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Las víctimas cierran el duelo de la peor matanza de la guerra con las FARC en Colombia

Los familiares recibirán los cuerpos identificados de 72 fallecidos en la iglesia de Bojayá en 2002

Francesco Manetto
La iglesia de Bojayá, en el Chocó, destruida tras el ataque de las FARC en el año 2002.
La iglesia de Bojayá, en el Chocó, destruida tras el ataque de las FARC en el año 2002.Luis Acosta (AFP)

Más de medio siglo de conflicto armado dejó en Colombia unas heridas abiertas que, casi tres años después de la firma de los acuerdos de paz entre el Estado y las FARC, siguen sin sanar. Los familiares de las víctimas de la matanza de Bojayá recuerdan esa noche con el vértigo del horror y, hoy, también con un anhelo: pasar página y cerrar un capítulo. Minutos antes de las 23.00, un cilindro bomba lanzado por un mortero de la guerrilla atravesó el techo de la iglesia en la que buscaban refugio unas 300 personas. Afuera, arreciaban los enfrentamientos entre el llamado Bloque 58 del grupo insurgente y una columna de paramilitares. Era el 2 de mayo de 2002. El artefacto causó en esta población del departamento del Chocó, próxima a la costa del Pacífico, la peor matanza de la guerra. Los fallecidos, cuyo balance osciló inicialmente entre 74 y 119 civiles, fueron enterrados en fosas comunes.

A partir del próximo 11 de noviembre, los allegados y supervivientes tendrán la oportunidad de cerrar un duelo de más de 17 años. Recibirán los restos de 72 cuerpos identificados por Medicina Legal después de que en 2017 ese instituto forense los exhumara y los trasladara a Medellín. Y podrán, finalmente, darles sepultura. El anuncio se formalizó este miércoles en Bogotá en la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos con el acompañamiento de ese organismo, la Fiscalía, la Unidad de Víctimas y el Centro Nacional de Memoria Histórica. "Lo estoy viviendo ahora como si fuera el 2 de mayo", dice a EL PAÍS Yorlenis Mena Mosquera. Ese día perdió a su madre y a tres hermanos. "Nosotros no pudimos enterrar a nuestros seres queridos como queríamos y ahora, el 11 de noviembre, es como si acabáramos de pasar la masacre".

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Sus palabras, interrumpidas por un ligero sollozo, reviven el terror después de un largo limbo que está a un paso de terminar. José de la Cruz, representante del comité de víctimas resalta la trascendencia del entierro, que siempre se ha tenido en la cultura occidental y que les fue arrebatada. "Nosotros lo vemos en dos líneas fundamentales. La primera es poder lograr una identificación plena de nuestros familiares, tener la certeza de que sus restos están enterrados, poder ir a prender una vela, dejar unas flores y conversar con ellos", explica. "Un segundo elemento son los cantos, los rezos para que las almas de nuestros familiares tengan un eterno descanso y poder verdaderamente estar tranquilos porque ellos ya no están penando, según nuestras creencias", continúa en referencia a la tradición de las comunidades afrocolombianas del Chocó.

Claudia García, directora de Medicina Legal, explicó que gracias a métodos de análisis genético se ha logró la identificación de 72 cuerpos y que siguen en fase de averiguación otros ocho casos, que pueden coincidir con ocho o más personas. Los trabajos del instituto fueron necesarios para cerrar el círculo pese a aportar datos escalofriantes. En las próximas semanas los familiares recibirán 101 cofres, entre los que se encuentran nueve no nacidos.

Bojayá comienza a reponerse en medio del dolor. Pero al mismo tiempo tiene que hacer frente a nuevos hechos de violencia. De la Cruz pide a las autoridades "garantías efectivas de no repetición [del conflicto] por la presencia real en el territorio de actores armados ilegales". "Se están enfrentando cotidianamente en otras comunidades. Tenemos comunidades desplazadas, otros se han ido a otras ciudades. Nosotros queremos enterrar a nuestros seres queridos, pero también vivir tranquilos en el territorio", afirma. "El otro tema fundamental es el de las garantías de futuro para los sobrevivientes. Bojayá ha identificado la necesidad de soluciones de energía estable, estabilización económica y la reubicación de una comunidad que está en alto riesgo, la de Pogue", prosigue en alusión a un poblado de 500 personas que vive bajo la amenaza de inundaciones.

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En todo el municipio, azotado durante décadas por el conflicto armado, el apoyo a los acuerdos de paz en el plebiscito de 2016 alcanzó el 96%. Sus 12.000 habitantes se aferraron a la única salida posible, el desarme de los guerrilleros y el camino a la convivencia. "Nos dio bastante esperanzas, estuvimos ocho meses sin la presencia de actores en el territorio. Nos podíamos mover, cazar, ir a pescar con toda tranquilidad", recuerda este portavoz del comité de víctimas. "Pero con la ruptura del diálogo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) la disposición que habían mostrado con anterioridad los grupos se vino abajo y hoy estamos en una situación realmente difícil y de riesgo", asegura. Este es el grito de socorro que lanza hoy el pueblo en medio de la aplicación de los acuerdos, que en muchas zonas rurales sigue siendo difícil, lenta, llena de obstáculos. Un pueblo que aprendió a convivir con el horror y que ahora quiere dejarlo atrás para siempre.

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Sobre la firma

Francesco Manetto
Es editor de EL PAÍS América. Empezó a trabajar en EL PAÍS en 2006 tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana.

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