Migrantes desesperados por llegar a Europa
Níger acoge a miles de africanos de vuelta del infierno libio que desesperan por un traslado a Occidente ralentizado aún más por la covid-19
La tímida sonrisa de la camerunesa Giselle, de 33 años, esconde una herida muy profunda. Sentada en un sillón de la misión católica de Niamey respira hondo antes de comenzar a hablar. “No sé cuántos hombres me violaron, cuando algo así te ocurre pierdes la cuenta”, asegura. Huyó de la guerra en su país para caer en manos de traficantes de personas en Libia. “Me vendieron a un gambiano para el que trabajé durante dos años. Era su objeto sexual, no podía salir sola de casa, ni sé en qué ciudad estaba. Dos veces por semana venía a buscarme su hermano y también abusaba de mí. Pensé en suicidarme, pero el recuerdo de mis hijos me salvó”.
Níger, lugar de paso obligado para miles de migrantes africanos rumbo a Europa, es un hervidero de historias como esta. Desde Somalia, Sudán, Eritrea o el Golfo de Guinea todos los caminos confluyen en este país antes de continuar hacia Libia o Argelia y el Mediterráneo. El marfileño Frederick Tieffing regenta un restaurante de comida de su país junto a su mujer. Llegó hace una década escapando de otra guerra, pero, tras cinco años esperando por el asilo político, al final le recomendaron que volviera a casa. “Las agencias de Naciones Unidas están desbordadas, no pueden gestionar el flujo de gente que llega”, asegura Tieffing.
En un campo de fútbol anexo al estadio Seyni Kountché de la capital nigerina, jóvenes sudaneses procedentes de la región de Darfur juegan un partido contra nigerinos y expatriados que trabajan en distintas organizaciones humanitarias. Es uno de los pocos ratos en que pueden salir del campo de refugiados de Hamdallaye, donde algunos aguardan desde hace cuatro años a un traslado que nunca llega y tratan de aprovecharlo al máximo. Fueron llevados a Níger desde Libia con la promesa de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) de ser reubicados en países desarrollados, pero comienzan a hartarse.
Prácticamente cada semana estalla una protesta en el propio campo, delante de la sede de Acnur o en el lejano Agadez, donde miles de refugiados se impacientan. En 2018, la entonces alta representante de Exteriores de la Unión Europea (UE), Federica Mogherini, anunciaba un rápido reasentamiento de los refugiados trasladados a Níger, pero la situación de bloqueo es evidente. El Mecanismo de Tránsito de Emergencia (ETM) comenzó a funcionar en 2017, pero de las 6.351 plazas prometidas tan solo se han concretado 2.729 traslados desde este país.
En 2015, Níger aprobaba una dura ley nacional contra el tráfico de personas que criminalizaba el hecho migratorio y que provocó un progresivo endurecimiento de las medidas contra los migrantes y un cierre de fronteras sobre todo con Argelia y Libia. A cambio de su colaboración en el control migratorio, la UE ha incrementado de manera notable las partidas de ayuda al desarrollo en este país africano, alcanzando los 1.200 millones de euros entre 2014 y 2020. El fondo fiduciario de lucha contra la inmigración clandestina, también aprobado en 2015, es una de las herramientas de la UE que canaliza esta ayuda.
Las medidas adoptadas para frenar la pandemia de covid-19 vinieron a empeorar las cosas: los traslados de refugiados se ralentizaron al extremo y las fronteras se cerraron aún más. El religioso italiano Mauro Armanino vive desde hace diez años en Niamey. “Las historias de estos migrantes son un signo revelador de nuestro sistema, un espejo de nuestra sociedad. Occidente tiene una gran responsabilidad sobre lo que les pasa y se apoya sobre complicidades locales. Esta gente ha sufrido una violencia enorme y les ofrecemos asilo y decimos que podrán continuar su viaje, pero no ocurre porque los países ricos no dan luz verde”, asegura.
Pese a todos los controles, la ruta libia experimenta un repunte de salidas hacia Europa. Hasta junio de este año, 10.711 personas fueron interceptadas por patrulleras en el Mediterráneo, tan solo un millar menos que en todo 2020, según los datos de la OIM. “No lo pueden parar, será más caro o peligroso, pero es imparable”, remata Armanino.
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