Pequeños placeres
En este mundo tan electrónico no hay nada que le gane a los pequeños placeres que nos hipnotizan desde niños


En algún rincón de La Habana, en una o varias cajas de viejo cartón enmohecido se guardan los diminutos ejércitos con los que el poeta Eliseo Diego jugaba a las batallas de sobremesa con sus hijos Rapi, Lichi y Diego. Eran cientos de figuritas pintadas a mano por papá Eliseo y en alguna ocasión que García Elío –el más joven de los generales—enviaba divisiones de caballería de plomo sin pintar, recibió una carta de Fefé hija del poeta advirtiéndole que “corría peligro el futuro de la poesía de papá si sigue dedicándole tantas horas a pintar los muñequitos”.
Conservo como joyas tres o cuatro soldados ingleses pintados por Jorge Ibargüengoitia que me regaló Joy Laville como placebo ante la dolorosa decisión de tener que guardar mis propios ejércitos de bolsillo en una bodega de Ciudad de México para intentar conquistar España. Duermen en tinieblas los soldaditos de la infancia y los ecos de sus guerras nada tienen que ver con el terrorismo de hoy en día ni la violencia dizque organizada de los asesinos contemporáneos y duermen en el olvido los desfiles en miniatura que hacían alto en los cruces con las vías de los trenes eléctricos en maquetas improvisadas sobre una alfombra persa y los simulacros de batallas con canicas de cristal y los cañones de mentiritas y el teleférico que se izaba desde un librero hasta la ventana. Duermen en el recuerdo los figurines de toreros muertos y generales imbatibles, caballeros andantes y santos contra dragones, al lado de los luchadores de máscaras legendarias y los picadores de pacotilla, los banderilleros de alambre, los carritos a escala y el tren sin vapor.
Cada vez es más difícil encontrar santuarios donde se vendan ya pintados o en plomo amorfo los soldados de uniformes napoleónicos y una carga de caballería que cabe entera sobre el largo de un estante de libros indispensables o una fila de ciclistas que hacen el Tour de Francia rozando los lomos de la colección Gallimard. Cada vez en más difícil justificar en una conversación la apasionada afición por los trenes que merecen reproducir a escala un paisaje anónimo de Baviera o los llanos que van de Celaya a Silao, con una polvareda imaginaria de soldados pelones que vienen huyendo de la División del Norte, cananas microscópicas y bigotes de pincel, pero consta que cada vez que se pueda habrá que mencionar aunque sea en voz baja que la rara propensión a leer durante horas las novelas que solo avanzan con el roce de las yemas de los dedos, la costumbre de asombrarse con una figurita a escala de la alargada sombra de Abraham Lincoln o la anhelada posibilidad de meterse en una maqueta a escala y recorrer paisajes perfectos de cabañas como castañas nos confirma que en este mundo tan electrónico no hay nada que le gane a los pequeños placeres que nos hipnotizan desde niños.
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