La falsa normalidad de Xinjiang
Mientras aumenta la presión internacional sobre la situación de los derechos humanos en la región, China quiere convertirla en un centro turístico y defiende que la situación es de normalidad. Sobre el terreno se ven otros indicios
Repentinamente, el taxista uigur ya no podía quedarse a esperar como había prometido. Todo habían sido sonrisas hasta ese momento, cuando recibió una serie de llamadas en el móvil. “Miren, el camino está vallado, ¿no les decía yo? Ya no se puede seguir, las lluvias de hoy han dañado la carretera. Yo me doy la vuelta. Ustedes tienen que volver conmigo, o se van a quedar tirados en el desierto”. Para entonces, ya eran cinco los automóviles que nos seguían en el borde del desierto de Taklamakan, en el sur de Xinjiang, por una carretera solitaria. La que debía llevarnos al santuario del imam Asim.
Decidimos continuar a pie. Tras las vallas que alguien había colocado apresuradamente, la carretera estaba en perfecto estado. Pero a un par de kilómetros de nuestra meta, media docena de hombres con mascarilla, sin identificarse, nos cortaron el paso. “No se puede continuar”, alegaron, “por la pandemia”. ¿La pandemia? No hay casos de covid apenas en China, ni se detecta ninguno en Xinjiang desde hace casi un año, estamos solos en medio del desierto, vacunados y acabamos de dar negativo en una prueba PCR. No hay riesgo de contagio perceptible. “No se puede continuar”. ¿Ver el santuario aunque de lejos? “No se puede continuar”. ¿No será que el santuario está demolido? “No se puede continuar”.
Durante siglos, la tumba del imam Asim ha sido un lugar de peregrinación tradicional para los uigures, la minoría musulmana de lengua y etnia turcomana originaria de Xinjiang, en el oeste chino. Según la tradición, el imam fue un líder militar que murió hace un milenio en una batalla contra el reino budista que existía entonces en la ciudad oasis de Hotán. La construcción de barro, rodeada de banderas de oración de todos los colores, era uno de los lugares recomendados como imprescindibles en todas las guías turísticas. Las mujeres que deseaban quedar embarazadas acudían a rezarle para suplicar un hijo. Los campesinos, buenas cosechas. Sus festivales en primavera reunían a miles de familias.
Pero desde 2018, las imágenes vía satélite de la zona solo muestran un terreno vacío donde se erigía una mezquita. Solo parece quedar en pie la tumba en sí. El laboratorio de ideas australiano ASPI, en su informe de septiembre de 2020 Cultural Erasure: Tracing the destruction of Uyghur and Islamic spaces in Xinjiang cataloga la reliquia como “destruida”. No podemos llegar a comprobarlo. La media docena de hombres nos sigue cerrando el paso. Los vehículos que nos seguían siguen parados a varias decenas de metros. Claramente llevamos las de perder. Desistimos.
Las apariencias engañan
La normalidad reina en Xinjiang, aseguran las autoridades chinas. “Vengan y vean por ustedes mismos”, invitan sus portavoces a los periodistas extranjeros. A primera vista, parece verdad. Una mirada más atenta revela que el panorama es bastante más complejo.
Abrazada por las cumbres nevadas de la cordillera del Tian Shan y el macizo de Kunlun, dominada por las dunas del inhóspito desierto de Taklamakan —antaño terror de mercaderes y de los exploradores más experimentados, que enterró bajo sus arenas civilizaciones enteras—, la actual Región Autónoma Uigur de Xinjiang fue durante siglos un crisol de culturas, cruce de caminos clave en la Ruta de la Seda. Un milenio atrás, ejércitos musulmanes y santones la convirtieron en un enclave del islam. La etnia uigur, otrora más del 75% y hoy día apenas la mitad de la población (unos doce millones de personas) tras décadas de inmigración han (la etnia mayoritaria en china), guarda más similitudes físicas y lingüísticas con los pueblos turcomanos de Asia central que con el resto de la población china. No fue hasta el reinado del emperador Qianlong, en el siglo XVIII, que Xinjiang —en mandarín, “nueva frontera”— quedó firmemente dentro del Imperio del Centro.
Aunque dentro del imperio no quiere decir integrado en él. Los uigures —y las minorías kazajas, kirguises, entre otras— en Xinjiang mantuvieron su lengua y sus costumbres; sus casas de adobe en callejuelas serpenteantes; su cocina a base de cordero y pan; su religión musulmana. Con la llegada de la República Popular, comenzó la migración han y la explotación de los recursos naturales de la zona.
La guerra global contra el terrorismo, las denuncias de China de la existencia de grupos islámicos radicales en la región y una serie de disturbios étnicos y atentados —en 2009, en Urumqi, murieron más de 200 personas; en 2014, un ataque con cuchillos en la estación de tren de Kunming, en el sur, dejó 31 muertos y cerca de 140 heridos— cambiaron las reglas de una convivencia cada vez más inestable. A la campaña Golpear Primero contra el terrorismo de 2014, en la que cientos de personas fueron detenidas y decenas, ejecutadas, le sucedió, a partir de 2016, la criticada campaña de reeducación.
Más de un millón de uigures y otras minorías étnicas, según organismos de la ONU y expertos, quedaron internados en centros de reeducación. O, según los describen las autoridades, “centros de formación” para el aprendizaje del mandarín, de nociones cívicas y de algún oficio, de manera que los estudiantes expurguen posibles ideas radicales y además puedan competir en igualdad de condiciones con los han a la hora de buscar trabajo. Haber hablado con familiares en el extranjero, tener en el teléfono alguna aplicación prohibida o haber observado el ramadán podían ser algunos de los comportamientos sospechosos que motivaran el encierro.
Pero desde 2019, a medida que los internos se han ido graduando, parte de estos campos se han ido vaciando, reconvertidos en internados para adolescentes o escuelas para funcionarios del partido comunista. Quienes permanecen todavía retenidos en los que quedan o han sido trasladados a prisión son los considerados casos más difíciles. Tras haber determinado, aparentemente, que ha cumplido sus objetivos y ha roto la resistencia uigur, China parece haber decidido que ha llegado la hora de cambiar de estrategia.
Occidente ha aumentado su presión sobre la situación de los derechos humanos en esta región: países como Estados Unidos, Holanda o Canadá acusan a Pekín de “genocidio”; esta semana, el Senado en Washington ha aprobado un proyecto de ley que prohíbe los productos procedentes de Xinjiang, entre acusaciones de que parte de los exinternos en los campos han sido integrados en programas de trabajo forzoso (algo que China desmiente de modo tajante). En cambio, Pekín quiere promover la idea de una región en paz donde las distintas etnias conviven en armonía. Una región donde los turistas pueden viajar sin sobresaltos a disfrutar de paisajes espectaculares y el percibido exotismo de las antiguas ciudades oasis. Las autoridades locales esperan más de 200 millones de visitas a Xinjiang este año, frente a los 158 millones del año pasado. Para 2025, calculan llegar a los 400 millones.
En las cuatro localidades que visitamos a lo largo de ocho días —Urumqi, la capital, y las ciudades oasis de Kashgar, Yarkand y Hotán, en el suroeste de la región y de mayoría uigur—, la primera impresión es de esa normalidad que proclama Pekín. Se escucha hablar tanto mandarín como uigur. En los bazares y mercados, mujeres sin velo venden los panes redondos típicos de la región, sandías, moras, frutos secos; hombres tocados con el doppa, un gorro musulmán tradicional, preparan piezas de carne o labran ornamentos de cobre. Bandadas de niños uigures juegan a la pelota en las plazas; ancianos en camisa blanca y chaqueta salen a pasear. Casi todos los varones están cuidadosamente afeitados; aunque de vez en cuando se ve alguna (contamos una decena en ocho días), las barbas siguen siendo una llamativa excepción.
En paredes y pérgolas abundan carteles con dibujos de han y uigures sonrientes y mensajes sobre la armonía racial: “Las etnias deben estar tan unidas como los granos de una granada”, un dicho del presidente Xi Jinping, es uno de los lemas más repetidos. Como en el resto de China en los días previos al centenario del partido comunista, proliferan las imágenes de un presidente Xi Jinping sonriente. El logo de ese aniversario, y otros mensajes patrióticos, aparecen ubicuos en escaparates, pantallas LED en los taxis, en forma de adornos florales en las esquinas más insospechadas. En las zonas más turísticas, grupos de turistas han pasean por la ciudad vieja de Kashgar, el Gran Bazar de Urumqi, o el mercado de Yarkand, elogiando la tranquilidad que se ve en las calles .
Una mirada más atenta revela otros detalles.
Entablar conversación es complicado. La mayor parte de aquellos con quienes intentamos hablar esquivan las preguntas, o contestan con monosílabos y vaguedades. Tener comunicación con extranjeros ha sido una de las razones de internamiento en los centros de reeducación. Y como en las cercanías de la tumba del imam Asim, los periodistas extranjeros nos vemos seguidos constantemente, por grupos de hombres a pie o en motocicleta, que nunca se identifican y no contestan si son interpelados. Pero que siempre están lo suficientemente cerca como para impedir una charla libre.
Seguridad y silencio
La presencia de las fuerzas de seguridad es más relajada que hace tres o cuatro años: han desaparecido los controles en las calles de las ciudades y algunas de las “comisarías de conveniencia” que proliferaron en la última década. Pero la presencia de la policía, en uniforme antidisturbios, es aún constante. La entrada y salida de niños en las escuelas está rodeada de seguridad. Sigue habiendo miedo a un ataque con cuchillos: los que utilizan los carniceros en sus comercios, los cocineros en sus restaurantes o incluso los vendedores que ofrecen trozos de sandía y de melón en puestos callejeros tienen que estar siempre encadenados a un lugar fijo. Repostar gasolina es una operación que requiere paciencia: hay que someter el automóvil a una inspección exhaustiva a la entrada de la estación de servicio, donde solo podrán entrar el vehículo y su conductor; si hay pasajeros, deberán aguardar al relente.
En Urumqi, para entrar en los complejos residenciales hace falta pasar por un sistema de reconocimiento facial. Cada pocos metros en las calles unas placas circulares, similares a una señal de tráfico, muestran un número: sirven para indicar por teléfono la posición y que la policía se presente de manera casi instantánea en caso de incidentes. En la capital de Xinjiang, en las inmediaciones de cualquier mezquita siempre hay al menos una comisaría. Las cámaras de vigilancia son omnipresentes: dentro de los taxis, en el interior de las tiendas, en los salones de restaurantes. En el casco viejo de Kashgar, muchas camufladas con pintura ocre, sus cables detrás de celosías.
Es constante, mucho más que en otras provincias de China, la necesidad de escanear la aplicación de radar sanitario contra la covid. El motivo no parece tanto el miedo a infecciones, dada la escasez de contagios, sino como herramienta de control sobre los movimientos de cada individuo. En Kashgar, muchos portales muestran un código QR, que se debe escanear cada vez que alguien entra o sale y que conecta con las autoridades de barrio. Persisten los controles de tráfico interurbanos, aunque en menor cantidad — e intensidad— que hace solo un par de años.
Quizá como cicatrices de la campaña de reeducación, en la ciudad antigua de Kashgar varias casas muestran en la puerta pequeños carteles que proclaman en mandarín que “esta es una familia pacífica” o “esta es una familia civilizada”. Otras, con el candado echado, portan una inscripción a mano con los caracteres chinos para “vivienda vacía”.
Tan significativo como lo que se ve es lo que no está. Ausente de la vida pública se encuentra cualquier alusión a la religión musulmana. Las referencias a la cultura uigur parecen limitadas a estereotipos de consumo exclusivamente turístico. En las librerías, se venden títulos en lengua uigur, principalmente clásicos o volúmenes sobre cultura general, alimentación y agricultura. La televisión estatal ofrece canales en este idioma, con series en mandarín dobladas al uigur. Pero no se ven títulos ni programas dedicados específicamente a promover la cultura local; tampoco se encuentran partituras para aprender la música tradicional.
En Urumqi, las inscripciones coránicas en letras árabes se han eliminado del exterior de las mezquitas. En Kashgar, apenas un puñado de mezquitas conserva su función. En estas, ondea la bandera nacional por encima de sus cúpulas y en su frente se ha colocado la inscripción “amar a la patria, amar al partido”; al resto, se le han arrancado los minaretes. En la sala de oración de la mayor de la ciudad, la histórica Id Kah, han desaparecido las decoraciones islámicas; solo queda una vaga sombra sobre la pared blanca.
En las cuatro ciudades, las grúas y excavadoras devoran poco a poco los barrios de casas tradicionales aún en pie. En Kashgar, Yarkand y Hotan, los cascos viejos han sido derrumbados y reconstruidos. Pekín asegura que estos trabajos son necesarios para garantizar una mejor calidad de vida a los residentes. Que las construcciones antiguas son insalubres, en riesgo de derrumbe en caso de tormenta o terremoto. Pero en este frenesí se han demolido numerosas mezquitas y otras reliquias culturales de la cultura uigur. Las callejuelas que llevaban a la mezquita de Altun en el centro de Yarkand se han transformado en una inmensa plaza; el casco viejo de Kashgar, de especial resonancia histórica para los uigures y el primero que se empezó a demoler, hacia 2010, ha perdido sus casucas apiñadas una sobre otra; el adobe ha pasado a ser hormigón, cubierto de una fina capa de barro o de planchas de estuco ocre.
En Hotan, donde quienes nos siguieron al santuario nos pisarán los talones hasta marcharnos de la ciudad, la tumba del imam Asim no ha sido la única reliquia en caer. Donde se alzaba la torre del Gran Bazar, en junio había un gran descampado vallado. Desapareció también la popular mezquita de Id Kah de esa ciudad. En el proceso de renovación urbanística, cementerios musulmanes tradicionales han sido excavados y los restos, trasladados. Que esta ciudad parezca especialmente perjudicada puede deberse, según apunta el profesor Rian Thum, del Instituto de China en la Universidad de Mánchester, a que las autoridades chinas “están particularmente preocupadas por Hotan, porque Hotan tiene reputación de ser especialmente conservadora”.
Allí la nueva ciudad vieja, aún en construcción —y, como la de Kashgar, con un cierto aire a parque temático—, se exhibe con orgullo. Entre cafeterías modernas y boutiques minimalistas, los edificios reconstruidos en Hotan muestran en sus puertas fotos del antes y el después de la conversión. Y, sobre todas las fotos, un mismo mensaje, en mandarín y en uigur: “Lo decrépito se ha transformado en nuevo, estamos agradecidos al partido comunista”.
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