¿A quién beneficia la UE?
La UE ha producido avances generalizados, pero no para todos por igual. La defensa de los perdedores de la globalización es clave para su futuro
Cui prodest? ¿A quién beneficia? Es más que legítimo ante las elecciones europeas aplicar la célebre pregunta latina al proyecto que la UE encarna. Acuñada como senda intelectual para esclarecer la autoría de un crimen, la pregunta ayuda a tener una mejor comprensión estratégica en cualquier tipo de ámbito: nunca sobra plantearla. ¿A quién beneficia la UE, pues?
Hay varios órdenes de respuesta. Desde una perspectiva histórica, la constatación del mayor periodo de paz en el continente bajo su égida puede zanjar el asunto de forma rotunda: a todos los ciudadanos europeos. Desde un punto de vista demoscópico, un sólido 67% de los habitantes de la UE considera que su país se ha beneficiado de la pertenencia al club, según un Eurobarómetro de mayo de 2018. A la cabeza, destacan Malta, Irlanda y Lituania; los más insatisfechos son italianos, británicos y austriacos, pero en ningún caso hay mayoría para la respuesta “no se ha beneficiado”.
Sin embargo, ante la radical embestida crítica contra el proyecto común, estas contundentes respuestas no eximen de la necesidad de explorar otros ámbitos de balance. En casi todos ellos, es difícil llegar a conclusiones firmes, entre otras cosas porque no sabemos cómo hubiesen ido las cosas sin la UE. Pero es posible esbozar líneas de pensamiento relativamente sólidas.
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En términos macroeconómicos, cabe observar que los países más ricos del club han sido contribuyentes netos al presupuesto común, con sumas relativamente cuantiosas pero que se calculan en centésimas o a lo sumo décimas de PIB cada año. Estos países, sin embargo —que son por lo general los más industrializados— han gozado del impulso de un amplio libre mercado para vender sus productos. Los países menos ricos han disfrutado de subvenciones que, entre otras cosas, han permitido un desarrollo infraestructural que no hubiese sido posible a la misma velocidad sin la UE.
El mercado común obviamente ha provocado vencedores y vencidos. Acoplado con la moneda única, ha eliminado a la vez la competitividad por proteccionismo arancelario y por devaluación monetaria. Esto último había dado durante décadas impulso exportador a empresas de países periféricos. En el nuevo entorno muchas empresas ineficientes han salido perdedoras, y con ellas sus trabajadores, pero en general es difícil rebatir que el mercado único ha estimulado una competencia que ha mejorado la oferta y el precio de productos y servicios a los consumidores, protegidos además por normas de calidad paneuropeas y por autoridades antitrust que tienen un vigor que las nacionales de por sí no podrían tener. El beneficio de la vigilancia antitrust es un activo para la ciudadanía muy subestimado en la UE.
En términos políticos, a brocha gorda, Alemania ha podido expiar su terrible etapa previa a la Unión a través de una actitud humilde y generosa en las primeras décadas del proyecto; Francia ha podido, a través del mecanismo común, proyectar una influencia que de por sí su menguante fuerza no habría permitido; varios países periféricos han podido estabilizar democracias inicialmente frágiles. Difícil sostener que en términos políticos algún país haya salido perdedor por su mera pertenencia a la UE.
En términos sociales el balance es muy complejo. La crisis estallada en 2008 ha golpeado con dureza amplias capas de las sociedades europeas. La globalización ha beneficiado ciudadanos de países emergentes asiáticos —con cientos de millones que han salido de la pobreza en China— y damnificado a ciudadanos de segmentos específicos de las sociedades occidentales —sector manufacturero, población con escasa cualificación, etc.—. Esto no es culpa inmediata de la UE. Pero el mix entre la arquitectura incompleta de la zona euro y decisiones políticas discutibles han agravado las consecuencias de un fenómeno global. Los EE UU de Obama salieron antes y mejor de la crisis que la UE.
Es razonable argumentar que, en este plano, las clases mejor formadas y móviles han sacado mayor beneficio del proyecto común que las desfavorecidas. La sensación de desprotección, de expectativas frustradas y temor al futuro es el principal abono del auge nacionalista. Un reajuste del proyecto que aplaque esos sentimientos es probablemente su mayor seguro de vida.
De las tres fieras que obstaculizaban el camino de Dante hacia el bien en los primeros compases de la Divina Comedia, él describía como la peor a una loba “que cuanto más comía más adelgazaba”: el emblema de la avidez según muchos estudiosos. Convendría que las élites, en su propio interés, fijaran la mirada en esa brújula en la nueva etapa que se abre. Buen viaje, Europa.
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