiento del siglo, pero la ciencia probó que todo había sido un engaño

El comerciante alemán Waldemar Julsrud y tres piezas de su colección.
El comerciante alemán Waldemar Julsrud y tres piezas de su colección.Museo Waldemar Julsrud

En julio de 1944, el comerciante alemán Waldemar Julsrud paseaba con su caballo por Acámbaro, en Guanajuato, cuando topó con una pieza de cerámica semienterrada. A los pies del Cerro del Toro, al oriente del pueblo, el hallazgo no era extraño. Ya hacía tiempo que exploradores y coleccionistas encontraban restos cerámicos en la zona, vestigios del pueblo Purépecha. Pero el objeto que encontró Julsrud era distinto a los demás. La figura parecía un reptil prehistórico con un humano montado en su lomo. Fascinado por el hallazgo, Julsrud le propuso a uno de sus ayudantes locales, Odilón Tinajero, un trato para buscar más vestigios: un peso por cada figura de arcilla que él y su gente lograran desenterrar.

Julsrud había llegado a Guanajuato en la década de 1910, uno de tantos comerciantes impulsados por la red de ferrocarriles con la que el porfiriato unió México a principios del siglo XX. Originario de Bremen, al norte de un Imperio Alemán que estaba a un paso de extinguirse, viajó al México revolucionario y llegó a Guanajuato. Allá fundó una herrería. En las fotos que se conservan de él, Julsrud parece un hombre alto, gallardo, un oficial prusiano que cuidó con devoción de su bigote hasta que se lo afeitó para afrontar el desierto mexicano. Cuando encontró su preciado reptil de barro, Julsrud estaba por cumplir los 70 años. Pensó que su vida y el mundo habían cambiado para siempre.

En silencio, el comerciante amasó una colección de más de 30.000 piezas de cerámica. Desde su pequeña herrería en el norte de Acámbaro, Julsrud recibía las figuras que Tinajero y sus ayudantes desenterraban sin parar. Los dinosaurios, dragones, monstruos bípedos y los humanos que los acompañaban aparecían en grandes grupos, apenas dos o tres metros bajo tierra. Al menos eso le decían a él… Tinajero le llevaba cientos cada semana.

Pasaron tres años desde aquel primer dinosaurio hasta que la colección ya no cabía en los muebles de su casa. En 1947, Julsrud finalmente decidió dar a conocer sus hallazgos. En un folleto que tituló Enigmas del Pasado, el comerciante convertido en arqueólogo presumía de su afición por las huellas de los purépecha, que poblaron Guanajuato hasta el año 300 de nuestra era. “Pero no es de esos viejos panteones de que quiero hablar”, escribía en el prólogo, “sino de otro descubrimiento de una importancia y antigüedad infinitamente mayor, cuyos restos datan casi de la cuna de la humanidad, cuyos detalles confío darán nuevas luces a la historia”.

Lo improbable de los hallazgos fascinó a la crónica local, pero solo cultivó sospechas en el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México. ¿Había dado un arqueólogo aficionado con las pruebas para tumbar siglos de conocimientos sobre la evolución? Si los dinosaurios se extinguieron hace más de 65 millones de años y el conocimiento sobre su paso por la tierra se limita a los últimos tres siglos, ¿cómo era posible que una cultura prehispánica los hubiese moldeado hace apenas 1.700 años?

Tres piezas de la colección Julsrud, en Guanajuato.
Tres piezas de la colección Julsrud, en Guanajuato.Museo Waldemar Julsrud
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A medio camino entre teorías propias sobre los dinosaurios que se subieron al arca de Noé para sobrevivir al gran diluvio y las explicaciones técnicas de la autenticidad de sus cerámicas, Enigmas del pasado, el panfleto de Julsrud, traspasó fronteras. En Estados Unidos llegó a manos de lectores creacionistas, extasiados por la idea de probar que los humanos caminaron junto a los reptiles prehistóricos, y a las redacciones de periódicos en busca de la curiosidad del día. El 25 de marzo de 1951 —un domingo— la portada local de Los Angeles Times abría con tres fotos de la colección de dinosaurios de Julsrud alrededor de un titular a una columna: “Hallazgos de México dan indicios de un mundo perdido”.

Es probable que el arqueólogo estadounidense Charles C. Di Peso leyera el artículo y decidiera tomar cartas en el asunto. Director del Amerind Foundation de Arizona, un centro de estudios dedicado a las culturas indígenas norteamericanas, Di Peso acababa de convertirse en el primer estudiante de la Universidad de Arizona en conseguir un Doctorado en Antropología, y era reconocido como pionero en la investigación de las cerámicas antiguas de Paquimé, un sitio arqueológico en el Estado mexicano de Chihuahua. Atraído por la historia del alemán que cosechaba dinosaurios en el Bajío, Di Peso viajó a Acámbaro en 1953.

En el pueblo, el reputado arqueólogo estudió las cerámicas. Se sumergió en la colección que Julsrud conservaba, desbordando su casa. Di Peso fue lapidario en sus informes. Para empezar, las figuras no coincidían con los colores de la cerámica de Chupícuaro, el asentamiento purépecha que había poblado esa zona de Guanajuato. Tampoco presentaban pátina, daños o la erosión lógica de los siglos bajo tierra, y las figuras fueron encontradas en pequeños grupos a un par de metros bajo tierra. El argumento final de Di Peso es especialmente brutal: en su segundo informe asegura que una familia local le admitió haber participado en la producción de las piezas.

Con la ciencia en su contra, Julsrud encontró otros aliados. El inventor y filántropo Arthur M. Young, responsable del estabilizador de hélices que permitió el nacimiento del helicóptero, financió una visita a Acámbaro del historiador egresado de Harvard y militante de las teorías pseudocientíficas sobre el catastrofismo geológico, Charles Hapgood, y el abogado forense y escritor de novela negra Erle Stanley Gardner, como describe en este ensayo el doctor en Historia y Teoría del Arte, Daniel Garza Usabiaga, originario de Guanajuato. Ambos viajaron a Acámbaro a voltear los estudios de Di Peso. Hapgood no dudó en firmar un documento defendiendo la autenticidad de la colección, y su entusiasmo llevó a Young a facilitarle una exposición de las piezas en el Museo de Antropología y Arqueología de la Universidad de Pensilvania en 1955.

El artista mexicano Pablo Helguera desenterró esa historia en un proyecto de 2010 sobre museología crítica en esa universidad. En un vídeo sobre la colección, Helguera demuestra las dudas de la institución, que presentó las cerámicas de Acámbaro junto a reproducciones de tiras cómicas de ciencia ficción para dar a entender que las figuras podrían coincidir con el auge de la industria cultural norteamericana de la primera mitad del siglo pasado. También repasa la historia de las piezas una vez que desembarcaron en Estados Unidos.

En 1969, cinco años después de la muerte de Julsrud, un examen de termoluminiscencia animó las teorías de Hapgood y Gardner: el origen de las piezas se podía remontar al año 2.500 antes de nuestra era. Ese mismo año, Gardner, el novelista, publicó un libro sobre su paso por Acámbaro, El anfitrión del gran sombrero, en el que escribe que “resulta imposible” pensar que cualquier grupo de personas podría amasar y hornear 30.000 figuras en un par de años, enterrarlas y desenterrarlas por el “grosero” precio de 12 centavos de dólar cada una. La lógica lapidaria de un escritor de novelas de detectives. En 1978, sin embargo, la misma Universidad de Pensilvania llevó a cabo el estudio final y zanjó la polémica: las figuras, al momento de su descubrimiento, no podían tener una antigüedad mayor a 1930. El encargado del archivo del museo de la universidad, Alex Pezzati, documentó la historia en 2005.

Las piezas volvieron de Estados Unidos a principios en 1998, y un patronato de vecinos unidos por el misterio creó un museo en el centro de Acámbaro, en la vieja casa de Julstrud, abierto desde el año 2000. El sitio, que mantiene una exposición de 1.400 piezas y otras 20.000 bajo resguardo, no tiene reconocimiento arqueológico del INAH ni contacto con la familia de Julsrud, que en voz de uno de sus bisnietos, Fernando Barraza Julsrud, denuncia que las piezas fueron incautadas por las autoridades y jamás devueltas. La actual directora del patronato, Juana Ruiz Ramírez, sostiene que el museo “es un espacio que pretende fomentar el espíritu investigador y crítico de los visitantes”. “Nuestro fin no es investigar o sustentar teorías”, dice Ruiz Ramírez, “es un museo que invita a los curiosos a buscar un origen de la humanidad distinto al establecido oficialmente”.

Si los pobladores se pusieron de acuerdo o no para engañar al comerciante alemán creando figuras mitológicas a cambio de unos pesos, en un guion que hubiese obsesionado a Luis Buñuel, sigue siendo un misterio. El museo Waldemar Julsrud no entra en la polémica y, como un pequeño enclave de lo sobrenatural en el pueblo de Acámbaro, invita a sus visitantes mientras sobrevive a la pandemia. Después de recorrer sus recámaras, el visitante podrá pasear a los pies del cerro del Toro, prácticamente en el centro de la ciudad, que hoy es una reserva natural protegida.

La historia de Julsrud y sus dinosaurios fue recuperada en enero de este año por el doctor en Historia y Teoría del Arte, Daniel Garza Usabiaga, cuya importante investigación está disponible en este enlace.

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Sobre la firma

José Pablo Criales
Es corresponsal de EL PAÍS en Buenos Aires. Trabaja en el diario desde 2019, fue redactor en México y parte del equipo de la mesa digital de América. Es licenciado en Comunicación por la Universidad Austral y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS.

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