El gran teatro de Daniel Ortega
Un enviado de EL PAÍS recorre Managua ante unas elecciones con un ganador claro donde los principales opositores están encarcelados o en el exilio. Las calles de la capital viven entre el miedo y la indiferencia la embestida represora del líder sandinista
Daniel Ortega, de 75 años, ganará las elecciones a la presidencia de Nicaragua. Poco importa cuándo ocurran los comicios, como los de este domingo. Con sus rivales encarcelados o en el exilio, el comandante sandinista ha dado buena cuenta de que no permitirá que alguien le arrebate su cuarto mandato. Lo logrará con cerca del 100% de los votos, resultado de la suma de los sufragios obtenidos por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), más el resto de formaciones, algunas creadas hace solo unas semanas, con permiso de tener papeleta. El guion apunta a que en su discurso de victoria, previsiblemente, rechazará la “injerencia yanki”, las presiones internacionales y los supuestos intentos golpistas. Hasta ahora disentir con el Gobierno sandinista consistía en votar a otro partido, pero para millones de nicaragüenses la única posibilidad de rechazo es no acercarse a las urnas, quedarse en casa en señal de protesta. Ese dato, el de participación, también estará bajo control del régimen.
En Nicaragua no se ha descuidado nada para que el teatro se parezca a una elección. La cartelería callejera exhibe rostros diferentes, los analistas simulan incertidumbre ante el resultado, la televisión llama a acudir a las urnas para fortalecer la democracia, la policía y los soldados llevan urnas y papeletas a todo el país, el consejo electoral celebra sesiones, se barren colegios electorales y hasta una encuestadora publicó sondeos esta semana. Además, las autoridades anunciaron que no ofrecerán resultados oficiales hasta la medianoche para poder tener una tendencia clara sobre el ganador. La realidad, sin embargo, es que el ganador está claro, y será Ortega.
La votación es un teatro construido a partir de la represión de 2018 en el que el decorado sigue intacto. Caminar por Managua es un paseo de los horrores de la represión más reciente. La capital tiene la estética habitual de esta zona del mundo. Exuberante naturaleza, vendedores ambulantes, cierto desorden callejero y la simpatía risueña de la gente de a pie. Menos visible es el manto de miedo, profundo miedo que el tándem de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, han conseguido inocular en el país, de 6,6 millones de habitantes.
El miedo es que en la decena de entrevistas realizadas para este reportaje nadie quiera ser citado; el miedo es que los dos últimos colaboradores de EL PAÍS hayan tenido que dejar Nicaragua de forma clandestina teniendo que meter sus cosas en pocas horas en una bolsa en mitad de la noche. Miedo también a usar las redes sociales, comunicarse por WhatsApp, que suene el teléfono a medianoche o cruzarse con soldados y policías armados en estado de alerta en cada esquina. Miedo es ser señalado por los Consejos del Poder Ciudadano (CPC), delatores creados a imagen y semejanza de los comités de Defensa de la Revolución cubana para el espionaje vecinal, o el temor a que una nueva embestida esté por llegar desde que Estados Unidos aprobó un nuevo paquete de sanciones (Ley Renacer) o miles de cuentas fueran suspendidas por Facebook y Youtube por ser consideradas granjas de troles diseñadas para mentir y contaminar la conversación. “La sensación es que algo peor está por llegar en los próximos días. Esa es la dinámica habitual ante cada ataque que reciben Ortega y Murillo. Pueden ser empresarios, curas, profesores de universidad...”, dice una periodista que conoce bien a la pareja presidencial. “Buscan siempre una venganza y alguien que se la pague”.
Hasta en eso ha perdido elegancia la revolución que un día enamoró al mundo y hoy carece de cualquier mística. Ni siquiera la revolución cubana, y mucho menos la venezolana, contó con iconografía, imágenes, símbolos, música y adhesiones como la sandinista. Todo ello se esfumó. Al sandinismo lo sostiene ahora apenas un 20% de la población. El resto, sus aliados de antaño, le dieron la espalda a inicios de los noventa; después Ortega fue acusado en 1998 (luego el caso fue sobreseído) de violar a su hijastra repetidas veces entre los 11 y los 19 años. Y ahí están los cientos de asesinados durante la represión de las protestas de 2018, los 120.000 exiliados o los casi 200 detenidos, mientras Ortega se presenta como feminista en un Gobierno paritario que decidió nombrar a su esposa copresidenta de Nicaragua.
Su empresa de encuestas (M&R) señala que Ortega tiene un apoyo del 75%, lo que augura que se atribuirá la victoria de este domingo con más del 70% de los votos. La empresa Gallup, sin embargo, publicó esta semana que su apoyo no pasa del 19%, el nivel más bajo desde que la dupla Ortega-Murillo regresó al poder en 2007. Para cerrar el desfase entre la realidad y la farsa electoral, los CPC se esforzaban hasta última hora del sábado movilizándose puerta por puerta, listas en mano para arrastrar a las urnas al mayor número de gente posible. La estrategia es el 1x10 consistente en que cada simpatizante, trabajador público o militante sandinista debe llevar a 10 personas a votar, algo que siempre le ha dado buenos resultados al chavismo en Venezuela. La misma estrategia se sigue en los centros de trabajo. “Nos han pasado listas y aseguran que el lunes nos mirarán si tenemos el pulgar pintado de azul (la tinta con la que se marca el voto). Aquí son muchos los que están viendo cómo pueden pintarse en casa el dedo para no tener problemas en el trabajo”, confiesa una torcedora que trabaja en una fábricas de puros de Estelí.
“Yo creo que el Gobierno ha ayudado a muchos campesinos con una vaca, un cerdo o semillas. También ha traído agua a algunos municipios y ha favorecido que podamos tener casa”, asegura. Precisamente la vivienda es uno de los logros sandinistas más publicitados. El año pasado se anunció la construcción de 50.000 viviendas de las que se han entregado unas 7.000 en barrios como Nueva Jerusalén. “Y solo pagamos 20 dólares mensuales para tener un título en propiedad”, detalla un taxista que hace guardia junto a la terminal de autobuses de Managua y que ha sido beneficiado con una de ellas. Otro de los avances sandinistas tiene que ver con el combate a la pobreza. Durante la etapa sandinista en el segundo país más pobre del continente después de Haití, la pobreza pasó de 29,6% a 24,9%, mientras que la pobreza extrema disminuyó del 8,3% al 6,9%, según cifras oficiales. Paralelamente, el número de trabajadores públicos ha pasado de 40.000 a casi 170.000, un aumento estratégico en épocas de movilización como la actual.
Si bien la descomposición de la democracia nicaragüense comenzó hace tiempo, en los últimos meses tomó un giro radical. Las biografías escritas sobre el comandante sandinista recuerdan que fue Rosario Murillo quien en 1990 le advirtió una y otra vez que iba a perder las elecciones. Pero él insistió y nunca se repuso del golpe de ser rechazado por su pueblo. No había ganado una guerra para volver a la oposición, pero terminó aceptando que Violeta Chamorro encabezara el país. Aquella derrota marcó su vida política y ya no pretende competir en igualdad de condiciones. “Esto era un clamor. Soy comerciante y me dedico a hablar con la gente de ello y ocho de cada 10 personas decían que iban a votar a la señora”, dice una vendedora de ropa de 45 años en el populoso barrio de San Judas de la capital, en referencia a la candidata Cristiana Chamorro, hija de la expresidenta. La respuesta fue ordenar su detención en junio pasado; después, de quienes podían tomar el testigo en las elecciones frente a Ortega; luego, de integrantes de las ONG, y posteriormente sus antiguos aliados exguerrilleros, periodistas y hasta una miss Nicaragua que se atrevió a entrar de vicepresidenta en una lista. Uno a uno, en cuestión de pocos meses, Ortega terminó con cualquiera que pudiera hacerle sombra.
Cuatro jóvenes almuerzan vigorón, el plato típico de yuca y ensalada de col y cerdo adobado, bajo el poderoso calor de Managua a las puertas de la Universidad Autónoma (UNAN). Son estudiantes de ingeniería. Tienen ganas de todo menos de hablar con un periodista. Finalmente, aceptan conversar a regañadientes con la condición de ocultar su nombre. Durante la media hora de conversación la palabra “farsa” es la más repetida. “Esto es un engaño colectivo y una dictadura familiar. Han conseguido imponer el silencio”, dice el más joven, con lentes y cara de buen chico. “Se han convertido en algo peor que Somoza. Una basura cruel y despiadada que no tuvo pudor en abrir fuego contra gente inocente. Somoza luchaba contra una guerrilla armada, pero nosotros salimos a protestar envueltos en banderas y nuestros teléfonos como único instrumento para registrar lo que sucedía”, explica sobre las protestas que se desencadenaron en 2018. El resto asiente y mira hacia los lados evitando subir la voz.
Las siguientes tres cuadras alrededor del comedor callejero son una especie de paseo por los horrores. Unas calles más adelante está la redacción de 100% Noticias. Donde antes estaba el nombre del canal, hoy hay un enorme cartel en rosa pastel con los rostros de “los compañeros Daniel y Rosario”, como les llaman sus simpatizantes. La televisión desmantelada por el Gobierno con patadas y golpes es ahora un centro de rehabilitación para alcohólicos. La tradición de arrebatar propiedades ajenas es una costumbre muy arraigada en el sandinismo desde la época de la piñata, cuando se apropiaron masivamente de viviendas antes de dejar el poder en 1990. Precisamente la actual casa del matrimonio presidencial, que es también su despacho, y la sede del Gobierno, y la dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional ubicada en la colonia El Carmen, fue expropiada a un rico empresario llamado Jaime Morales Carazo en 1979. Ortega vivió como presidente en ella desde el 1979 a 1990, pero tras perder las elecciones ante Violeta Chamorro se quedó con la casa. Y allí sigue. La única novedad es que desde el levantamiento estudiantil de 2018 ha movido el cerco de seguridad y obliga a evitar la zona si no se quiere ser interceptado por los soldados y policías.
Siguiendo unos metros de donde comen los estudiantes, está la iglesia de la Divina Misericordia, cuya fachada parece un colador por la cantidad de impactos de bala que alberga en sus paredes, resultado de la persecución a la que fueron sometidos los alumnos durante la embestida de abril de 2018 que dejó casi 400 muertos, muchos de ellos con un balazo en el cuello y la sien.
Precisamente la Iglesia, la Institución con mayúsculas, ha tenido un papel ambiguo en esta crisis. O, lo que es lo mismo, “el Papa ha guardado un silencio que se escucha en todo el mundo”, dijo recientemente el escritor Sergio Ramírez, obligado a exiliarse cuando el régimen lo puso en la mira. Paradójicamente, mientras el Vaticano calla, el obispo auxiliar de Managua, monseñor Silvio José Báez, emulando la mejor tradición de religiosos comprometidos con su pueblo como Óscar Romero o Ignacio Ellacuría, que pagaron con su vida enfrentarse al rodillo autoritario, se enfrentó con firmeza a los sandinistas. Además de su tono firme, muchos aún lo recuerdan cuando se vino abajo ante una periodista recordando cómo arrancaron las uñas a tres jóvenes de su parroquia torturados por la policía. Poco después de aquello, en junio pasado, el Papa lo mandó llamar y callarse al mismo tiempo y desde entonces vive alejado de su pueblo en Roma.
Dejando a la izquierda la parroquia, sobre la avenida que viene de la ciudad de Masaya, está el colegio Teresiano. Hace siete días en este colegio de clase media la situación se agitó nuevamente cuando reconocieron a María Alejandra como la mejor alumna de su promoción. La adolescente subió entonces a hablar ante sus compañeros y dedicó la distinción a su madre, María Oviedo, una defensora de los derechos humanos que lleva varios meses encarcelada por defender a presos políticos. “Si ella estuviera aquí, tengo la certeza de que estaría infinitamente orgullosa de mí, pero más lo estoy yo de su valentía y fuerza, ¡Viva Nicaragua libre!”, dijo emocionada frente a padres y alumnos que rompieron en un largo aplauso.
A 15 minutos de distancia, entre las extrañas calles de Managua se llega a El Chipote. La cárcel rodeada de altos muros grises y vegetación se ha convertido en un símbolo de los horrores o en un verso de Ernesto Cardenal dedicado al héroe nacional Augusto C. Sandino que la juventud nicaragüense se sabe de memoria: “Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo, pero desde entonces todo el territorio nacional es tu sepulcro. O más bien, cada palmo del territorio nacional en que no está tu cuerpo resucita”. La cárcel de El Chipote, que también podría ser una Asamblea paralela por el número de candidatos encerrada en ella, mantiene entre 130 y 150 presos políticos, entre ellos, cuatro candidatos presidenciales: el economista Juan Sebastián Chamorro, el exembajador en EE UU Arturo Cruz, el activista Félix Maradiaga y el periodista Miguel Mora, además de disidentes, activistas, empresarios y periodistas detenidos a golpes o de madrugada por la policía. Entre los encarcelados por Ortega en la última embestida están varios de sus antiguos compañeros de armas en la victoria sandinista de 1979 contra Anastasio Somoza como Dora María Téllez, el general Hugo Torres o el antiguo canciller sandinista Víctor Hugo Tinoco. Hasta Humberto Ortega, jefe del Ejército impuesto a Violeta Chamorro para lograr una transición en paz en 1990, rompió con su hermano pequeño, Daniel, y ha pedido desde Costa Rica la libertad de los presos políticos.
Pero no todo es miedo en la Managua de estos días: 170 invitados del Gobierno pueblan los mejores hoteles de la capital recién llegados de Estados Unidos, Argentina, Francia o España. Ataviados de los colores rojo y negro sandinista, camisetas de Chávez o de apoyo a Cuba, ríen, beben y rellenan una y otra vez platos piramidales del bufet invitados por el Gobierno para fungir como observadores internacionales. El arte de la simulación ha encontrado en los nostálgicos de la revolución al grupo capaz de reírle las gracias mientras el resto del país llora sus muertos, visita a sus presos o administra sus penurias. El teatro de Ortega no ha descuidado ningún detalle.
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