El juego de la piñata
"¿Cómo va Nicaragua, presidenta?". "Muy bien, mi amor, va muy bien. No te preocupes". Violeta Barrios de Chamorro sigue hablando, ahora que es jefa del Estado y, de Gobierno de su país, con la misma cariñosa informalidad de aquella mañana en que la conocí, hace 10 años, en su casa de Managua, cuya fachada hervía de insultos y lemas pintarrajeados por las turbas sandinistas.Sobrellevaba entonces la trernenda tensión de dirigir La Prensa acosada por la censura y de encamar la oposición democrática al todavía enori-nemente popular -en el país y en el extranjero- Gobierno sandinista con la misma serenidad, sencillez elegancia con que ahora preside los destinos de una Nicaragua en el dificil trance de consolidar su flamante democracia, pacificarse del todo y salir del embrollo económico en que la revolución la dejó. Sigue siendo esa buena ama de casa a la que el asesinato de su marido, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, por Somoza, el 10 de enero de 1978, catapultó inesperadamente a la vida pública y ha hecho protagonizar los papeles cívicos más importantes en los convulsos y truculentos 13 años siguientes de su país.
Las caprichosas simetrías que urde la historia: ¿no es increíble la semejanza de los destinos de Cory Aquino y Violeta Charnorro? Pero acaso a ésta le hayan tocado pruebas más dificiles que a la filípina, como padecer la división milimétrica de su farnilla en bandos políticos opuestos -dos hijos y un cuñado sandinistas y otros dos hijos y otro cuñado de la Unión Nacional Opositora (UNO)- y arreglárselas para mantenerla unida a pesar de todo y sentarla incluso de vez en cuando a toda ella en la mesa hogareña, aun en lo más crudo de la lucha política, cuando los fusiles tronaban y los nicaragüenses se entremataban en el monte.
Hay una Violeta Chamorro algo desarmante, una suerte de inocencia que parece haber resistido incólume a todos los avatares torvos de la política. No aparenta saber lo que sabe. Dice lo que cree y, siente -aunque meta la pata- y rezuma limpieza y honradez. De ella, uno puede asegurar, sin temor a equivocarse, esta rareza latinoamericana: "Pasará por el poder sin robar un centavo " .
¿Basta todo ello para gobernar bien un país chúcaro y caótico como la Nicaragua de hoy?
Los progresos son inequívocos desde la última vez que es tuve aquí, hace seis años. En sus primeros 12 meses, el Gobierno de Violeta Chamorro ha resta blecido las libertades públicas Partidos políticos y sindicatos funcionan sin cortapisas. Es re frescante la diversidad de opiniones en la prensa, la radio y la televisión (que ha dejado de ser un monopolio del Estado), donde me tocó ver a varios mi nistros interpelados -sin misericordia- por el periodismo y, el público. La paz se mantiene pese a múltiples incidentes, y la reasimilación de los ex contras, aunque más lenta de lo previsto, continúa. La reducción del ejército ha sido considerable: de 87.000 hombres a la tercera parte (26.000). Y, luego de mu cho vacilar, el Gobierno acaba de poner en marcha un drástico plan de estabilización acompa ñado de nuevas rnedidas para liberalizar y privatizar la econo mía (el 40% de la cual es aún estatal), que, al menos en teoría, cuenta con el respaldo de los empresarios y el apoyo crítico del Frente Sandinista.
Es un balance positivo, dadas las circunstancias tan difíciles de la realidad nicaragüense. Y, sin embargo, nadie parece estar muy contento con lo que ocurre, ni quienes defienden al Gobierno ni sus opositores. Todos dan excusas y, hacen salvedades y se muestran incórnodos cuando se les pregunta qué opinan sobre la situación del país. Hay un consenso evidente en que la paz debe ser preservada a cualquier coste y en que la democracia nacida con las elecciones del 25 de febrero -las primeras inequívocamente limpias y aceptadas por todos en la historia nicaragüense- ha sido algo muy positivo y que no debe haber retroceso en este campo. Pero en lo demás, los sentimientos y las opiniones dejan de ser tan rotundos y, nítidos.
¿A qué se debe este generalizado malestar? A que, en su primer añito de vida, la democracia ha revelado a los sufridos hombres y mujeres de esta tierra de grandes poetas que ella no sólo significa libertad, elecciones, pluralismo, sino también cosas más turbias: pactos reacomodos, intrigas, desorden, pillerías. Este aprendizaje concentrado y veloz de las grandezas y miserias, de la libertad ha dejado a muchos nicara güenses aturdidos.
En las elecciones del año pa sado, la Unión Nacional Opositora (alianza de 14 partidos) obtuvo el 54% de los votos, y el Frente Sandinista, el 40%. Los principales asesores de Violeta Chamorro, su yerno, Antonio Lacayo (actual ministro de la Presidencia), y el cuñado de éste, Alfredo César (hoy, presidente de la Asamblea Nacional), negociaron con el Frente Sandinista un protocolo para la transición pacífica del régimen revolucionario al democrático.
He oído las justificaciones que dan Lacayo, César y el comandante Humberto Ortega -jefe del Ejército Popular Sandinista, que ha conservado su cargo en el actual Gobierno-de este protocolo, y ellas no pueden ser desechadas. Es verdad que la reconciliación entre nicaragüenses es indispensable para que sobreviva y, se consolide la democracia, así como lo es que todo acuerdo de esta índole exige concesiones recíprocas. El Gobierno de Violeta no podía hacer tabla rasa de todas las reformas, ni corregir todos los abusos, ni despedir a todos los funcionarios del régimen sandinísta sin desatar una violenta confrontación con quienes alcanzaron el 40% del voto popular, lo que hubiera podido desestabilizar su Gobierno. Para romper el círculo vicioso tradicional e inaugurar una nueva era resultaba, pues, inevitable y hasta imprescindible que Violeta concediera algo al sandínismo.
¿Han sido estas concesiones excesivas? ¿Significan ellas, en la práctica, que el nuevo Gobierno ha quedado poco menos que prisionero de un ejército, una policía y un poder judicial sandinistas al que aquel protocolo dejó intactos? Esto es lo que afirman aquellos sectores de la UNO que, liderados por el vicepresidente Virgilio Godoy, dan a entender que se ha producido una verdadera recomposición política en Nicaragua a partir de los acuerdos entre Lacayo, César y Humberto Ortega. En la que, de hecho, los pragmáticos del sandinismo y los sectores de la UNO más próximos al yerno de Violeta y a su cuñado se las han arreglado para cogobernar, desplazando a quienes, en ambos sectores, eran -por exceso de coherencia o de ortodoxia- alérgi
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cos a semejante contubernio.
Estas críticas tampoco pueden ser desoídas. El pacto Lacayo-César-Ortega, además de mantener la policía y el ejército en manos del Frente Sandinista, permitió a éste, entre el 25 de febrero y el 28 de abril -día de la toma de posesión del nuevo Gobierno-, transferir, donar y vender ficticiamente cientos de propiedades urbanas y rurales y de empresas públicas a sus partidarios y validos, en una suerte de aquelarre jurídico-financiero que los nicaragüenses han bautizado la piñata. A tal extremo que, me aseguran, el comandante Bayardo Arce se jactó públicamente de que ahora el Frente Sandinista es el primer conglomerado económico del país. El saqueo alcanzó dimensiones épicas: Violeta Chamorro sigue viviendo en su casa, pues en la presidencia no quedó ni una toalla ni una máquina de escribir.
Una de las consecuencias más escabrosas de la piñata es que ha dificultado extraordinariamente la devolución de bienes y empresas ilegalmente confiscados. Los nuevos propietarios son técnicamente intocables. Los antiguos se sienten burlados. Algunos obtienen a veces una decisión gubernamental a su favor. Pero cómo materializarla? La policía sandinista no desaloja a los propios sandinistas de sus casas o de sus empresas por más papeles que se muestren. Y en el campo, además, los cooperativistas sandinistas están armados y resisten a tiros cualquier intento de esta índole. Esto ha creado un clima de desconfianza y frustración entre los antiguos exiliados e impedido la repatriación de capitales, de la que Nicaragua está tan ávida.
A un año del proceso electoral que asombró al mundo, el poder real en Nicaragua ha quedado en manos de una curiosa trinidad que probablemente tendrá un rol cada vez más determinante en el futuro político del país. El ingeniero Antonio Lacayo es el más indefinible de los tres. De su paso por el seminario de los jesuitas, en El Salvador, ha conservado unas maneras suaves y aterciopeladas, y la suya es una inteligencia fría y calculadora, nada exuberante. Casado con la bella Cristina Chamorro -la princesa, la llaman-, perdió y rescató su empresa de aceites durante el régimen sandinista gracias a su tenacidad y a esas habilidades negociadoras de que haría gala luego (algunos dicen que incluso antes) de las elecciones. Es trabajador, austero, ambicioso, y hasta ser nombrado jefe de campaña por Violeta no había hecho política activa.
Su cuñado Alfredo César, en cambio, es un profesional de la política, de una vida aventurera y novelesca. Aristócrata granadino, fue sandinista en su juventud y estuvo preso bajo el Gobierno de Somoza. Luego del triunfo de la revolución, ocupó la presidencia del Banco Central de Nicaragua. Rompió luego con el sandinismo y se alió con Edén Pastora en la guerrilla del sur, para luego apartarse del Comandante Cero y enrolarse con los contras (fue miembro del directorio de la resistencia, junto a Calero y Bermúdez). Se dice que él fue el artífice de la desmovilización y desarme de los contras, antes de incorporarse a la UNO como el brazo izquierdo de Violeta (el derecho es Lacayo). Su talento negociador parece aún más rutilante que el de su cuñado, pues son los votos de los parlamentarios sandinistas los que han llevado a la presidencia de la Asamblea Nacional a este antiguo jefe de la contrarrevolución armada. Aunque confieso que el personaje no me gusta, reconozco que es brillante: acaso el más articulado y astuto de los políticos nicaragüenses que he conocido.
Y en cuanto al comandante Humberto Ortega, su biografía es resabida. Desde los tierrípos heroicos de la lucha antisomocista, fue famoso por parco, duro y tenaz. Lo apodaban en tonces Marraqueta por su ceño enfurruñado, y sus propios correligionarios le temían. Luego del triunfo, como jefe del Ejército Popular Sandinista, fue decisivo en la hegemonía que alcanzó su hermano Daniel entre los comandantes sandinistas. ¿Cuál es su juego ahora? ¿Ser una cuña del Frente Sandinista en el Gobierno de Violeta? Yo apostaría que, hoy, el comandante Humberto Ortega Ya no es instrumento de nadie, sino de sí misino.
¿Qué va a pasar en el futuro? Conversando con Tomás Borge, de quien, a pesar de las grandes desavenencias políticas, soy amigo, me atreví a hacerle una predicción: "EsteGobierno no se va a caer. Va a sobrevivir, en medio de enormes dificultades y algunas violencias. Porque los nicaragüenses quieren vivir en paz, y su imperfecta democracia, por lo menos, les garantiza eso. El que dudo que sobreviva es el Frente Sandinista. Los maquiavelismos de Antonio Lacayo y, Alfredo César ya lo han partido en pedazos, y la lucha interna entre pillos y honestos que se ha desatado en su seno acabará por reducirlo a añicos". Él, que según amigos y enemigos forma parte de los puros los que se quedaron fuera de la piñata y el poder, se indigna. Y me asegura que el Frente sigue unido como un puño y que, con los votos de los nicaragüenses, tarde o temprano volverá al Gobierno.
¿Lo cree de veras? Sigue viviendo en la modesta casita donde lo visité en 1986, y escribe poemas, una autobiografía -que vale la pena leer- y artículos que le ayudan a equiparar su presupuesto. Es el único que sobrevive de los fundadores hístóricos del sandinismo. Durante el régimen que ayudó a crear y por el que sufrió carcel y torturas, los hermanos Ortega lo desplazaron sutilmente del primer lugar. Y ahora, en esta nueva e insólita etapa de Nicaragua, ha vuelto a quedarse al margen, fuera de ese rocambor de astutos y cínicos que ha pasado a ser la vida pública de su tremendo país.
¿Cómo podría alguien como él aceptar que lo que no lograron las balas de los contras ni los votos de los electores lo va a conseguir la corrupción?
(Managua, marzo de 1991).
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