Los últimos de Stepanakert
La capital del Alto Karabaj se convierte en una ciudad fantasma ante el avance de las tropas azerbaiyanas. Los refugios, las sirenas y el frecuente sonido de fondo de los bombardeos marcan el día a día
“Vamos a ganar”, rezaba en armenio un cartel con un puño cerrado en señal de lucha en una desierta avenida de Stepanakert, considerada la capital del Alto Karabaj. El objetivo: elevar la moral de los armenios en la guerra librada contra Azerbaiyán desde el pasado 27 de septiembre —Armenia, Azerbaiyán y Rusia firmaron este lunes un acuerdo para el cese completo de las hostilidades que el primer ministro armenio, Nikol Pashinyan, definió como “muy doloroso”—, la mayor desde el estallido hace tres décadas de un conflicto entre ambos que hunde sus raíces en la época soviética. El problema: la realidad desmentía el mensaje de ese cartel y, además, apenas quedaba ya en Stepanakert quien pudiera leerlo. En esta ciudad fantasma, marcada por la vida en los refugios, las sirenas y el frecuente sonido de fondo de los bombardeos, prácticamente solo había hombres. Los jóvenes, para combatir, y los ancianos, porque se negaban a abandonar sus casas. Mujeres y niños habían huido o sido evacuados a partes más seguras del Alto Karabaj y, sobre todo, a la vecina Armenia.
Antes del estallido bélico en este territorio internacionalmente reconocido como parte de Azerbaiyán, pero poblado y controlado por armenios —con reclamos de autodeterminación— respaldados por Ereván, Pargev Martirosyan, el arzobispo de la Iglesia Apostólica Armenia en el Alto Karabaj, daba misa cada mañana a hasta 500 personas en la catedral que se alza en la parte alta de la ciudad, consagrada en 2019. Hoy, en la nave central, apenas rezaban por su cuenta un soldado y una anciana. La misa se celebraba abajo, en un gran búnker en el que nueve soldados escuchaban de pie a Martirosyan leer un texto de preparación a las tropas para la batalla. Un militar pasaba con un incensario entre los bancos, donde se mezclaban las armas de los militares con las mantas de los civiles que duermen allí estos días. “Mi misión es llevar valentía a los corazones de quienes vienen aquí. Me dicen que, si mueren, quieren hacerlo como cristianos. El enemigo nos bombardea y nosotros rezamos”, aseguraba el arzobispo en el marco de un viaje organizado por la asociación de la diáspora armenia Unión General Armenia de Beneficencia y en el que ha participado este diario.
Otro de los que han resistido en la ciudad es Arsen Mnatsakanyan. Sentía una responsabilidad más práctica que espiritual para abrir a diario su pequeño colmado, donde imperan la Coca-Cola, el tabaco y el papel higiénico. “No puedo cerrar ahora. La gente sigue viniendo. Quedan muy pocas tiendas abiertas y, si cierro, sería un problema. No es una cuestión de dinero, sino de compromiso con la gente. De hecho, si veo que alguien lo necesita o viene del frente, se lo doy gratis. Esta es nuestra línea de frente. Allí ―señalaba con el dedo a lo lejos― hay una, y esta es la nuestra”. Desde que empezó el conflicto, Mnatsakanyan abría 12 horas al día y las otras 12 atendía a quien le avisaba por teléfono. Sus productos proceden de stocks de agricultores de la zona y de lo que llega desde Ereván, la capital armenia. “En el primer día de la guerra, la gente llegó y lo compró todo. Luego me reabastecí. Me faltan algunas cosas, como velas, que me piden mucho para no tener que encender la luz [por el riesgo de ser bombardeado]”, decía mientras apuntaba cuidadosamente en un listado el cartón de huevos que acababa de vender.
La tienda está ubicada en el principal mercado al aire libre de la ciudad, bombardeado el pasado día 31. Una precaria lona azul separa la parte dañada de la que sigue en pie. Hoy, el mercado se limita básicamente a una esquina, en la que se concentran la tienda de Mnatsakanyan, unas cajas de madera apiladas donde una anciana vende alimentos y un pequeño restaurante de jorovats (la barbacoa local) que reabrió horas después del bombardeo (aún tiene una vitrina rota por la onda expansiva) y del que salía Walter Avanesyan, de 60 años, con un pan en la mano. “No me da miedo venir. Uno se acostumbra a los bombardeos. Además, este es nuestro lugar para comprar. Tengo dos hijos en el frente y yo estoy dispuesto a ir si hace falta”, afirmaba. A su alrededor, algún soldado y un puñado de civiles con poca salud.
El mercado y los escasísimos colmados, restaurantes u hoteles con comedor abiertos han sido el equivalente al lujo en tiempos de guerra. La principal forma de conseguir comida ha sido el centro de distribución, donde se repartían gratuitamente productos básicos como patatas, tomates, cebollas, azúcar, café, pasta, champú o pañales. “Vienen cada día unas 2.000 personas”, explicaba su coordinador, Tigran Baghpanyan.
El 26 de septiembre, la víspera del estallido bélico, era justamente el Día de Stepanakert. Como paralizado en el tiempo, un cartel aún felicita por ello a sus 55.000 habitantes. Solo quedan hoy en la ciudad unos 18.000 y el pasado domingo las autoridades del enclave ordenaron la evacuación de la población civil como “medida temporal”.
“El 99,5% de los que quedan vive en refugios”, explicaba el responsable de derechos humanos del Alto Karabaj, Artak Beglaryan. Es el caso de Anaif, una de las pocas mujeres. “Lo que no voy a hacer es abandonar a mis dos hijos varones ahora que están en el frente”, justificaba. Desde que empezó la guerra convirtió su lugar de trabajo (es la cocinera jefe del hotel Europe) también en refugio. Dormía con su marido (que quedó discapacitado en la primera guerra), su hija y otras 20 personas en el búnker subterráneo del establecimiento.
La vida en Stepanakert, con sacos terreros en ventanas y algunos vehículos calcinados en las calles, transcurría puntuada por el eco de los bombardeos, la gran mayoría lejanos. A menudo se escuchaban con más frecuencia que el paso de un coche. Cuando entró en vigor el cese de las hostilidades, las tropas azerbaiyanas se encontraban a una decena de kilómetros de Stepanakert, y Lernik ―que trabaja en una cocina alimentando a soldados― no se planteaba que su ciudad pudiera caer. “Simplemente no es una opción. Aún están muy lejos y tenemos soldados que nos defienden. Soy un armenio de [la autoproclamada República de] Artsaj (el nombre armenio del Alto Karabaj) y siempre me quedaré aquí”, sentenciaba.
En su despacho en Stepanakert, el ministro de Exteriores de la República de Artsaj, Masis Mayilyan, extendía un mapa sobre la mesa y señalaba con pesar los territorios tomados por los azerbaiyanos. “Son tiempos difíciles, pero no desesperados. Me gusta ser optimista”, afirmaba. El pasado sábado, Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, firme aliado de Azerbaiyán, aseguró que Bakú estaba “cerca de la victoria”. Un día más tarde, el líder azerbaiyano, Ilham Alíyev, anunció que sus tropas habían tomado Shushá (Shushi para los armenios), la segunda ciudad de Alto Karabaj y este lunes lo confirmó en Facebook Vahram Poghosyan, portavoz del líder del enclave. Horas más tarde, llegó el alto el fuego. Además de su valor histórico y cultural para ambos bandos (los azeríes eran allí mayoría antes de la guerra de 1988-1994 y, para los armenios, alberga la hoy bombardeada catedral del Alto Karabaj), su importancia estratégica, emplazada en un alto a 10 kilómetros al sur de la principal ciudad, era clave. “Quien controla Shushá controla Stepanakert”, advirtió el mes pasado el presidente del Alto Karabaj, Arayik Harutyunyan.
En Stepanakert, el memorial de época soviética dedicado a los caídos en otras guerras ha sido ampliado estos días de forma improvisada con unas 40 tumbas. Algunas tienen el nombre y fecha de nacimiento y defunción ―impreso en un papel o pintado en una cruz de madera― y coronas de flores. Otras, las más recientes, son apenas un túmulo con una roca sin nombre como lápida y un puñado de flores sueltas aún frescas.
Resulta imposible saber el número de muertos en este casi mes y medio de conflicto en el que se acordaron tres altos el fuego que apenas duraron horas. La parte armenia ha informado de cerca de 1.200 militares y decenas de civiles. Azerbaiyán oculta su número de militares fallecidos y habla también de decenas de civiles. El pasado día 22, el presidente de Rusia, Vladímir Putin, cifró en “cerca de 5.000” el total de víctimas mortales.
Organizaciones internacionales de derechos humanos han confirmado además el empleo por ambas partes (Azerbaiyán, al menos en cuatro ocasiones; Armenia, en una) de bombas de racimo, que contienen cientos de bombetas que se mantienen activas durante más de 40 años, con el consiguiente peligro para la población civil. Ninguno de los dos países ha firmado la Convención de Oslo de 2008 que las prohíbe. Armenia acusa asimismo a Bakú del uso de fósforo blanco.
Escalada
Ha sido la mayor escalada del conflicto en el Alto Karabaj desde la guerra de 1988-1994, que dejó 30.000 muertos, decenas de miles de refugiados y concluyó sin acuerdo de paz, con el control armenio del Alto Karabaj (como un Estado independiente de facto) y de otras siete provincias azeríes a su alrededor como “zona tampón de seguridad”.
El conflicto tiene su origen hace un siglo, cuando las autoridades soviéticas decidieron convertir el Alto Karabaj, de mayoría étnica armenia, en un oblast, una región autónoma, y encuadrarla en la República Soviética de Azerbaiyán. En 1988, el Parlamento del oblast aprobó integrarse en Armenia y estallaron los enfrentamientos. Cuando, al desintegrarse la URSS en 1991, Azerbaiyán declaró su independencia, la mayoría armenia de la región aprobó en un referéndum ―rechazado por Bakú y boicoteado por los azeríes― la secesión y la creación de la República de Artsaj, que no ha reconocido ningún país en el mundo.
La guerra entre las dos exrepúblicas soviéticas concluyó en 1994 con un alto el fuego que ha sido desde entonces violado con frecuencia (incluida una guerra de cuatro días en 2016), mientras el Grupo de Minsk de la OSCE ―copresidido por Rusia, Francia y Estados Unidos― buscaba infructuosamente una solución negociada al conflicto. Este es justo uno de los argumentos de Azerbaiyán. “Durante 30 años hubo negociaciones sin que nos devolvieran ni un centímetro de los territorios ocupados. Nadie obligó al agresor a abandonar nuestra tierra y cumplir con las resoluciones de la ONU. Ahora el conflicto se decide por la vía militar", aseguró el mes pasado Alíyev.
Tres décadas en las que Azerbaiyán ―un país el triple de grande y poblado que Armenia― ha aprovechado los ingresos de la venta de petróleo y gas para modernizar sus Fuerzas Armadas hasta generar el notable desequilibrio que se plasma estos días en el campo de batalla. En la última década, Bakú destinó 24.000 millones de dólares (20.300 millones de euros) a gasto militar y Armenia, 4.700 millones, según datos del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI).
Lo ejemplifica el caso de Marat Babagulyan, un soldado armenio de 19 años que se recuperaba en Ereván de las heridas que sufrió en la guerra. Cumplía el servicio militar en el Alto Karabaj cuando estalló la contienda. Pasó dos semanas protegido en un búnker con sus compañeros hasta que el 10 de octubre fue requerido para reforzar la defensa de la ciudad de Hadrut, hoy en manos azerbaiyanas. Ni siquiera llegó: su convoy fue bombardeado en el camino. “Llovían proyectiles. No sé lo que era. La fuerza de la primera explosión me quitó el arma. No sé ni siquiera quién me sacó de allí”, recordaba tras ser operado de la cadera.
“Hay pocas dudas de que Armenia está perdiendo esta guerra, tanto por la pérdida significativa de territorio como de tanques, sistemas de cohetes y vehículos militares”, explicaba en Ereván Richard Giragosian, director del think tank Centro de Estudios Regionales, con sede en la capital armenia. “Estamos viendo una guerra de drones junto con una al estilo de la Primera Guerra Mundial, con trincheras e infantería sobre el terreno”. Azerbaiyán ha combatido como en el siglo XXI y Armenia, como en el XX, con la confianza hasta el final de que su conocimiento del montañoso terreno diese la vuelta a la contienda en el cuerpo a cuerpo.
Tres palabras se repetían a menudo estas semanas en el Alto Karabaj: drones, Turquía y mercenarios. Los primeros se convirtieron en la pesadilla de las fuerzas armenias, que cuentan principalmente con sistemas de defensa aérea de la época soviética, ineficaces ante esta nueva arma. Por un lado, están los multiusos Bayraktar TB2, de fabricación turca. Por otro, los harop israelíes, unos drones suicidas empleados con éxito principalmente para estrellarlos contra armamento pesado armenio. “Cada día veía unos cuatro drones dirigidos tanto contra nosotros como contra población civil. Algunos llegaban al objetivo. Otros logramos derribarlos”, relataba un voluntario de 24 años que pasó un mes en el frente, Anushaván, en un hotel de Ereván.
En cuanto a Turquía, su firme apoyo a Azerbaiyán ha sido determinante. Las exportaciones turcas de drones, lanzacohetes y otros equipos militares a Bakú se han multiplicado por seis este año y varios analistas militares veían la mano de Ankara directamente en la conducción de la estrategia y los equipos.
Otro de los elementos más mencionados por Ereván ha sido la presencia de mercenarios sirios y libios en el frente karabají sufragados con dinero turco, apuntada por los servicios de inteligencia armenia, francesa y rusa, así como por el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, que asegura que unos 250 han muerto en combate. El ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov, los cifró el pasado día 3 en “cerca de 2.000” y las autoridades armenias elevaban el número a 5.000. Ankara y Bakú negaban su existencia.
Al inicio de la guerra se temía que Rusia, que tiene un acuerdo militar con Armenia, se involucrase y generase un escenario similar al de Siria y Libia, donde Moscú y Ankara se encuentran en bandos opuestos. El Kremlin, sin embargo, se mantuvo al margen, recordando que el Alto Karabaj no estaba cubierto por el pacto defensivo y definiendo como “iguales” sus relaciones con Ereván y Bakú. La sensación entre los armenios es de haber sido dejados a la intemperie por su gran aliado cuando más lo necesitaban. “Luchamos contra tres enemigos: Turquía, en primer lugar; combatientes extranjeros traídos por Turquía desde Idlib o Libia; y, solo por último, Azerbaiyán”, señalaba el ministro de Exteriores de Armenia, Zohrab Mnatsakanian.
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