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Atrocidades de guerra en el norte de Mozambique

Los desplazados por el conflicto relatan decapitaciones y pueblos arrasados a manos de los yihadistas y ejecuciones extrajudiciales y bombardeos indiscriminados por parte de los militares y mercenarios

Una madre y sus hijos se preparan para pasar la noche en una iglesia católica de Pemba tras haber huido de su pueblo en el norte de Mozambique, en agosto de 2019.
Una madre y sus hijos se preparan para pasar la noche en una iglesia católica de Pemba tras haber huido de su pueblo en el norte de Mozambique, en agosto de 2019.Tsvangirayi Mukwazhi (AP)
José Naranjo

El relato de Eduardo Roca, religioso español que lleva una década en Mozambique, es estremecedor. “Cuando atacan una aldea queman todas las casas y asesinan a los hombres que se niegan a unirse a su causa. Dos mujeres que escaparon de una masacre contaron que los yihadistas preguntaban por las madres de esos hombres, las iban a buscar y les obligaban a presenciar cómo cortaban la cabeza a sus hijos”. En su parroquia de Pemba, capital de la provincia de Cabo Delgado, Eduardo Roca escucha sobrecogido las historias de quienes llegan huyendo de la violencia extrema del norte de Mozambique, donde la insurgencia del grupo yihadista Al Shabab ha provocado más de 2.000 muertos y 670.000 desplazados desde 2017. En respuesta, el ejército y mercenarios de una empresa de seguridad sudafricana cometen crímenes de guerra, según Amnistía Internacional.

La semana pasada, la ONG Save the Children revelaba, a partir del testimonio de dos madres, que niños de hasta 11 años también habían sido decapitados. El profesor de Historia e investigador Eric Morier-Genoud, de la Universidad de la Reina de Belfast, asegura que esta brutal práctica contra menores existe, pero es marginal. “No es la norma. Los insurgentes del norte de Mozambique, en general, no matan a mujeres y niños”, explica. Según Roca, los menores no suelen ser asesinados, sino que son reclutados como niños soldado. “Dos religiosas que estuvieron secuestradas contaban cómo estos chavales se vanagloriaban delante de ellas de haber eliminado a cinco o seis personas en un solo día”, comenta.

Desde que en 2007 se detectara la presencia de una secta islamista en Cabo Delgado hasta la actualidad ha habido un proceso de radicalización que pasó por varias etapas desde sus primeros enfrentamientos con las autoridades religiosas locales hasta su salto a la violencia armada en 2017 y su declaración de lealtad al Estado Islámico (ISIS). “Hace unos seis años vimos la llegada de muchos extranjeros, tanzanos, congoleses, somalíes y kenianos, y un día, de repente, mujeres y niñas empezaron a usar el niqab. Muchos jóvenes desaparecieron de los barrios y escuchabas que había un millar de ellos entrenando en el bosque. Circulaban de un teléfono a otro vídeos terribles de terroristas del ISIS degollando a personas en Siria”, recuerda Roca.

En su reciente artículo La insurgencia yihadista en Mozambique, orígenes, naturaleza y comienzo, publicado por el Instituto de Estudios Sociales y Económicos (IESE) de Maputo, Morier-Genoud asegura que el paso de secta religiosa a grupo terrorista obedeció tanto a un proceso de radicalización interno como a la represión que sufrió, primero por parte de las organizaciones musulmanas moderadas y luego desde el Estado. La pobreza generalizada entre la población de Cabo Delgado, donde la empresa francesa Total desarrolla un proyecto millonario de extracción de gas natural, y el sentimiento de discriminación por parte de la etnia mwani, de mayoría musulmana, también fueron terreno abonado.

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“El descontento facilita el reclutamiento, pero la pobreza no explica por sí sola la insurrección. Todo Mozambique es pobre y también hay radicalismo en otras regiones del país”, matiza el profesor Morier-Genoud. A juicio de Eduardo Roca, “existe un agravio étnico comparativo, los makonde, de mayoría cristiana, son tan pobres como los mwani y los makua, pero están más protegidos por el Estado. Viven en una situación de pobreza extrema y encima ven cómo se extraen sus recursos, la madera y ahora el gas, sin recibir nada a cambio. La miseria y la injusticia son un caldo de cultivo”, comenta.

Desde su primer ataque en Mocimboa da Praia en octubre de 2017, los jóvenes radicalizados de Al Shabab fueron aumentando su capacidad militar. “Siempre fueron muy violentos, pero al principio tenían machetes y un fusil por grupo y atacaban pequeñas aldeas. Luego empezaron con pueblos más grandes y en 2020 pasaron a una escala superior, con mejores armas y hostigando sobre todo los edificios del Estado, al que declararon la guerra”, explica Morier-Genaud. Durante años titubeante, la respuesta militar del Gobierno mozambiqueño también ha ido ganando en contundencia. En los últimos tres meses los ataques de los yihadistas, que llegaron a controlar una vasta zona en el extremo norte del país, han ido disminuyendo.

“El ejército ha entrenado a nuevas tropas en técnicas antiguerrilleras y a finales del año pasado se hicieron con nuevos helicópteros y material. El Gobierno ha pasado a una fase más ofensiva en la que probablemente se ha visto ayudado por divisiones internas en el seno de Al Shabab o incluso por el ciclo agrícola, es complejo”, asegura el profesor de Historia. En su respuesta militar, las Fuerzas Armadas mozambiqueñas cuentan con la ayuda de mercenarios sudafricanos del Dyck Advisory Group (DAG), conocidos por su violencia. Según Amnistía Internacional, efectivos militares y de esta compañía privada están cometiendo ejecuciones extrajudiciales de civiles, bombardeos indiscriminados y otros crímenes de guerra.

El pasado 10 de marzo, el Departamento de Estado norteamericano incluía a Al Shabab, también llamado Estado Islámico de África Central (ISCA) tras su declaración de lealtad al ISIS, en la lista de organizaciones terroristas internacionales y declaraba a su líder, Abu Yassir Hassan, como uno de los yihadistas más peligrosos. Dos días más tarde, el Centro para los Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) se mostraba crítico con esta decisión, al considerar que dicha inclusión “corre el riesgo de obstaculizar los esfuerzos humanitarios y entorpecer las posibles actividades de desarme, desmovilización y reintegración. Además, es poco probable que suponga un avance significativo en los esfuerzos de contraterrorismo y contrainsurgencia de Estados Unidos”.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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