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Eduardo de Pedro, el ministro argentino que lucha contra la tartamudez

Hijo de víctimas de la dictadura militar, libra cada día una batalla personal contra un problema que arrastra desde niño

Federico Rivas Molina
Eduardo de Pedro
Eduardo de Pedro, durante un acto público en Buenos Aires, en 2019.RS

Eduardo Wado de Pedro es hijo de víctimas de la dictadura argentina. Su historia es brutal. En 1978, cuando tenía un año y medio, su madre lo metió en una bañera y se puso como escudo de las balas militares que terminaron por matarla en la casa donde vivían. De Pedro sobrevivió a la balacera y fue apropiado por un matrimonio de represores. Tres meses después, fue recuperado gracias a gestiones de su familia. Con el tiempo, se convirtió en un reconocido activista por los derechos humanos. Militó en la agrupación Hijos de desaparecidos y se unió al kirchnerismo. En diciembre de 2019, fue nombrado ministro de Interior. Puso como condición al presidente Alberto Fernández que no hablaría en público. Porque De Pedro libra desde niño una batalla contra la tartamudez.

“Es un problema que aún no logré vencer”, dice De Pedro a EL PAÍS. “Hay días en que todavía no sé por qué hablo más fluido y otros días en que me da mucho trabajo. Hay exposiciones públicas en las que es tal el desorden en el mecanismo del habla que me desconcentra del contenido”, agrega.

El ministro argentino no es el único dirigente que lidia o ha lidiado con la tartamudez o disfluencia, como se lo llama en medicina. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, la padeció de niño y sufrió burlas en la escuela, como él mismo contó alguna vez. Otro presidente que luchó y venció a la disfluencia fue el expresidente colombiano Juan Manuel Santos. El tartamudo más famoso quizá sea el rey Jorge VI, padre de Isabel II. De Pedro no sufrió el acoso de sus compañeros de clase, como Biden, pero la pasaba mal durante los recreos con el resto de los niños del colegio. Cuenta que enfrentaba todos aquellos que se mofaban de su problema, mientras recuerda la epopeya que vivía cada vez que debía decir su nombre, dar una lección en la escuela o pedir los gustos del helado que había decidido comprar. Se dedicó, sin embargo, a la política, donde ser un buen orador es un valor.

“Siempre tuve un perfil muy bajo, hablaba mucho con los referentes de los barrios, como militante social, pero yo no aparecía en la primera línea. Veía mis ideas reflejadas en otros, esa fue mi técnica”, cuenta. La “técnica” le sirvió hasta que fue nombrado ministro y se vio obligado a hablar. “Hice fonoaudiología, yoga, budismo, todo lo que existe. Si había un curso, iba; me recomendaban un psicólogo, iba; siempre estoy buscando la solución”, dice. La cuestión se complicó con la pandemia, porque “empezaron los zoom”. “Veía una lucecita roja de grabar y era un trauma. El costo físico que tengo para hablar es enorme. Hablar involucra a más 120 músculos, además de la respiración, y me quedo sin aire”, cuenta.

La ciencia ha establecido diferentes orígenes para la disfluencia. Uno de ellos refiere a una anormalidad estructural que impide al cerebro coordinar las regiones involucradas en el habla. El tartamudo siente que sus ideas van más rápido que su capacidad de traducirlas físicamente en palabras: todo se amontona, falta el aire y los músculos no responden. La ansiedad y las situaciones de estrés no hacen más que complicar el cuadro, porque se crea un círculo vicioso donde el ansioso no puede hablar y no puede hablar porque se pone ansioso. También se ha hablado mucho del impacto que un trauma puede producir en el habla de los niños. De Pedro tiene mucho para contar en este sentido.

En abril de 1977, poco más de un año después del golpe contra Isabel Perón, los militares asesinaron a su padre, Enrique de Pedro, un estudiante de Derecho que militaba en la Juventud Peronista y Montoneros. Tiempo después, un grupo de tareas encontró la casa de la madre, Lucila Révora, en el barrio de Floresta, en Buenos Aires. El operativo de captura incluyó un helicóptero. “A mi madre la asesinan estando yo en la bañadera con ella. Me mete en la bañadera porque era de metal, me cubre con su cuerpo y las balas le pegan. Luego me secuestra una familia de apropiadores, unos militares”, recuerda De Pedro. El 13 de enero de 1979, alguien lo abandonó en la catedral de Mercedes, una ciudad rural de la provincia de Buenos Aires, y su familia pudo recuperarlo. “Mientras crecía en esa ciudad donde se había criado mi mamá, comencé a interesarme cada vez más por la historia de mis padres”, escribió De Pedro en su perfil de Facebook. La militancia lo llevó a La Cámpora, la organización juvenil del kirchnerismo, y hoy representa a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner en el Gabinete presidencial.

Convertido en ministro, el tartamudeo se convirtió en un problema. “Tuve por la fuerza superar el tema de las cámaras, que era mi principal miedo. Y después hablar en público. Puedo decir que la primera vez que hablé me obligó [el ministro de Obras Públicas, Gabriel] Katopodis. Me invitó a un acto por videoconferencia con el presidente y le dije ´voy, pero no hablo´. Era una trampa. Cuando arranca la videoconferencia me da la palabra. Transpiré, patiné, pero hablé. Esas ayudas fueron importantes”, dice el ministro. Ahora cuenta que tiene “días buenos y días malos”, y que descubrió que la tartamudez muchas veces obliga a sus oyentes a prestar más atención a sus palabras. “Nadie supone que si sos tartamudo podés ser ministro”, dice De Pedro, “pero te da un temperamento más resiliente, con capacidad para encarar las cosas”.

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Sobre la firma

Federico Rivas Molina
Es corresponsal de EL PAÍS en Argentina desde 2016. Fue editor de la edición América. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires y máster en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona.

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