Kabul, siete días a su suerte: “No conozco a nadie que no quiera huir”
Noches en vela, ejecuciones aleatorias y trapicheos para encontrar efectivo. Residentes en la capital afgana narran la semana en la que el mundo les dejó solos
“La noche del lunes nadie durmió en Kabul”. Los talibanes celebraron la retirada de los últimos soldados estadounidenses, el pasado 30 de agosto, con una orgía de balazos. “De la una a las seis de la mañana estuvieron disparando sin parar, balas, cohetes… Una locura”, dice Sayed H., ingeniero biomédico, que pasó la noche en vela consolando a sus tres hijos pequeños. “No entendían nada, lo que está pasando se escapa a toda lógica”, cuenta por teléfono. El viernes los tiroteos celebratorios se repitieron cuando se anunció que Abdulghani Baradar, cofundador de los talibanes, se perfilaba para dirigir el nuevo equipo de Gobierno. “Mis hijos están llorando otra vez”, escribió Sayed ese día por WhatsApp, enviando vídeos desde su azotea en los que las tracas rompen la noche, bolas de fuego anaranjadas cruzando los tejados. “Ha sido una semana muy dura. Solo quiero mantener con vida a mi familia. No pienso más allá. Ya no hay futuro”, se lamenta.
La salida de Estados Unidos del país puso fin el lunes a 20 años de presencia extranjera en Afganistán, y cerró la exigua oportunidad de salir en avión de Kabul. Muchos afganos miran ahora a la frontera de Pakistán, a pesar de que el país vecino ya ha cerrado la puerta al éxodo. En la calle se habla de que por unos cientos de dólares se puede conseguir ayuda para llegar a Jalalabad, a medio camino entre Kabul y Peshawar, ya en el país vecino. El problema añadido a los controles talibanes es que casi nadie tiene efectivo. La mayoría de los bancos llevan semanas cerrados, las colas en los pocos que están abiertos son kilométricas y muchos asalariados llevan un par de meses sin cobrar sus cheques.
A pesar de todo, la vida sigue en Kabul a trompicones, coexistiendo con el miedo y la confusión. Hay tiendas y talleres abiertos, gente por la calle, tráfico, “pero el silencio se escucha incluso desde dentro de casa”, dice Zainab S., filóloga de 25 años, que lleva dos semanas encerrada, en contacto con el exterior gracias al wifi, “cuando no se corta la electricidad, algo que antes también pasaba a menudo”.
Subida de precios
Los precios de los productos de primera necesidad son cada vez más caros y escasean algunos bienes importados. Los niños empiezan a volver al colegio, que comenzó unos días antes de la toma de Kabul, aunque ya es distinto: de entrada han separado a chicas y chicos, a la espera de un nuevo temario dictado por los mulás. “La escuela está abierta pero la situación no es segura. Hay tiroteos y ha habido heridos y muertos, incluidos algunos niños”, asegura la activista Zarqa Yaftali, madre de tres pequeños.
“Esta ciudad ya es otra”, dice Sayed, en perfecto y angustiado inglés. “Antes había vida, ahora todo el mundo trata de escapar, tiene miedo y está enfadado. Creo que el 99% de la gente caerá en depresión clínica en cuestión de días”. Como muchos profesionales, ha dejado de ir a trabajar. Se dedica desde hace nueve años a calibrar y operar la sofisticada maquinaria de un hospital privado de Kabul pero ahora sale lo justo para vender o empeñar algunas cosas, y conseguir así algo de efectivo para alimentar a su mujer (que estudia para matrona) y a sus tres hijos de 11, nueve y tres años. Quizás por ellos se le rompe la voz cuando recuerda su vida como un preadolescente durante el quinquenio talibán (1996-2001): “Me odiaba a mí mismo porque no me crecía la barba”.
A los 33, en el Kabul de nuevo tomado por los extremistas, ha tratado de llegar al hospital, pero a principios de semana le echaron el alto en un control. Durante 10 minutos los talibanes le encañonaron y hostigaron, preguntándole si llevaba armas. “¡No soy militar, soy un hombre normal, un trabajador!”, les imploraba Sayed. Al final le dejaron dar media vuelta con una vaga amenaza. Otro día salió a dar un breve paseo para airearse: “Vi cómo los talibanes daban el alto a un coche, el conductor no paró. Quizás no les oyó o no comprendió sus gestos. Le mataron ante mis ojos”. Sayed envía por WhatsApp una imagen escorada, tomada a cierta distancia, en la que dos talibanes arrastran el cadáver por brazos y piernas.
“Nada tiene lógica”, repite desesperado, incapaz de encajar su mente científica y tecnológica en el caos que le rodea. “Incluso en la jungla hay reglas, esto es peor. Los talibanes que hay en las calles no son una estructura organizada, no siguen órdenes, no hay jefes, solo grupos de muchachos armados, confundidos, que toman decisiones improvisadas. Muchos acaban de salir de sus aldeas”. Esta misma semana vio cómo un chaval de 15 años que hace trabajillos en el hospital cambió su foto de perfil en Facebook. La reenvía por WhatsApp: vestido de camuflaje, el muchacho porta una metralleta y mira con el ceño fruncido a cámara. Un filtro de Instagram vira la imagen a sepia. “Me cae bien, así que le escribí: ‘¿Por qué te has pasado a su bando?, ¿no ves lo peligroso que es?’. Me contestó que su familia le obligó a unirse a la yihad. Le dijeron que era lo mejor que podía hacer para estar a salvo”.
En los despachos rige la misma irracionalidad. “Los ministros, el jefe del banco central, el encargado del tráfico… ahora serán todos mulás, solo saben de religión, no saben sobre inflación, sobre gestión urbana, pero son quienes nos van a gobernar. Nuestra vida está en sus manos”.
Manifestación de mujeres
Precisamente, frente al Ministerio de Economía acabó la manifestación que el viernes organizaron una veintena de mujeres. Cruzaron Kabul con pancartas impresas en folios de tamaño A4 que reclamaban “Un gabinete heroico con la presencia de mujeres”. Algunos vídeos en redes sociales mostraron un breve enfrentamiento a gritos con un guarda talibán que intentó dispersarlas. Aunque algunas magulladas, todas pudieron volver a sus casas, según fuentes cercanas.
Como ellas, la activista Zarqa Yaftali repite por teléfono: “No voy a callarme”. En la conversación se cuelan las voces de sus hijos, de tres, siete y nueve años. Tras la llegada de los talibanes, Yaftali huyó con los niños, su marido, un hermano y un sobrino a casa de un amigo donde estarían más seguros. “Nunca antes pensé en salir de mi país. Será mi última opción”, dice afirmando que tiene “cartas de invitación de seis países distintos”. “Es una decisión muy difícil para mí, pero veo la desesperación en los ojos de mi familia”.
En Kabul no sale apenas, “ni para hacer la compra”, salvo para participar en algunas reuniones y entrevistas. “La organización que dirijo [WCLRF, de defensa de los derechos de las mujeres y niños afganos] está paralizada pero yo sigo trabajando. Tengo miedo… Pero no voy a callarme”. Su intención es reunirse con los talibanes, aunque no sabe si aceptarán ni cuándo será posible. “La situación no está clara. Aún no hay Gobierno, no hay sistema, todo es muy confuso”.
“Estoy especialmente preocupada por la situación de las mujeres en mi país”, continúa. Escondida, lidiando con tres niños atemorizados, Yaftali termina la conversación con una petición a la comunidad internacional: “Quiero pedir a España y a otros países que no se olviden del pueblo afgano”.
Amin D. hace el mismo ruego. “Por favor monitoricen y presionen a los talibanes política y económicamente. Los afganos somos parte del mundo. No nos olviden”, escribe por WhatsApp, cerrando el mensaje con el emoji de las manos implorantes.
Trabaja en la oficina del Fiscal General, en el departamento de investigación criminal. Por las tardes da clase de debate en la universidad. Ya no hace ninguna de las dos cosas. Ahora, las pocas veces que sale, se viste con el atuendo local, aunque en las fotos de sus redes sociales lleva un cuidado flequillo ladeado, vaqueros y chaquetas entalladas a la moda occidental. Tiene 26 años, estudió Derecho y Ciencias Políticas. “Ir a trabajar es especialmente difícil para quienes lo hacíamos en oficinas gubernamentales, a los de la Fiscalía los talibanes nos reprochan que persiguiéramos judicialmente sus crímenes”, explica. Sin juzgados funcionando ni policías en las calles, siente que el crimen común ha aumentado: “Esta semana unos hombres armados me robaron el coche, se lo conté a los talibanes, pero no me hicieron ni caso”.
Escarnio público
A plena luz del día, en una populosa rotonda del centro de Kabul, una patrulla de talibanes imparte justicia a su manera. Han detenido a un grupo de ladrones y los exhiben para su escarnio público en la parte trasera de una pick up blanca con sirenas policiales. Les han tiznado la cara y las ropas de negro y les sueltan las manos atadas a la espalda para que confiesen sus crímenes con un pequeño megáfono ante la gente —la mayoría, hombres— que se arremolina alrededor. La escena, con ecos medievales, transcurre desubicada entre las vallas publicitarias de la plaza que anuncian aplicaciones tecnológicas o bebidas energéticas. El público y los propios talibanes lo graban todo con sus móviles para subirlo a las redes sociales.
Los extremistas aseguran tener pruebas de que los cuatro hombres han sido capturados en un coche robado. El propietario, dicen, fue herido de bala durante el asalto. El arma ha sido confiscada, prometen ante el improvisado auditorio.
Hay quien se siente más seguro con este nuevo estilo de ley y orden. El dueño de una tienda de complementos para teléfonos móviles del centro de Kabul asegura que desde que los extremistas han tomado el poder, se atreve a ir con dinero por la calle. Incluso deja efectivo en su tienda por la noche. “Ya no tengo que pagar a los policías corruptos que antes se acercaban continuamente a mi tienda”, celebra.
Con las embajadas también cerradas, ya no hay forma de conseguir visados, continúa Amin que aun así va a seguir intentando abandonar el país. Desde la toma de los medios de comunicación públicos por parte de los extremistas, se informa a través de Facebook y de algún canal de televisión privada, y sobre todo, por redes de amistades en WhatsApp.
“No cambian”
En un país donde solo el 2,6% de la población tiene más de 65 años, Amin pertenece a una amplia generación que no recuerda el anterior mandato talibán. “Solo he oído lo que cuentan mis padres. Volverá a ser igual. Los talibanes no cambian”.
Lo mismo opina Zainab S., filóloga de 25 años, soltera, exiliada en Irán hasta los siete (2003) y la última de sus hermanos que vive con sus padres. Desde hace dos semanas, encerrada. “Los talibanes no nos permiten salir solas, no quieren que trabajemos ni que estemos solteras”, cuenta en castellano, ya que estudió Literatura Española en la universidad. Ha trabajado como voluntaria en la defensa de los derechos de la mujer, y como delegada en cuestiones de género en el Gobierno provincial. Ahora pasa el día ayudando a su madre en las tareas domésticas. Su padre, un policía retirado por una afección cardiaca, sale a hacer la compra con el menguante efectivo que les queda en casa. “Nos quedamos muy preocupadas, la calle también es peligrosa para los hombres. Los talibanes no quieren que lleven ropa occidental, ni que se afeiten, muchos se están dejando barba…”.
Un taxista de Kabul discrepa: “Por lo menos hasta ahora, son menos estrictos que hace 20 años. Entonces los viernes [día festivo para los musulmanes] era imposible pasear con ropa occidental, y yo lo he hecho. Era imposible ir afeitado, y yo voy afeitado”. De momento, también se pueden ver por la ciudad mujeres sin burka que cruzan los retenes sin ser amonestadas.
Zanaib no se fía. “En una semana hemos retrocedido 20 años y va a ir a peor”, insiste con voz triste. Lo único que tiene claro es que quiere marcharse cuanto antes, a poder ser con sus padres, si no sola, dejándolos al cuidado de sus hermanos y hermanas casados. “Algunos de mis profesores se han ido ya a España”, dice, “yo también estoy buscando un modo…”, añade sin mucho ánimo. Una amiga colombiana intentó ayudarla con los papeles, pero no hubo suerte. “Antes éramos libres”, resume entre grandes silencios por WhatsApp, donde su foto de perfil es una paloma blanca. “Ahora…, ahora no conozco a una sola persona que no quiera huir de aquí”.
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