Por qué no se reduce (más) el hambre en Latinoamérica
Venezuela, Argentina o Guatemala son las nuevas caras de la desnutrición y la inseguridad alimentaria en Latinoamérica
En el mundo de hoy hay menos hambrientos que en el de hace veinte años, pero no que en 2015: desde entonces, el porcentaje de personas subalimentadas se ha mantenido en los mismos niveles. La región latinoamericana no es una excepción. Al contrario: al norte del Canal de Panamá, las tasas apenas han variado. Al sur, incluso se han incrementado ligeramente.
Ese 5,5% de personas en carencia en Sudamérica representa un 68% del total de hambrientos de la región, según el informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) presentado esta semana. En ese mismo documento se plantea la pregunta fundamental: ¿por qué hemos dejado de ganar la batalla contra el hambre?
Comidas inciertas
La inseguridad alimentaria es en cierta forma el lugar en el que empieza el hambre. En su versión moderada, las personas se enfrentan a incertidumbres y a la necesidad de elegir en lo que a comer respecta. Si es severa, la comida comienza a no estar disponible por épocas.
Así, no es de extrañar que este nuevo indicador de la FAO presente una evolución igualmente negativa en el último lustro, con una cierta mejora en 2018 que tendremos que esperar al año siguiente para confirmar. En cualquier caso, 2018 terminó con diez millones de personas más expuestas a estas inseguridades que en 2014.
Cuando se trata de identificar culpables del hambre, el primer sospechoso suele ser el conflicto. Este factor es el que queda, de hecho, detrás de buena parte de los aumentos en la subalimentación del África subsahariana y de Asia occidental. Pero Latinoamérica está en estos días relativamente libre de guerras a gran escala. La violencia es un problema de primer orden aquí, sí, y sigue entrometiéndose en la cadena de producción y distribución de alimentos en muchos puntos del continente. Sin embargo, no son los países más violentos aquellos en los que más creció el hambre en los últimos catorce años. Con una excepción: Venezuela.
Sus acompañantes en el aumento absoluto de la subalimentación, sin embargo, no se caracterizan por incrementos significativos en los niveles de conflicto. Guatemala, por ejemplo, es un estado considerablemente más pacífico hoy que en la década pasada. Argentina mantiene tasas comparativamente bajas para la región. No: las respuestas se esconden en otros lugares. Y la consideración separada de Argentina, Venezuela y Guatemala ayudará a dilucidar al menos tres de ellas: las crisis económicas, la disfucionalidad corrupta del Estado, y el mayor reto a largo plazo, los efectos del cambio climático sobre la producción de alimentos en regiones particularmente expuestas.
Venezuela: inflación y corrupción
Comencemos por el caso más grave. En 2018 en torno a 6,8 millones de venezolanos estaban subalimentados. Uno de cada cinco. Hace una década era menos de la mitad. Afirmar que la culpa de estas cifras es de la desastrosa gestión estatal no resulta muy informativo, aunque sea cierto. Investigar qué hay dentro de esta afirmación puede ayudar a que no se repitan situaciones similares.
El régimen chavista apostó el futuro de un país entero a una sola carta: la del petróleo. Eso, entre otras cosas, quería decir que Venezuela tenía que importar casi todo lo demás. Esto, que no es malo por sí mismo, se vuelve peligroso cuando todo el dinero de que dispones para pagarlo viene de una sola exportación. Cuando el precio de esta se hunde, puedes comprar mucho menos de cualquier cosa. También comida. Es probable, además, que tu divisa acabe resintiéndose en el proceso. Sobre todo si tienes el banco central (y su máquina de imprimir bolívares) en manos del gobierno no sujeto a controles. Todo lo anterior ya reduce considerablemente tu capacidad de mantener un flujo razonable de bienes básicos mientras la inflación desbocada empobrece a la práctica totalidad de tu población. Pero si además ese mismo gobierno ilimitado acaba por tener un cuasi-monopolio en la distribución formal de alimentos, la receta para el desastre es completa.
El 63% de la población venezolana es beneficiaria de algún tipo de "misión social". Más de dieciséis millones de personas lo son de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), con presencia en nueve de cada diez hogares. Esencialmente, la supervivencia del país depende de las cajas CLAP contenedoras de insumos básicos. Las mismas que, en investigaciones del medio independiente Armando.info, se han revelado como fuentes de riqueza para individuos cuyo valor comercial empieza y acaba en las conexiones que poseen dentro del régimen. Esta misma semana la Unidad de Inteligencia Financiera de México congelaba las cuentas de varios proveedores de alimentos del gobierno venezolano acusados de blanquear unos 150 millones de dólares a través de la venta de productos sobre-preciados. Mientras, la ciudadanía sigue, literalmente, perdiendo kilos de peso a la sombra de la pobreza y la corrupción.
Argentina: la economía no remonta
Ni que decir tiene que los indicadores argentinos son mucho menos alarmantes. Pero todo depende del punto de comparación: si en lugar de con el mayor desastre humanitario en la historia reciente de Latinoamérica lo comparamos con el potencial del país (como sus propios habitantes suelen hacer), resulta descorazonador que una de las naciones más ricas del hemisferio sur esté creando pobreza en lugar de destruirla.
La inflación carga de nuevo con buena parte de la culpa. El Gobierno de Mauricio Macri no logró embridar la crisis de deuda ni la subsiguiente escalada de precios en la que metió al país su antecesora, y ahora candidata a la vicepresidencia, Cristina Fernández. Acanzó el 55,8% interanual en junio de 2019: los precios suben mes a mes en el país lo mismo que en Chile lo hacen año a año. Como resultado, las tasas de pobreza han dibujado una especie de U en la última década y media, descendiendo a un 16% de los hogares bajo el umbral en 2011 y remontando hasta casi el 26% el año pasado. La mordida de la desnutrición y la inseguridad alimentaria ha ido, sencillamente, en paralelo a un ciclo económico que nunca llegó a arreglarse. Al final, 2018 se cerró con 2.100.000 argentinos en situación de subalimentación mientras sus vecinos Chile o Uruguay reducían sus cifras.
Guatemala: reto climático, reto mayor
Una parte importante del sur de Guatemala (y, en realidad, en torno al 90% de la población de Centroamérica) cae dentro del conocido como Corredor Seco. En él, las sequías cíclicas son particularmente intensas. Últimamente se encadenan con mayor frecuencia, además. Es probablemente debido a ello que el año pasado la Red de Sistemas de Alerta Temprana de Hambruna (FEWS NET por sus siglas en inglés) detectó que el segmento más pobre de hogares del Corredor Seco se encomendó a los mercados para conseguir sus alimentos antes de lo usual. Se estimó que cuatro de cada cinco hogares en la zona tuvo que vender ganado o instrumentos de trabajo en el campo precisamente para efectuar estas compras.
Los efectos climáticos en zonas particularmente sensibles, como el sur de Guatemala, rompen equilibrios económicos y de provisión de alimentos que ya de por sí eran bastante delicados. La presión de resolver el problema de la desnutrición se desplaza posteriormente a otras áreas del mundo. Lo hace literalmente, de la mano de los migrantes climáticos que se ven obligados a dejar las áreas sensibles en busca de opciones de vida más viables.
La emigración por clima no está sola en este reparto. Los millones de personas que ya han abandonado Venezuela, la inestabilidad política que el mal gobierno del país ha provocado en la región, o el incremento en las dificultades para los acreedores a la hora de afrontar la crisis argentina de manera que la salida sea socialmente justa son otros mecanismos a través de los cuales se distribuye internacionalmente el coste de la desnutrición. No hay manera de librarse: sus causas y consecuencias están lo suficientemente imbricadas en el tejido global como para que los estados, incluso aquellos que han seguido mejorando y cuya población nativa se encuentra relativamente a salvo, tengan que asumir que no se trata de si escogen pagar o no el precio del hambre, sino de cómo desean pagarlo.
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