La tribu nativa americana que no tiene nada que celebrar en Acción de Gracias
En el cuarto centenario de la cena con los colonos ingleses que originó la fiesta estadounidense, los Wampanoag, que sobreviven en la costa de Massachusetts, luchan por dar a conocer la historia real de aquel encuentro y sus devastadoras consecuencias. Hoy conmemoran su Día Nacional de Luto
Plymouth, en la costa de Massachusetts, es un distinguido pueblo entregado al negocio de la memoria. Esta semana es hora punta allí. Hace 401 años que el Mayflower tocó tierra cerca con su cargamento de peregrinos ingleses que huían de la persecución religiosa en busca de una nueva vida. Una modesta roca protegida por una columnata neoclásica recuerda frente al mar el sitio en el que supuestamente desembarcaron. También hace 400 años del encuentro entre aquellos colonos y un puñado de nativos, origen histórico de la Acción de Gracias, fiesta que hoy paraliza el país y que, más que ninguna otra, reúne el cuarto jueves de noviembre a los estadounidenses alrededor de una mesa, incluso en tiempos tan polarizados como estos. Pero para la nación Wampanoag, que habita la península con forma de garfio de Cape Cod desde hace 12.000 años, no es un día de celebración. Centenares de ellos se manifestarán a mediodía por las calles de Plymouth para conmemorar el National Day Of Mourning, su particular jornada de luto nacional. Servirá para protestar, según reza la convocatoria, por “el genocidio de millones de nativos, el robo de sus tierras y el borrado de su cultura”.
Brian Moskwetah es presidente del Consejo Tribal de los Wampanoag de Mashpee. Esta localidad a 40 kilómetros al sur de Plymouth alberga la mayor colonia, 2.900 vecinos, de descendientes de aquellos indios, los primeros en entrar en contacto con los Padres Fundadores. Moskwetah explica en su despacho que los suyos no tienen “nada que agradecer” en Acción de Gracias. “¿Qué podríamos agradecer? ¿Que hace 400 años teníamos nuestra propia tierra y vivíamos a nuestra manera? ¿Que nos forzaron a adoptar el cristianismo? Para nosotros aquello marca el origen de un trauma histórico que persiste; por eso los indios tenemos los mayores índices de alcoholismo, drogadicción y suicidio de Estados Unidos”, añade este político autodidacta, a sus 29 años, el más joven en ocupar el puesto. “Fueron ellos los que nos trajeron la bebida, o, como la llama mi abuelo, la ‘exterminadora de indios”. Moskwetah informa de que la tierra a nombre de su pueblo suma actualmente unos 320 acres, casi 130.000 hectáreas, un 0,5%, calcula, de la superficie que en el siglo XVII ocupaban (que no poseían, porque la propiedad privada no existía antes de la llegada de los ingleses). Ese pedazo de la tierra prometida abarcaba entre Rhode Island, al norte, y la isla de Nantucket, la de Moby Dick, al sur.
A superar ese trauma lleva toda una vida dedicada Linda Coombs, historiadora Wampanoag de la familia de los Aquinnah, cuyo hogar está en la cercana Martha’s Vineyard, isla conocida por veraneantes tan famosos como los Obama. Coombs, toda una institución en la zona, lucha junto a otros activistas por restaurar el recuerdo de lo que condujo al primer Thanksgiving y, sobre todo, lo que vino después. Combate un mito inventado en el siglo XIX, difundido por las escuelas desde entonces y llevado por Hollywood hasta el último rincón del planeta. Lo escuchó por primera vez en clase cuando era niña y lo resumió así el martes pasado en Plymouth: “Indios e ingleses se juntaron, hicieron migas, fueron felices y comieron pavo. Después, los nativos, que ni siquiera merecen ser nombrados, desaparecen. Fin de la historia”.
Los peregrinos, unos 100, habían llegado el invierno anterior a bordo del Mayflower. Solo la mitad sobrevivió a una mudanza y a un primer año difíciles. Y si pudieron hacerlo fue, en parte, gracias a que les enseñó a plantar maíz un nativo llamado Squanto, que había aprendido inglés cuando fue secuestrado; lo quisieron vender como esclavo en Málaga y acabó en Londres antes de regresar a América. “Los contactos con los europeos llevaban más de un siglo produciéndose, pero ellos fueron los primeros que llegaron con la intención de asentarse”, aclara Coombs. En 1616, uno de esos contactos previos trajo consigo una plaga que acabó con “entre el 75 y el 90% de los Wampanoag”, cuya población se calcula que andaba entonces entre los 30.000 y los 100.000 miembros (difícil ser más precisos). Esa aniquilación empujó a uno de sus jefes, Osamequen, cuya estatua, melancólica, mira en Plymouth una réplica del Mayflower desde lo alto de una colina, a aliarse con los peregrinos y sus armas de fuego frente a la amenaza de la tribu de los Narragansett. Así que fue la estrategia y no la hospitalidad ni las ganas de hacer amigos lo que juntó a unos y otros.
Los ingleses celebraban aquel noviembre de 1621 el éxito de su primera cosecha en el Nuevo Mundo y la abundancia de alimentos con una salva de disparos de júbilo al aire, que puso en pie de guerra a Osamequen y su ejército. Se presentó junto a 90 de sus hombres preparados para la pelea. Pero cuando comprobaron la falsa alarma, se unieron a la celebración. De modo que tampoco es cierto que fueran invitados a la mesa.
“Probablemente comieron pavo y otras aves salvajes. También pescado, marisco, venado, maíz y guisantes. Pero hay muchos de los platos que hoy definen Acción de Gracias que son un puro anacronismo: en el siglo XVII no tenían mantequilla, harina, azúcar o patatas”, explicó la semana pasada en la Universidad George Washington, en la capital federal, David J. Silverman, autor de This Land Is Their Land (Esta tierra es su tierra, Bloomsbury, 2019), cuyo subtítulo no deja lugar a dudas: Los indios Wampanoag, la colonia Plymouth y la problemática historia de Acción de Gracias.
Más allá del recetario, a Silverman, descendiente de judíos del este de Europa, le preocupa que se oculte lo que trajo la resaca de aquella fiesta. “Lo que cualquier otro proceso de colonización: guerra, desposeimiento, esclavitud y marginalización”, resume. “Hay mucha discusión entre los historiadores sobre si aquello fue o no un genocidio, pero francamente, si se compara con la definición que ofrece Naciones Unidas, el modo en el que este país trató a los nativos americanos encaja limpiamente con esa descripción”.
Tal vez por esa herencia incómoda, el mito de la extinción es uno de los más exitosos en el imaginario del americano medio. “Durante demasiados años se ha enseñado en las escuelas que después de eso los indios desaparecieron de la escena, justo cuando dejaron de servir a los intereses de la historia fundacional. Cuando no es verdad”, dice en su oficina Donna Curtin, directora del Pilgrim Hall Museum, de Plymouth, una institución que cuenta con el asesoramiento de Coombs, que además protagoniza uno de los paneles. Fundado en 1824, se trata del más antiguo de los museos públicos que ha funcionado ininterrumpidamente en Estados Unidos.
En la zona hay varios lugares como el que dirige Curtin, dedicados al turista histórico. Tal vez el más concurrido sea el Plimoth Patuxet, un “museo viviente” al aire libre fundado en 1947 por Henry Hornblower III, financiero aficionado al pasado. Hasta 2020, se llamaba Plimoth Plantation, pero al calor de las protestas del movimiento Black Lives Matter decidieron eliminar de la ecuación la idea de la plantación, de ecos racistas. Cuenta con una sala dedicada a la fiesta de Acción de Gracias, en la que se relata la forja del falso mito. Solo hay una fuente primaria que cuente lo que pasó aquel día, un único párrafo en una carta de un pasajero del Mayflower a un amigo. Cuando ese párrafo se introdujo en un libro en el siglo XIX, el autor añadió en un pie de página (“el pie de página más influyente de todos los tiempos”, según Silverman) la idea de que aquella fiesta fue el “primer Acción de Gracias”, pese a que, añade el historiador, “no fue especial ni para los ingleses ni para los Wampanoag”. Durante la Guerra de Secesión el presidente Lincoln se sirvió de esa leyenda para tratar de unir a una nación partida en dos. Y en 1941, la fiesta se convirtió en federal.
La historiadora y actriz Malka Benjamin trabaja, vestida de época, en la parte del Patuxet que recrea la vida de una aldea inglesa de hace cuatro siglos. Explica que los guías del poblado Wampanoag no están disfrazados para dar la impresión “de que no es un pueblo del pasado, sino que sigue muy vivo”. Pese a gestos como esos, la narrativa del museo incomoda a muchos nativos americanos, como Steven Peters. “Llegan demasiado tarde, y en muchos sentidos ese lugar es una oportunidad perdida”, se lamenta Peters en la casa que comparte en Mashpee con su familia. A él también le contaron en clase la “historia de los indios que se esfuman sin más”, sin reparar en que una prueba viviente de lo contrario estaba escuchando la lección. ”En la escuela de mis hijos, de nueve y tres años, creo que evitan el tema. En los centros que cuentan con alumnos nativoamericanos dudan de cómo enseñar Acción de Gracias y prefieren no contar nada a abrazar un relato erróneo. En este país hay muchos que creen que nuestra historia empieza con la llegada de los ingleses, y que todo lo anterior es prehistórico. Es como contar que la historia afroamericana comienza con la esclavitud: increíblemente ofensivo”.
Junto a su esposa y a su madre, Paula Peters, otra respetada líder de la comunidad, Steven lleva una agencia llamada SmokeSygnals, que monta exposiciones sobre la historia de su pueblo y asesora a programas educativos y museos sobre cómo tratar el tema desde una perspectiva que no resulte problemática. Entre sus clientes se cuenta el Mashpee Wampanoag Indian Museum, una modesta institución situada a un lado de la carretera, que recibe unos 800 visitantes anuales.
Allí aguarda su director, David Weeden, quien recuerda que fue fundada en los años setenta, cuando la localidad sufrió una explosión demográfica sin precedentes, que llenó Mashpee de forasteros, en muchos casos veraneantes, y dejó a su tribu en minoría (hoy representan el 20% de la población). “En los ochenta y noventa era el municipio que más crecía en Estados Unidos”, dice Weeden. “En noviembre, mes de los nativos en Estados Unidos, y en torno a Acción de Gracias, recibimos más atención, pero este museo está para recordar nuestra historia durante todo el año. Para recordar también que continuamos peleando por las mismas cosas cuatro siglos después: nuestra tierra, nuestra lengua y nuestro derecho a existir. Y que seguimos aquí. No éramos salvajes, en contra de lo que muchos piensan, vivíamos en armonía entre nosotros y con la naturaleza antes de la llegada de los europeos. Ojalá hubieran estado dispuestos a aprender algo de mi pueblo, en lugar de imponernos las reglas de una sociedad de la que aparentemente huían. Tal vez entonces el problema del cambio climático no sería tan grave ahora. Aquello fue el principio de nuestro fin. Por eso no vemos sentido a celebrar nada que no celebremos en varias festividades de la cosecha a lo largo de todo el año, como no sea el National Day of Mourning”.
Esa protesta se convocó por primera vez en 1970, cuando el gobernador de Massachusetts invitó al líder Wampanoag Frank James a pronunciar un discurso por el 350º aniversario de la llegada del Mayflower. Cuando el gobernador lo leyó, le exigió que lo cambiara. James se negó y surgió la idea de la manifestación. Dejarán de hacerla cuando conquisten la igualdad de derechos. El texto empezaba así: “Nosotros, los Wampanoag, te dimos la bienvenida, hombre blanco, con los brazos abiertos, sin saber que 50 años después ya no seríamos un pueblo libre”.
De los años setenta proceden también los primeros esfuerzos por reclamar legalmente la tierra. Hoy cuentan con 320 acres. Dos familias de los Wampanoag, los Mahspee y los Aquinnah, gozan de reconocimiento federal, requisito previo para acceder al establecimiento de una reserva. Lo lograron al final del segundo mandato de Bush hijo. Obama les ratificó ese derecho, que la Administración de Trump les disputó en los tribunales. En febrero de este año, ya con Biden, el Gobierno federal decidió dejar de cuestionar su título. Ahora, con el nombramiento como secretaria de Interior de Deb Haaland, miembro de la tribu india del Pueblo de la Laguna, de Nuevo México, los Wampanoag, a los que también se conoce como el Pueblo de la Primera Luz, ven soplar vientos más favorables en Washington.
Pese a lo cual, todos los nativos americanos consultados para este reportaje respondieron afirmativamente a la pregunta de si sufren racismo en su vida cotidiana. Moskwetah recordó que Massachusetts aún no ha sustituido su “escudo, con la representación ofensiva de un indio”. Que muchos en Halloween “se visten como Pocahontas sin reparar en lo que implica ese gesto”. Y que hay equipos deportivos, como los Kansas City Chiefs, que “perpetúan los estereotipos negativos de siempre”. También, que su gobernador, el republicano Charlie Baker, no ha abrazado aún el cambio de denominación de la fiesta del Día de Cristóbal Colón por el Día de los Indígenas (la capital, Boston, lo hizo en octubre).
“Incluso cuando quieren echar una mano y relatar nuestra historia, lo hacen de un modo que es esencialmente racista, porque al hacerlo no cuentan con nosotros”, explica Coombs, quien, al final de su conversación con EL PAÍS, señaló el lugar donde se cree que hace 400 años se celebró la cena. Hoy es un cruce de calles con un semáforo, una tienda de bocadillos y una oficina de correos. Allí, una placa recuerda otro hecho desgraciado para los Wampanoag: la derrota de Metacomet, hijo de Osamequen, en la sangrienta Guerra del Rey Felipe (1675-1678), un levantamiento contra los colonos que fue sofocado con crueldad. Al líder rebelde le cortaron la cabeza. Estuvo expuesta durante 25 años a la vista de todos.
Está claro que por aquel entonces el negocio de la memoria no resultaba un asunto tan resbaladizo como ahora, pero desde luego sabía ser mucho más cruel.
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