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La muerte de Ecko y los policías de Río que cambiaron de bando

Las bandas de agentes que proceden de las fuerzas de seguridad son las más pujantes del crimen organizado en la ciudad brasileña. Controlan más territorio que el narcotráfico

Policías de Río de Janeiro participan en una operación en la favela de Jacarezinho, en territorio dominado por el grupo narcotraficante Comando Vermelho, el pasado 6 de mayo.
Policías de Río de Janeiro participan en una operación en la favela de Jacarezinho, en territorio dominado por el grupo narcotraficante Comando Vermelho, el pasado 6 de mayo.MAURO PIMENTEL (AFP)
Naiara Galarraga Gortázar

Todavía quedaba más de una hora para el amanecer cuando llegó a la casa. Comenzaba en Brasil el Día de los Enamorados cuando el hombre más buscado de Río de Janeiro llegó a visitar a su esposa y sus tres hijos. Circunstancias clásicas para una emboscada. Un comando de 21 agentes cazó a Ecko, un antiguo narco aliado en los últimos tiempos a policías criminales. Sobrevivió a un primer disparo en el pecho. Una foto policial le muestra vivo. Pero le quedaban minutos de vida porque esta operación policial del sábado 12 de junio acabó como tan a menudo ocurre en Brasil. Murió en ruta al hospital. Cuando era evacuado, una segunda bala en el pecho lo mató, “después de intentar arrebatar el arma a una agente”, según explicó un comisario de la Policía Civil en la comparecencia de aquel día.

Cuando la prensa aún informaba de que el capo se había rendido, un enjambre de agentes armados con fusiles tomó un hospital cerca de la playa de Ipanema y las tiendas más lujosas de Río. Una testigo oyó en los pasillos que Ecko acababa de morir y minutos después vio pasar una camilla con un cuerpo en una bolsa mortuoria. Sospecha que era él, Wellington da Silva Braga, alias Ecko, el jefe de la milicia carioca más poderosa. Un final de aroma cinematográfico en una ciudad hedonista donde el hampa está en transformación continua mediante disputas a tiros, alianzas y rupturas.

El gobernador de Río, Cláudio Castro (en el centro, con mascarilla y camisa blancas), posa rodeado del comando de 21 policías civiles que participaron en la operación contra Ecko, jefe de la mayor milicia carioca, el pasado día 12.
El gobernador de Río, Cláudio Castro (en el centro, con mascarilla y camisa blancas), posa rodeado del comando de 21 policías civiles que participaron en la operación contra Ecko, jefe de la mayor milicia carioca, el pasado día 12. Gobierno del Río de Janeiro (Gobierno del Río de Janeiro)

Milicia es como llaman en Brasil a las bandas criminales más pujantes hoy en Río, cuna política del clan Bolsonaro. Su principal diferencia con la competencia —los narcotraficantes y las mafias del juego ilegal que patrocinan algunas escuelas de samba— es que sus miembros están o estuvieron a sueldo del Estado: son policías, bomberos, guardas de prisiones, etcétera que se han pasado al otro bando. Algunos fueron expulsados del cuerpo, otros simultanean uniforme y crimen.

La periodista Cecília Olliveira, especializada en seguridad, desgrana su enorme ventaja sobre el resto de los criminales. “Tienen información privilegiada, acceso a armas, a municiones, el poder de negociación que da ser un agente público para negociar con otros organismos públicos”, explica en una entrevista telefónica.

Las primeras milicias llegaron a las favelas hace dos décadas con una oferta tentadora: tranquilidad para el vecindario. Prometían mantener al narco lejos a cambio de un dinerillo. El negocio original sigue vivo. Un vecino de Jaraquepagua, un barrio periférico de más de 150.000 habitantes, cuenta que en su edificio “cobran 50 reales de tasa de seguridad por apartamento. La paradoja es que les pagas para defenderte de ellos mismos”. Exige quedar en el anonimato por seguridad. La omertá reina en la llamada ciudad maravillosa.

En los primeros años las autoridades, la ciudadanía y la prensa los vieron con buenos ojos. Una comisión de investigación que en 2008 puso nombre y apellidos a 200 sospechosos y el secuestro de unos reporteros contribuyeron a que aquella actitud cambiara. Entre sus muchos defensores iniciales, Jair Bolsonaro. Los uniformados son desde siempre una de sus principales bases electorales y Río, el feudo político familiar.

Vista de Seropédica, una de las ciudades y barrios del Estado de Río de Janeiro donde el vecindario vive bajo el control de bandas de policías criminales, llamadas aquí milicias.
Vista de Seropédica, una de las ciudades y barrios del Estado de Río de Janeiro donde el vecindario vive bajo el control de bandas de policías criminales, llamadas aquí milicias. Leonardo Carrato

Más allá de los discursos, Adriano Nóbrega -extraordinario como policía y como asesino por encargo— es el nexo más directo del clan con estos grupos. Flavio Bolsonaro, hijo del presidente y senador, lo condecoró y empleó durante años en su gabinete a la madre y esposa de Nóbrega, que se llevó los secretos de las cloacas cariocas a la tumba cuando fue abatido en una operación policial poco antes de que estallara aquí la pandemia que acumula medio millón de muertos.

A partir de la extorsión a vecinos y comerciantes, las bandas de policías criminales han ido acumulando barrios y poder. Sus negocios han crecido como una hidra en el Estado de Río. En la capital, ya controlan más territorio que el narco: un 57% frente a un 34%, según el mapa de los grupos armados elaborado por una alianza de universidades con Fogo Cruzado, un grupo fundado por Olliveira que avisa en tiempo real de dónde hay tiroteos, y Disque denuncia, un consolidado sistema oficial de denuncias anónimas. La Policía Civil ha detenido en ocho meses a 700 milicianos.

Opulencia y miseria se cruzan constantemente en Río, donde pocas pistas bastan para que cualquier forastero entienda quién controla algunas barriadas. Las zonas donde manda el tráfico de drogas suelen estar acotadas por pivotes para dificultar el paso de la policía y controlar quién entra y quién sale. En los de milicianos, la vigilancia está ahí, pero es invisible.

Los grupos como el que dirigía el abatido Ecko imponen su ley y sus servicios: tasas de seguridad, transporte clandestino en furgonetas ―que muchos vecinos prefieren porque funciona mejor que el público—, suministro de gas, televisión por satélite, internet… Ofrecen servicios básicos y seguridad, como si fueran el poder público. También se dedican al asesinato por encargo, con la singularidad de enterrar los cadáveres en cementerios clandestinos para no dejar rastro.

Vecinos de la favela de Jacarezinho, en Río de Janeiro, protestan tras una violenta incursión policial que causó 28 muertos el pasado 6 de mayo.
Vecinos de la favela de Jacarezinho, en Río de Janeiro, protestan tras una violenta incursión policial que causó 28 muertos el pasado 6 de mayo. MAURO PIMENTEL (AFP)

Otra vecina anónima explica que vivir bajo su dominio significa olvidarse del temor a sufrir un hurto o verse afectado por las espectaculares y cotidianas operaciones policiales con decenas de agentes a tiro limpio en calles abigarradas. “A veces, una operación policial legítima sirve para que luego entre la milicia y tome ese lugar”, advierte la periodista Olliveira.

El perjudicado suele ser el Comando Vermelho, golpeado el pasado mayo en la favela de Jacarezinho en una operación en la que murieron 28 personas. Lo que sospechaban muchos vecinos de favelas controladas por el Comando Vermelho u otros grupos que trafican con drogas lo han confirmado unos académicos gracias al cruce de bases de datos. Resulta que en los barrios sometidos a las milicias, las incursiones policiales son menos frecuentes. En 2019, fueron solo el 6% mientras la mayoría de las operaciones se concentró en territorio de áreas disputadas y en las dominadas por el narco, según revela un informe de la Universidad Federal Fluminense. La escasa presión policial y “el aumento de sus ganancias en el mercado inmobiliario mediante construcciones irregulares que después son legalizadas” supone lo que estos académicos describen como “la doble ventaja (política y económica)” de estas bandas de policías delincuentes.

La diversificada cartera empresarial de estas bandas incluye en los últimos tiempos el lucrativo negocio inmobiliario. Construyen viviendas en terrenos de los que se apropian gracias a fraudes o conexiones políticas. Se mueven con destreza en los fluidos contornos entre lo legal y lo ilegal. Varias torres se les han desplomado y matado a vecinos.

El asesinato de la concejal Marielle Franco, por el que hay dos expolicías militares encarcelados pendientes de juicio, dio notoriedad en 2018 a estas bandas. El sospechoso de asesinar a la política izquierdista era uno de los mejores tiradores del cuerpo antes de convertirse en asesino a sueldo; le descubrieron un arsenal y que tenía un chalé en la misma urbanización que Bolsonaro padre.

Un control policial en una calle de Río de Janeiro el pasado mes de mayo.
Un control policial en una calle de Río de Janeiro el pasado mes de mayo. CARL DE SOUZA (AFP)

El Río más fétido afloraba tras una época aparentemente dulce. Mientras Brasil desplegaba a los militares en las favelas del narco para garantizar la tranquilidad en el Mundial y los Juegos Olímpicos, estas bandas se expandían lejos del foco, explica Olliveira. Esta periodista sostiene que “los policías expulsados son mano de obra muy cualificada y barata para la milicia, el narcotráfico, para quien mejor pague”.

Las bandas que nacieron para ahuyentar al narco se han asociado en los últimos tiempos con él. Ecko es un ejemplo de ese vínculo y de las mutaciones del hampa. Llegó a la milicia desde el tráfico de drogas, no desde las fuerzas de seguridad. Un dato que, el día que fue abatido, Flavio Bolsonaro se apresuró a destacar. “Ecko nunca fue policía”, escribió en un tuit que incluye “apoyo incondicional a los verdaderos policías de todo Brasil”. Y el gobernador de Río, Cláudio Castro, proclamó: “Es un día histórico. Celebramos que sacamos de la circulación a alguien que simbolizaba la impunidad” antes de correr a fotografiarse con los artífices de la caza, aún con el traje de faena y las armas. Y acorde a las normas, todos con mascarilla.

El sociólogo Jose Cláudio Alves interpreta la eliminación del capo, que supuestamente ya tiene sustituto al frente del Bonde do Ecko, de manera bien distinta. Estudia estos grupos desde los noventa, además de vivir y trabajar en el corazón de la Baixada Fluminense, la zona metropolitana donde más arraigados están. “Creo que [Ecko] era un soldado, gerente de un territorio. Él no es la figura clave”, explica una tarde de junio en el bello campus donde da clase, el de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro, ahora desierto por la covid-19. Queda en una ciudad anodina, Seropédica, donde la milicia tiene múltiples negocios, desde la clásica tasa de seguridad, a los mototaxis o el contrabando de arena.

El especialista en milicias José Cláudio Alves posa la semana pasada en la Universidad Rural Federal de Río, donde da clase, en Seropédica.
El especialista en milicias José Cláudio Alves posa la semana pasada en la Universidad Rural Federal de Río, donde da clase, en Seropédica. Leonardo Carrato

Sostiene este especialista que la operación contra Ecko y otras en el último año se han concentrado en los llamados narcomilicianos con dos objetivos: “Exonerar a los funcionarios del Estado” y fortalecer el discurso de que “matando resuelves los problemas”. Bandido bom é bandido morto (Bandido bueno es el bandido muerto) es un lema aplaudido en Brasil. Y metódicamente la amalgama de policías criminales aliados a políticos y empresarios turbios amplía sus negocios mientras va conquistando poder en distritos y alcaldías. “Río es el laboratorio de la extrema derecha, el gran escaparate”.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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