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Bojayá despide a sus muertos

La población del pacífico colombiano entierra a un centenar de víctimas de una de las peores masacres del país, mientras alertan de que puede volver a ocurrir

Una multitud de habitantes despiden a las víctimas de la masacre.
Una multitud de habitantes despiden a las víctimas de la masacre.Cortesía de la CIVP
Catalina Oquendo

“Hágale, que si usted no está en condición, les rociamos gasolina”.La orden perentoria era de guerrilleros de las FARC que aún estaban en combates con los paramilitares y, en medio de ese enfrentamiento, lanzaron un cilindro hechizo con tan mal tino que cayó justo en la iglesia de Bojayá donde se habían refugiado muchos de sus habitantes.

Habían pasado apenas unos días del imborrable 2 de mayo de 2002, que causó la muerte de un centenar de personas, entre ellas muchos niños y bebés por nacer. Domingo Chalá, el sepulturero de entonces y de ahora, les dijo a los armados: “No, no, no, venga yo me comprometo, me siento capacitado, merecen sepultura”. Pidió que le consiguieran una caja de aguardiente y, en compañía de otros sepultureros, pero bajo la presión de las balas, los sepultó en fosas comunes y emprendió la labor que culmina este lunes con el entierro final de las víctimas, tras un proceso de identificación hecho por forenses.

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Domingo, con su carné de sepulturero encanecido y colgado en el lado izquierdo de su camiseta, lo recuerda diecisiete años después, antes de uno de los funerales colectivos más grandes y dolorosos en la historia de la guerra reciente de Colombia: el de las víctimas de la masacre de Bojayá. Un duelo detenido en el tiempo para un pueblo que aún tiene miedo.

Sin saberlo, Domingo logró que no se perdiera la memoria de esa masacre y que este domingo existan restos que velar. Agricultor y cantante, convirtió esos recuerdos dolorosos, aquellas imágenes del “gran desastre”, como suele decir, en varias composiciones musicales como la que tituló 2 de mayo.

Bojayá por estos días es un solo cántico de lamento. Cada hora se escuchan alabaos, cantos ancestrales de despedida para los adultos y gualíes, para los niños caídos en esa masacre. En unas salas calurosas y húmedas, fiscales y forenses explican a cada familia cómo murieron sus parientes y buscan darles certeza de que son ellos, los suyos. Tantos años de dolor han dejado un cuero de desconfianza y entonces, algunas familias piden sacar los restos del cofre y que les armen los huesos. Quieren un último recuerdo. Luego, si el muerto es un niño, ingresan los sabedores y cantadores, cubren el cofre con una sábana de flores y suena un gualí estremecedor. Así, una y otra vez.

Heiler Martínez acaba de salir de una de esas salas. Se ve recio y carga un cofre blanco. Lleva a uno de los 7 hijos y la esposa que perdió en la masacre. En fila india, amigos y familiares le ayudan a cargar los cofres de Heidi, Raquel, Heisi, Yasaira, Eida y de la esposa, Luz del Carmen Palacios, que estaba embarazada de 7 meses cuando ocurrió la matanza.

Los llevan hacia el auditorio del pueblo, donde se unen a otros cofres. En el escenario hay en total 100 cajones. Blancos, que representan los niños, y cafés, para los adultos. Sobre ellos, flores blancas, algunas fotos con los nombres y hasta sus apodos: “Walter Mena Papi, 15 años”, o “Ana Cecilia Florecita, 19 años” y algunos mensajes de despedida. Los hijos de Heiler ocupan la quinta fila del escenario y en lugar de fotos, llevan un dibujo de un ángel negro con cara de niño.

“Tener las cosas claras me hace sentir un poquito mejor. Saber que una de las mías tenía una cicatriz y que ahí en la explicación salió que sí, me da tranquilidad”, dice Heiler, 45 años, y sobreviviente de la masacre. Ese día, él estaba con su familia en la iglesia. “Sobreviví porque no era mi hora”.

Pero tranquilidad no es ausencia de dolor. Heiler parece un roble con muchas capas, retomó su vida y ahora tiene 4 hijos, pero sigue con los otros en la cabeza. Se ve cansado y es cuando confiesa que hace mucho no duerme bien. Sufre insomnio. “Doy vueltas, veo televisión, no sé por qué, me pongo triste”. ¿Y qué hace cuando eso pasa? Heiler se queda en silencio unos instantes: “cuando estoy así, tomo trago”.

Voto por la paz

Identificar a las víctimas y hacerles un duelo con las tradiciones afrodescendientes era un pedido a gritos de la comunidad. Cuando ocurrió la masacre, los cuerpos fueron enterrados en fosas comunes y los pobladores se desplazaron. Hubo familias como la de Yorleisis Rivas Mena, que rezaron ante una tumba durante años sin saber que los restos de la verdadera niña estaban en un laboratorio en Bogotá. Otros estaban mezclados en fosas y fue difícil su reconocimiento. “Había muchas inconsistencias y por eso era necesaria la identificación. Esta es la segunda vez que podemos estar realmente frente a nuestros muertos. No habíamos podido desarrollar nuestro duelo y esto es sanador”, dice Adyero Atim, su nombre ugandés adoptado, integrante del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá.

El proceso de identificación comenzó con otro hecho inédito en este pueblo. En noviembre de 2015, en el marco de los acuerdos de paz con las FARC, varios de sus comandantes hicieron un acto de perdón ante la comunidad. Nunca llegaron, sin embargo, el perdón de los paramilitares ni del Estado que omitió las alertas tempranas que indicaban que esto podría ocurrir. A pesar del dolor, Bojayá le dio una lección a Colombia: el 96% de sus habitantes votaron sí en el plebiscito por la paz.

En ese contexto, la comunidad le exigió a la Fiscalía una identificación adecuada de sus muertos, como reparación, y los cuerpos fueron exhumados y llevados a Medellín. Después de dos años, los forenses entregaron los restos que son velados toda la madrugada en un polideportivo. Aunque no están todos. “Todavía hay preocupaciones. Por ejemplo, que tenemos 10 desaparecidos”, explicó José De la Cruz Valencia, líder del Comité. Por eso, sus cofres vacíos estarán abiertos durante el funeral. En el proceso, además, se encontraron dos personas en fosas —un niño de entre 4 y 5 años y un adulto— que aún no tienen doliente.

En el conflicto

Esta semana, Bojayá es un hervidero de funcionarios de distintas organizaciones que llegan para el evento y luego se van. Esta es quizá una de las masacres más conocidas de Colombia, por el número de víctimas, pero la realidad es que aún persiste el miedo.

Con quien se habla en cualquier esquina repite la frase: “cuidado, esto puede volver a pasar” o como asegura Domingo, el momento se parece “a ese silencio previo de aquella vez” y cuentan que evitan ir al campo por temor a los armados. Si bien ya no existen las FARC en este territorio, campo adentro se sabe de presencia de grupos paramilitares y de miembros de otra guerrilla, el Ejército de Liberación Nacional, que se están agrupando a pesar de las alertas tempranas que le han enviado al Gobierno de Iván Duque desde febrero de 2019. “Bojayá sigue en medio del conflicto y no hemos tenido respuesta, como en aquella oportunidad”, remarca otra persona.

“Después del acuerdo de paz estuvimos con año y medio muy tranquilos, pero no hubo estrategia de ocupación estatal cuando las FARC dejaron las armas. Ahora está el ELN que llegó a lugares donde antes no estaba, y están los paramilitares del Clan del Golfo, los gaitanistas”, dice el sacerdote Albeiro Parra, de la Diócesis de Quibdó. “Más que el narcotráfico, lo que hay detrás son intereses económicos de sacar a las comunidades de sus territorios”.

La iglesia alerta a Iván Duque sobre inminente riesgo de una nueva masacre en Bojayá

C. Oquendo

Los representantes de la Diócesis de Quibdó enviaron al presidente de Iván Duque una carta abierta en la que alertan sobre el inminente riesgo de una nueva masacre en Bojayá. El documento denuncia también reclutamiento de menores, instalación de minas antipersonales, la presencia de grupos armados en los cascos urbanos y el confinamiento de poblaciones rurales.

“(…) nuevamente se percibe una actitud omisiva y complaciente con el accionar de los actores armados. De lo contrario, no se entendería cómo en el municipio de Bojayá, el control territorial lo ejercen el ELN y los grupos paramilitares de las AGC en las cuencas de los ríos Opogadó, Napipí y Bojayá”, dice el documento conocido en la ceremonia de despedida al centenar de muertos.

“Hoy estamos frente a los muertos pero también frente al miedo. Nos sentimos cansados de recoger muertos. Ojalá no vuelva a pasar una masacre como esa”, agregó Leyner Palacios, que perdió a 32 familiares y es líder de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacifico.

Ni el presidente Iván Duque ni los Altos Consejeros Presidenciales se hicieron presentes en la ceremonia, lo cual causó desazón en la comunidad que quería hablar del conflicto que viven. Estuvieron Ramón Rodríguez, director de la Unidad para las Víctimas y el Centro de Memoria Histórica, Darío Acevedo. Y los embajadores Gautier Mignot, de Francia; John Petter Opdahl, de Noruega; Christina Prefontaine, consejera política de la Embajada de Canadá; el presidente de la Comisión de la Verdad, Francisco de Roux y Alberto Brunori Representante de la Alta Comisionado de la ONU para Derechos Humanos.

Por eso este funeral es un espacio de duelo pero también un grito de alerta para que no vuelva a ocurrir lo de aquel 2 de mayo de 2002 a las 10:20 de la mañana, y los habitantes de Bojayá no queden de nuevo en medio de los combates de grupos armados y a merced de lo que pueda pasar en esa guerra. Los muertos de la masacre pasarán la noche en medio de alabaos y rezos de la familia extendida que es Bojayá. Este día, Domingo Chalá, volverá a encontrarse con ellos como aquel 2 de mayo de 2002. Los acompañará, como él dice, a hacer “el último paseo para que descansen en paz”.

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Sobre la firma

Catalina Oquendo
Corresponsal de EL PAÍS en Colombia. Periodista y librohólica hasta los tuétanos. Comunicadora de la Universidad Pontificia Bolivariana y Magister en Relaciones Internacionales de Flacso. Ha recibido el Premio Gabo 2018, con el trabajo colectivo Venezuela a la fuga, y otros reconocimientos. Coautora del Periodismo para cambiar el Chip de la guerra.

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