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Columna
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Aprender a poner punto y final

Sin importar la posición que hayamos tomado, juzgamos a los hombres y mujeres que estaban en torno al ducto de Tlahuelilpan como si ellos hubieran sido los huachicoleros que lo perforaron

Emiliano Monge
El ducto de Tlahuelilpan, en el Estado de Hidalgo.
El ducto de Tlahuelilpan, en el Estado de Hidalgo. Mónica González

En torno a los sucesos del pasado viernes 18 de enero, en Tlahuelilpan, Hidalgo, se han escrito cientos de páginas y se han vertido cientos de horas de comentarios en espacios noticiosos de radio y televisión.

Esta cobertura, sin embargo, no ha sido nada en comparación con el tiempo y la cantidad de palabras que se derrocharon en las redes sociales, los hogares, las oficinas y las calles de México. Los acontecimientos que rasgan la membrana de la cotidianidad están destinados a convertirse en conversación nacional, sobre todo cuando aquélla, la cotidianidad compartida, apunta sus reflectores sobre un asunto específico, como en este caso ha sido el huachicoleo.

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Tanto se leyó, tanto se escuchó y tanto se observó durante horas, días y semanas sobre el robo de combustibles y sus funestas consecuencias para la economía nacional y para la vida diaria de los mexicanos que, cuando en el centro de este acontecimiento: el huachicoleo, tuvo lugar otro evento, mucho más puntual y espectacular: la explosión de un ducto que había sido ordeñado y en torno al cual reunieron, después, cientos de pobladores para recoger el líquido que se seguía derramando, todos nos sentimos con el derecho de externar nuestra opinión, sin darnos cuenta de que ésta, nuestra opinión, respondía a un pasado inmediato y no al instante presente.

Presas del monólogo que reinara, despóticamente, durante poco más de un mes, fuimos incapaces de aislar la tragedia, el dolor y la necesidad de cientos de personas, al igual que fuimos incapaces de aislarnos a nosotros mismos en el tiempo de los acontecimientos: para bien o para mal, sin importar la posición que hayamos tomado, juzgamos a los hombres y mujeres que estaban en torno al ducto, como si ellos hubieran sido los huachicoleros que lo perforaron, como si ellos fueran los criminales que dejaron sin combustible nuestras gasolineras.

En otras palabras, el discurso que entre todos abonamos previamente, nos llevó a juzgar a los seres humanos que ardieron esa noche como si fueran ellos los delincuentes de la historia que nos estábamos contando. O lo que es lo mismo: ante el estallido que segó a las víctimas, nosotros mismos ya habíamos sido cegados, porque ya habíamos decidido qué opinábamos.

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Por supuesto, la tragedia del 18 de enero en Tlahuelilpan no es el primer suceso ni es el único acontecimiento ante el cual los mexicanos reaccionamos de esta manera: los ejemplos son tantos y tan diversos que no vale la pena ponerse aquí a hacer un recuento. Quizá sólo valga recordar que éstos van desde los linchamientos hasta los desastres naturales.

A últimas fechas, se nos ha venido imponiendo la costumbre de tener siempre una opinión, formada e inapelable, antes de que acontezca el suceso sobre el cual tenemos esa opinión. Y es a esto a lo que quería llegar: mientras se nos repite, una y otra vez, que vivimos la era de la posverdad, resulta que, en nuestro país, más bien, pareceríamos estar viviendo la era de la preverdad.

¿A qué me refiero cuando digo esto? A que, en lugar de buscar la modificación de la realidad, a través de la distorsión de la verdad, buscamos que ésta, la realidad, exista sin importar que para ello haga falta una verdad; a que, en lugar de buscar que nuestras emociones se impongan a los hechos, nos entregamos a la azarosa y peligrosísima apuesta de que éstas, nuestras emociones, den lugar a los hechos; de que éstas, nuestras creencias, den lugar a la realidad.

En México, la vida publica y la privada, los discursos sociales y los individuales y las diferentes cotidianidades llevan demasiados sexenios secuestrados por la simulación. Una simulación que, obviamente, ha dado lugar a un sentido inconcluso de la realidad.

Somos un país donde nada pareciera terminar, donde nada pareciera encontrar su final. Somos una sociedad donde el presente no termina de llegar y donde el ahora no se acaba de formar, porque no los hemos habitado jamás. De ahí que nos relacionemos con los sucesos y los acontecimientos que nos rodean desde un pasado en constante retorno, desde un prejuicio que no pareciera dejarse de reciclar, desde la más fría, insisto, cárcel de la preverdad.

A nuestras historias, las que nos hemos contado siempre y las que nos estamos aprendiendo a contar, muchas de las cuales, por desgracia, son también nuestras tragedias: las que nos hemos contado siempre y las que nos estamos aprendiendo a contar, nunca les hemos sabido poner punto final.

Esto es lo más preocupante: que nunca hayamos sabido poner el punto final. Y digo que esto es lo verdaderamente preocupante porque, a poner un punto final, no aprenderemos en tanto continuemos siendo el reino de la impunidad.

La falta de justicia, en todos los órdenes, niveles y aspectos de nuestra vida en común, deja abiertas nuestras historias y nuestras tragedias. La ausencia de justicia impide una relación, cualquier forma de relación sana, con la realidad, con la verdad y con la temporalidad, porque nos condena a ser un país, una sociedad y una comunidad inconclusas.

En este sentido, la actitud del actual gobierno, su obsesión por poner un punto y aparte a los crímenes del pasado, no sólo no resuelve el problema en la que estamos atrapados, sino que lo perpetúa. Por mejores que sean sus intenciones, la autoridad no puede ni debe permitir que sus emociones se impongan a los hechos, pues se estaría entregando, ella también, a la azarosa apuesta que mencioné antes: la de que, otra vez, sean nuestras emociones o nuestras creencias las que den lugar a los hechos.

Un punto y aparte no es ni será nunca el punto final que tan urgentemente necesitamos. Volviendo al ejemplo del que partí: si, durante las semanas en las que se forjó, se impuso y se generalizó el discurso en torno al huachicol, se hubiera detenido a los dueños del negocio, a los políticos y a los empresarios que hicieron posible el despojo a la nación y las diversas violencias que de éste emergieron, otros hubieran sido los discursos tras la explosión del ducto de Hidalgo y otra, muy probablemente, habría sido también la historia que ese día tuvo lugar.

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