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EL PAÍS | EL FARO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hay resistencia para rato en Guatemala

Los manifestantes opacaron la transición presidencial. Mucha gente la recordará como el día en que Jimmy Morales corría, humillado, buscando fuero parlamentario

El presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei y su hija, durante la toma de posesión.
El presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei y su hija, durante la toma de posesión.JOHAN ORDÓÑEZ (AFP)

Es cierto, Guatemala ya no es la misma. Si tomamos como baremo las multitudinarias protestas ciudadanas que en 2015 acompañaron las investigaciones judiciales que destronaron al Gobierno del Partido Patriota, es cierto, Guatemala ya no es la misma. Las manifestaciones en la calle ahora son más pequeñas y ya no tan sistemáticas. Pero el pasado martes 14 de enero, día del traspaso de mando presidencial, quedó claro que aún hay un foco de resistencia despierta que palpita fuerte cuando hay motivos.

Varios colectivos urbanos, de estudiantes de la universidad pública, campesinos y profesionales de clase media dieron una demostración de fuerza que fue capaz de retrasar por cuatro horas la toma de posesión del cuestionado presidente saliente Jimmy Morales como diputado para el Parlamento Centroamericano (Parlacen), un cargo que le garantiza inmunidad por seis años. Cualquier mandatario con 17 solicitudes de antejuicio formuladas por la Fiscalía en cuatro años estaría interesado en mantener el fuero, y eso es lo que los manifestantes del martes querían evitar. Solo la fuerza de casi 300 policías fue capaz de desalojarlos. Y eso, tal como dice la exfiscal general Thelma Aldana, también demuestra que Guatemala ya no es la misma de antes. Hay resistencia para rato.

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Se suponía que los titulares y las noticias se enfocarían al día siguiente en la llegada al poder del nuevo presidente, Alejandro Giammattei, pero los manifestantes lograron cambiar el foco y opacaron la transición. En lugar de recordar el 14 de enero como el día de la toma de posesión, mucha gente lo recordará como el día en que un expresidente llamado Jimmy Morales corría, humillado, entre golpes, gritos, abucheos y hasta huevos, buscando fuero parlamentario.

La convocatoria a la protesta se hizo a través de redes sociales. Desde las nueve de la mañana del martes hubo pequeñas expresiones de descontento en la capital. Marchas hasta el Congreso, autobuses que hacían rápidas intervenciones urbanas, bloqueando calles en señal de rechazo al Gobierno saliente, manifestaciones pacíficas frente al Parlacen. Pero lo más grueso llegó por la noche, cuando bloquearon los accesos del Parlacen y del hotel Las Américas, donde el parlamento se trasladó de emergencia a altas horas de la noche. Muchos protestaron cubriéndose el rostro, es cierto, pero igual de cierto es que hubo muchísima más gente que sí mostró la cara: padres, madres, hijos, indígenas y campesinos organizados.

Esta organización no surgió por arte de magia. Desde 2015 que comencé a cubrir las protestas que pedían la renuncia del exkaibil y expresidente Otto Pérez Molina, ahora preso por cargos de corrupción, comencé a reconocer rostros, siglas y nombres de personas y organizaciones que, cuatro años después, siguen exigiendo cuentas a los gobernantes y fiscalizando el poder. El martes por la noche, cuando los manifestantes habían ganado el primer round de la noche al impedir el acceso de Morales al Parlacen, hicieron un pequeño recuento de batallas similares que les había tocado emprender antes. Hacía exactamente un año, por ejemplo, un grupo presionó con éxito en pleno aeropuerto internacional para que el Gobierno permitiera el ingreso al país de investigadores de la exitosa comisión antimafias, la Cicig, que había puesto en jaque al Gobierno de Morales. Un poco más atrás, en septiembre de 2017, los mismos ciudadanos habían logrado que el Congreso revirtiera un acuerdo aprobado de manera expedita que rebajaba los castigos para delitos de corrupción. Estos chispazos de rebeldía son la herencia directa de aquellas enormes manifestaciones en la Plaza de la Constitución que se convocaron sábado a sábado, a lo largo de 2015.

“¿Es justo que solo nosotros estemos aquí cuando somos más de 17 millones de guatemaltecos?”, preguntaba Enrique Hernández, un joven delgado y pequeño, exdirigente de estudiantes universitarios que el martes fue de los más activos en la protesta. “¡No!”, respondió más de uno. Pero lejos de la frustración, la moral parecía alta. “Aquí nadie se rinde, aquí nadie se cansa. Eso es lo que ellos quieren pero no lo vamos a permitir”, exclamaba, megáfono en mano, Andrea Ixchiú, una joven maya quiché, reconocida defensora de derechos humanos de Guatemala.

Aunque no sea tan evidente como en 2015, la semilla rebelde contra la corrupción del Estado guatemalteco sigue germinando. Habrá costado décadas, si acaso desde los tiempos de Jacobo Arbenz, a mediados del siglo pasado. Costó, sin duda, una guerra civil, terminada en 1996. La resistencia de hoy es un punto de encuentro entre dos generaciones. Están los que gritan a todo pulmón canciones legendarias como El pueblo unido jamás será vencido, del grupo chileno Quilapayún, pero también una nueva ola de jóvenes que marchan al ritmo de hip hop a cargo de Rebeca Lane.

Parece que las nuevas generaciones de estudiantes no se quedarán calladas cuando vean amenazados sus derechos. El año pasado, en agosto, los estudiantes de la San Carlos tomaron las instalaciones de la universidad para exigir cambios en el esquema de estudios. Exigían 18 puntos de una reforma universitaria, muchos de ellos, vinculados al esclarecimiento de actos de corrupción. Al final, después de un mes de resistencia, devolvieron las instalaciones ante el compromiso de las autoridades de tratarlas en una mesa de negociación. Ahora el rector Murphy Paiz es investigado por la Fiscalía.

En la resistencia de hoy también hay cientos de organizaciones sociales de todo tipo. Nombrarlas aquí sería un despropósito, pero que se sepa que hay organizaciones que podrían parecer disímiles, pero está claro que persiguen un objetivo común: una Guatemala más justa. Está, por ejemplo, desde el lado más rural, el Comité de Unidad Campesina (CUC) y, desde el lado más urbano, la Batucada del Pueblo. Conocí a Daniel Pascual, líder del CUC, a finales de 2016 en el marco de una investigación por las violaciones a derechos humanos de la industria cañera de Guatemala. Su organización tiene presencia en casi todo el territorio y es de las más activas por la defensa del territorio ante el embate de la industria extractiva. El martes, logró acompañar las protestas con decenas de personas que provenían de distintos departamentos, a cientos de kilómetros de la capital. La batucada del pueblo, por el otro lado, es una de las organizaciones urbanas más pequeñas, pero más activas en la agenda anticorrupción guatemalteca. Son un referente. La gente los nombró así cuando en las protestas de 2015 improvisaron ritmos que acompañaban los cánticos contra corruptos. Ahora hacen hasta intervenciones urbanas donde la sátira y el humor político son su bandera. Son profesionales de capas medias, familias, amigos. Resistieron sin comida y sin baño el cerco que la Policía les hizo frente al Parlacen por, al menos, 12 horas. Algunos de sus integrantes, profesionales, madres de familia, después del sitio al Parlacen, se movilizaron al hotel a seguir manifestándose por tres horas más.

Hay enormes obstáculos en camino, sobre todo ahora que la Cicig salió del país. Aplicadores de justicia y defensores de derechos humanos han comenzado a ser criminalizados. La jueza Ericka Aifán, quien ha estado detrás de numerosas condenas de funcionarios corruptos, ha sido blanco de una campaña de ataques mediáticos y amenazas en su contra. Daniel Pascual, del CUC, por ejemplo, ha sido acusado por difamación en los tribunales solo porque en una intervención pública señaló a una organización privada, la Fundación contra el Terrorismo, como una entidad pseudoclandestina. La Fundación la preside el excapitán militar Ricardo Méndez Ruiz, a quien la Cicig perfiló como una de las personas detrás de numerosos perfiles falsos en redes sociales, los trollcenters o netcenters, como se les llama en Guatemala.

Roberto Rímola, un exintegrante de La Batucada del Pueblo, está procesado en tribunales por “insultar” al ahora expresidente Morales, en abril de 2018. Rímola se encontró en un pasillo de un hotel a Morales y le dijo: “Jimmy Morales, a los tribunales”. Y a partir de ahí fue procesado. Un juez desestimó la causa porque dijo que no había delito que perseguir, pero Morales no ha cejado en su intento y promovió una nueva acción penal ante otro tribunal.

Otros retos los pone la asunción del nuevo Gobierno, dirigido por Alejandro Giammattei. Conservador y demagogo, el nuevo mandatario ha dejado clara su idea de país: uno donde una comisión antimafias como la Cicig no es necesaria −principal punto de diferencia con las protestas de calle−, y donde la clave para el desarrollo pasa por aplicar el modelo de las fallidas manos duras centroamericanas a la delincuencia: pena de muerte, declaración de las pandillas como organizaciones terroristas.

En su primer discurso a la nación como presidente, también dijo que promovería una ley para permitir que los agentes de las fuerzas de seguridad puedan disparar sus armas sin luego ser sometidos a la justicia si se demuestra que actuaron en defensa. Algo parecido se aprobó en El Salvador hace unos años y, si bien ha habido una reducción en los homicidios, no ha eliminado el gran problema: el dominio inequívoco de las maras en amplias zonas del territorio. Pero esa medida sí ha intensificado en El Salvador el problema de los asesinatos cometidos por policías contra personas detenidas. Aquello es más un mensaje político de apoyo a las alas más radicales de las policías. La ley ya establece que si se determina en juicio que fue en defensa personal, un policía o un ciudadano cualquiera pueden disparar. En su segundo día de mandato, Giammattei ya declaró Estado de excepción en algunos departamentos del país.

El legado de los luchadores sociales hasta ahora no es poca cosa. “Se instauró una nueva cultura, donde ya se le perdió el respeto a los cheles [blancos] y a los empresarios solo porque sí. Ahora ya muchos saben que todos somos iguales ante la ley”, me dijo un importante asesor político que tuvo la Cicig, durante una cena en San Salvador, a finales del año pasado. En este comienzo de la era post Cicig, me queda la duda de qué es lo que tendría que pasar en Guatemala para que este chispazo cívico alcance las dimensiones de 2015 y contagie a más ciudadanos, pero no tengo duda alguna de que la chispa sigue ahí.

EL PAÍS y EL FARO se unen para ampliar la cobertura y conversación sobre Centroamérica. Cada 15 días, el sábado, un periodista de EL FARO aportará su mirada en EL PAÍS a través de análisis sobre la región, que afronta una de sus etapas más agitadas.

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